Justo Navarro - F.

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F., a los treinta y cinco años, prometió no vivir más de cincuenta. Estaba con un amigo en una plaza de Reus, era una tarde de junio de 1957 y dijo que pensaba matarse antes del 20 de mayo de 1972, día de su cincuenta cumpleaños. Justo Navarro, poeta, traductor, crítico literario y novelista, persigue la deriva de una vida, sigue el rastro de las mujeres, de las lecturas, de los trabajos y los días de un poeta que creía más en la inteligencia que en la inspiración, de un escritor que afirmaba que el único tema que le interesaba eran las mujeres, y cuando las mujeres le abandonaban huía al estudio de las lenguas, el griego, el latín, el ruso, el polaco, de todas las lenguas germánicas, al estudio de otras palabras que borran aquellas que no pueden ser pronunciadas ni pensadas. Un crítico indispensable del que Gil de Biedma dijo que era el hombre más inteligente que había conocido, el hombre sin edad que seducía a los las jóvenes y había alcanzado una extraordinaria perfección en el arte de interpretarse a sí mismo en los cafés, el traductor que había traducido a destajo a Dashiel Hammett en la España franquista, cuando Hammett se preparaba para morir, acosado por el FBI, América, las deudas, la vida. Porque F. es Gabriel Ferrater, poeta, traductor, crítico literario y, al menos una vez, novelista. Y esta historia de F., esta indagación sobre Ferrater, esta novela o memoria, que puede leerse como el informe que escribiría un detective de Hammett que también fuera escritor, como Hammett, como F., como Justo Navarro, concluye en la fecha en que Ferrater fijó su destino. Todos los datos están aquí y, si hay un enigma, también está aquí. Aunque los personajes y lugares, reales o ficticios, sólo aparezcan como personajes y lugares imaginarios. Y la única respuesta sea la pregunta.

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Aunque algo suyo le trajo luz y suerte a Ferrater, oscuro juzgaron a Galois los árbitros de la Academia. Sólo se ocupaba de problemas abstractos y misteriosos de álgebra pura, y su exagerado deseo de concisión era la causa de un defecto: la oscuridad. Sólo dejó una docena de páginas de demostraciones muy fáciles de entender, dijo un sabio: basta dedicarse exclusivamente a ellas uno o dos meses sin pensar en ninguna otra cosa.

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Ferrater había escrito miles de páginas sobre pintores, escritores y gramáticos de las principales lenguas de Europa, pero casi no contaba con lo que los expertos llamarían una obra: ¿bastaban sus tres libros de poemas? Los críticos en aquel año feliz de 1967 lo juzgaron el mejor poeta de Cataluña por Teoría de los cuerpos, como si le hubiera dado suerte el recuerdo de Galois, ese matemático absurdo y revolucionario (los matemáticos tienen fama de razonables, pero suelen ser tan absurdos como los ajedrecistas, que muchas veces son también matemáticos o estudiosos de Shakespeare o proyectistas de vehículos blindados para una guerra mundial), aunque no cambió mucho la vida después de Jill. No cambió la necesidad de no volver a casa, la necesidad de un encuentro callejero más y otro bar siempre antes de llegar a la puerta de casa, la necesidad de una palabra más, otra palabra y otra palabra que naturalmente exige una respuesta (un ping-pong feliz). Es el clima mediterráneo, Barcelona, dijo Ferrater, te aniquila el calor en la calle y el frío dentro de las casas, y Ferrater prefería una zona intermedia, la terraza del bar o el bar abierto, zona neutral para hablar socráticamente de esas cosas que en el momento parecen inolvidables y esenciales y enseguida no se recuerda que parecieron inolvidables: ni se recuerda que fueron pronunciadas.

Había alcanzado una extraordinaria perfección en el arte de interpretarse a sí mismo en los cafés: el instinto de sorprender se había convertido en pura técnica verbal, aunque representarse a sí mismo en solitario le parecía insoportable: temía el momento de silencio final y temía el momento en que las palabras amenazan con irse, la gente se va despidiendo, quedan tres, quedan dos, los camareros empiezan terroríficamente, como forenses en la morgue, a limpiar la máquina de café y a levantar las mesas. Entonces Ferrater encontró un nuevo empleo: profesor universitario de lingüística y crítica literaria. Su vida parecía ordenarse mientras vivía medievalmente, en la calle: las aulas y los cafés estaban comunicados por tuberías de líquido verbal, y Ferrater seducía a los jóvenes, que lo aplaudían en las asambleas estudiantiles y en el café, mientras sus coetáneos empezaban a mirarlo con mortífera benevolencia, condescendencia o desprecio clínico que lo desmaterializaba o lo transformaba en caricatura: el Fenómeno bebedor de gin que se lleva a las mujeres más jóvenes y en un momento te da el nombre inútil del verdugo que no llegó a ejecutar a Francois Villon y un segundo después explica pueril y humorísticamente el procedimiento para delimitar con una bala de cañón de 24 libras el perímetro de la africana ciudad de Melilla, de acuerdo con el tratado hispano-marroquí de agosto de 1859.

