Justo Navarro - Finalmusik

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Seguimos al narrador de esta espléndida novela durante su última semana en Italia antes de regresar a su Granada natal y reencontrarse con su padre. Se despide de algunos de los personajes que han configurado su experiencia italiana: la limpiadora Francesca, con quien el último mes ha mantenido una aventura; el marido de ésta, Fulvio, ex boxeador; monseñor Wolff-Wapowski, polaco-alemán, encargado de la casa papalina en la que el narrador se aloja; Stefania Rossi-Quarantotti, profesora boloñesa de semiótica y antigua maestra y amiga, traumatizada por la relación que mantiene su marido con una chiquilla romana; el marido de la profesora, Franco Mazotti, prestigioso e íntegro economista de un gobierno corrupto, temeroso de que salga a la luz esa relación; o Carlo Trenti, el exitoso escritor de la novela cuya traducción el narrador está a punto de terminar a la vez que su estancia en Roma. De momento el narrador deberá regresar a Granada y cortar por fin el cordón umbilical que le une a su padre viudo. La consagración definitiva de uno de los escritores españoles más imprescindibles.

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Acabó su conversación tóxica Mazotti con cara de criatura profundamente dolida, defraudada, angustiada, ansiosa y cansada, como después de un choque físico con alguien que no es especialmente fuerte, pero sí especialmente pernicioso, tramposo y sucio, y lanzó una mirada de desconfianza invulnerable hacia los bogavantes de la piscina, los elegantes bogavantes detrás de su cristal, pensativos y alertas, esperando la hora de ser comidos, la visita mortal del camarero, espías en su cabina, ondeando sus antenas móviles. Tendré que irme muy pronto, dijo Mazotti, y su tono era testamentario. Lo esperaban con intenciones terribles en la calle, Usted es un hombre al que podría pedirle consejo, usted, señor Trenti, es un especialista, dijo.

Yo no sé mucho de mutuas, aseguradoras ni especulaciones bancarias, yo entiendo de incendios, riesgo y prevención de incendios, respondió Trenti con manifiesto orgullo de ser un especialista en fuegos. No estoy hablando de mutuas ni seguros, estoy hablando de crímenes, usted es un afamado especialista en crímenes, quiero decir, dijo Mazotti. Usted vende un millón de ejemplares de crímenes bien planeados, bastante perfectos. Creo entender cómo trabajan ustedes, los giallistas. Ustedes inventan primero el crimen-problema y la solución del problema, esto es lo verdaderamente difícil, y poco a poco van añadiendo detalles al crimen para justificar la solución. Ahora podría prescindir de la solución, quizá lo más difícil de buscar, y darme sólo el crimen irresoluble, perfecto, y yo no dudaría en cometerlo y borrar esas 2.000 páginas de grabaciones, las mías y las de todos, sobre todo las mías, dijo Mazotti.

Pueden destrozar mi prestigio moral, profesional, familiar. Pueden llevarme a la cárcel. Hay menores en el asunto, por así decirlo. Usted podría darme la solución, el crimen, quiero decir. Bebió vino, volvió a beber. Podría ayudarme si hubiera alguien eliminable, no digo que me indicara exactamente cómo destruirlo, liquidarlo, continuó Mazotti. Podría contarnos un cuento, a mi amigo y a mí, ahora. Así destruyeron, así liquidaron a uno que grabó y distribuyó 2.000 páginas de conversaciones telefónicas de unas trescientas personas. Pero el caso es que no hay nadie directamente eliminable, o hay muchos, pertenecientes a todas las escalas del funcionariado y del lumpenfuncionariado, si no se trata de neoespionaje sin espías, deshumanizado, automático, comunicaciones electrónicamente detectadas y automáticamente grabadas por la inteligencia artificial. El caso es que usted ha inventado un crimen de 50.000 o 60.000 sospechosos, todo un convoy militar a Rusia, el Corpo di Spedizione Italiano in Russia, un ejército entero de posibles culpables, y ahora podría inventar un crimen de 300 o 400 víctimas, porque no hay un único individuo liquidable, si no soy yo mismo, dijo Mazotti, y su abatimiento se convirtió en una especie de apasionamiento. El que ha disparado todo esto he sido yo, acudiendo honradamente a los fiscales para evitar una estafa nacional, un atentado contra el sistema financiero de mi país.

No soy un pederasta, soy un patriota, sentenció Mazotti con verdadera convicción, y bebió más vino, y alcanzó ese momento en que hablando con otros descubrimos nuestra soledad infinita y, a pesar de eso, seguimos hablando como si estuviéramos solos, sin vergüenza, o con una vergüenza solitaria, la más persistente, incurable y subterráneamente dolorosa. Yo he provocado todo esto. Culpa mía son estos cientos de copias circulando, miles quizá, y en cuanto se cumpla el ultimátum islámico los periódicos dispondrán de páginas libres y empezarán a publicar extractos, adelantos, fascículos monográficos, por entregas, de mis nueve horas de conversaciones con Stefania y Nicoletta, dijo Mazotti, a propósito de un asunto que lo conmovía mucho más que la Cuarta Guerra Mundial anunciada por el cardenal de Milán, con su sanguinaria consternación de coches-bomba, aviones-bomba, trenes-bomba, bolsas-bomba, bom-bas-bomba. El economista Mazotti daba por supuesto que sobreviviría a la hecatombe universal potencial y seguiría personalmente angustiado, en sus tinieblas íntimas universalmente insignificantes, indestructibles, 2.000 páginas de tiniebla insignificante e indestructible. Si quemáramos todas las copias en circulación y elimináramos las grabaciones informáticas, las 2.000 páginas revivirían sin fin en los ordenadores existentes a los que han llegado por correo electrónico, y, aniquilados todos esos ordenadores, continuarían almacenadas en los servidores de Internet y en los controles militar-policiacos sobre Internet. Esto es imborrable, imperdonable, inolvidable, dijo Mazotti, y cerró los ojos en el deseo de que, al abrirlos otra vez, todo hubiera sido borrado y perdonado y olvidado. Abrió los ojos y vio el restaurante como un barco inmóvil y la copa vacía.

Volvió el camarero, menos sonriente ahora, en actitud de conmiseración y duelo por el dottore Mazotti. Aunque no lo habría oído lamentarse en voz muy baja, los camareros tienen especial habilidad para percibir las palabras más secretas. Me voy, cargue todo lo que los señores tomen a mi cuenta, dijo Mazotti. De ningún modo, dijo Trenti. Cargue todo a mi cuenta, repitió el economista, de pie en el salón luminoso de sol tardío e indirecto, gigante en declive, el economista Franco Mazotti. El hundimiento de los imperios es buen momento para reflexiones melancólicas y morales, pero Trenti no dijo nada mientras miramos a Mazotti dar pasos contundentes por la plaza, aplastado por el peso en los hombros del equivalente a los dos volúmenes de la guía telefónica de Roma, y el bulto de los tres teléfonos móviles en los bolsillos de la americana de alto funcionario, teléfonos pesadísimos, cargados con todas las conversaciones mantenidas y todas las palabras dichas, ahora girando en la cabeza de Mazotti como un sistema planetario de múltiples cuerpos celestes de distinta densidad. El economista atravesaba piazza di San Cosimato con la ansiedad de habernos dicho todo y no haber dicho nada de lo que esencialmente quería decir. La plaza era el patio de un cuartel vacío, y de repente, paso a paso, perdió peso Mazotti, como si volaran las páginas de las guías telefónicas que cargaba sobre los hombros, y Mazotti voló hacia una mancha rosa de cabellera negra y ríspida, una niña próxima a los dos metros de estatura, en evidente período de crecimiento, descuajaringada, desarticulada, desunida, escuálida jirafa humana, de largas extremidades que crecen de repente y dejan a su dueña sin saber utilizarlas con precisión, derribando vasos y rompiéndolos, un desastre adolescente, casi de espaldas, cara siempre semioculta como la de Jesucristo en las películas hollywoodenses de 1960, con menos de medio cuerpo, entre el cuello y los muslos, cubierto por una coraza rosa elástica, desnuda la carne y desamparada, sandalias planas e infantiles, y el economista de la Banca d'Italia, Franco Mazotti, fue hacia la niña, ligerísimo, marcados los móviles en el bolsillo como monedas en el bolsillo de un idiota, la cabeza elevándose para ver la felicidad que se acerca, niño que sale de un colegio cruel y encuentra que su madre lo está esperando con un paraguas, porque llueve, aunque esto yo no lo haya vivido y solamente lo haya leído en una novela.

IX. LOS CRUZADOS

He madrugado muchas veces y nunca he soportado madrugar, como Descartes, que se educó en un colegio jesuita, como yo. A Descartes le pesaba madrugar. Sus jesuitas lo dejaban levantarse a la hora que quisiera, pero madrugar le costó la vida cuarenta años después del colegio. La reina de Suecia, Cristina, lo había acogido bajo su protección en Estocolmo y lo invitaba a veladas filosóficas palaciegas, a las cinco de la mañana. Descartes, que se levantaba poco antes del mediodía, a las once, tuvo que empezar a levantarse a las tres de la madrugada para estar a las cinco en palacio y charlar un rato sobre la certidumbre y la duda. Se resfrió, cogió una pulmonía y se murió por servir a la reina. Eran las cuatro de la mañana. Alma mía, es hora de irse, dijo, pensando que lo esperaban en palacio a las cinco en punto, y se durmió definitivamente para no tener que levantarse. Yo siempre me acuerdo de Descartes cuando, para coger un avión o terminar una traducción que ha de ser entregada antes del mediodía, me levanto en plena noche.

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