Aunque ahora dicen que por aquel entonces, hacia 1971, estaba acabado, su vida profesional era intensa: impartía clases de lingüística y crítica, y otra vez ofrecía su criterio profesionalmente fulminante a la magna editorial Seix Barral donde ahora su hermano de Edmonton era director literario. Leía y hablaba y escribía artículos de lingüística para enciclopedias que perdurarían polvorientamente, y pasajeros informes sobre ensayos italianos y novelas japonesas y alemanas y americanas, teatro inglés, libros de antropología, arte, lógica, lingüística y psicoanálisis, economía, historia del mundo y de las ideas, filosofía del lenguaje, comunicación y computadoras y proxémica. Era el monstruoso Hombre Enciclopedia, y escribía y hablaba y leía y traducía a los grandes lingüistas americanos y hablaba y no quería dejar de hablar nunca. El hombre friolero buscaba el exterior, y entonces, en abril de 1972, nevó: nieve de primavera en las montañas que limitan Barcelona. Hace demasiado frío en este país, pero al día siguiente un sol te llena la casa de luz y te alegra la vida, dijo Ferrater.

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Poco antes lo habían invitado a una fiesta. Su antiguo jefe Barral recordó más tarde una fiesta de imposible reconciliación entre amistades estropeadas por el tiempo. Esto pasa: no se recuerda uno a sí mismo con especial afecto y no tiene por qué recordar con mayor afecto a los compañeros de la pasada insensatez. Uno, pensando en quien fue, probablemente se llamaría insensato, como les llamaría insensatos a los amigos viejos: la sabiduría se manifiesta mejor, superior, en juicios negativos. Una buena discusión había electrizado siempre a Ferrater, hombre anguloso que a veces producía un espeluznante ruido de mandíbulas (como si fuera a devorar a su interlocutor ante el público real o imaginario), especialista en razonados informes bibliográficos sobre el mundo y las personas, profesionalmente fulminante y personalmente fulminante detrás de las gafas negras, un detective de film americano o un James Dean gastado, un strong silent man hablador. Barral recordó que, estropeada la fiesta por Ferrater y las viejas amistades estropeadas, lo acompañó a Sant Cugat, donde Ferrater exigió ser abandonado en mitad de la noche, ante un camino de árboles. Quería buscar un bar, una gasolinera, alcohol y tabaco (sus tres necesidades básicas habían sido toda la vida los libros, el alcohol y el tabaco, dijo una vez, y la más difícil era el tabaco (después de la guerra usaba el idioma catalán para comprar tabaco en Barcelona a camareros que traficaban con tabaco rubio: el que hablaba catalán en 1950 no podía ser un policía, dijo Ferrater)). Se adentró en el camino de árboles, a oscuras, como si hubiera oído una voz en la montaña. Oyó cómo se iba el coche de Barral. Oyó una voz a la que suele darse el nombre de silencio, como dijo Georg Büchner.

Se rompió las gafas otra vez, chocó contra un árbol en aquel camino antiguo y a oscuras, uno de esos árboles con bandas blancas que se iluminan y guían al viajero cuando reciben la luz de los faros. No había faros. Se quedó sentado hasta que fue de día, como si algo lo hubiera agarrado y hubiera luchado contra él toda la noche, y lo encontraron los vecinos, como a Galois después del duelo, herida la frente, las gafas rotas otra vez, otra vez en uno de esos instantes de ansia de pureza: el deseo de retroceder hasta antes de las gafas rotas, o el deseo de avanzar inmensamente, hasta el olvido, lejos de la vergüenza, hasta la plaza Prim de Reus, no muy lejos de la catedral donde dicen que está guardado el corazón del pintor Fortuny, hasta el Teatro Fortuny donde el niño Gabriel Ferraté Soler está recitando un poema de Baudelaire, hasta el colegio de curas en llamas en 1936, hasta un abrazo en Kensington o Mongat o Sant Cugat. En la plaza Prim, a los treinta y cinco años, le está diciendo a su amigo Salinas que no cumplirá cincuenta, que se matará antes. Un mes antes de cumplir los cincuenta, el viernes 21 de abril de 1972, el Apolo XVI lanza una llamada de auxilio: peligra el alunizaje del módulo Orion por avería en la nave nodriza pilotada por Hattingly. ¿Podrán volver los astronautas a la Tierra? A las tres de la madrugada, en México, según el mismo periódico, el galán del cine español Jorge Mistral se ha pegado un tiro en el pecho mientras leía el guión de la telenovela Los hermanos Coraje y después de haber actuado esa misma noche en la comedia Los enemigos no mandan flores. Dejó una nota: «Es feo y desagradable momento este.» Última hora: En las montañas Descartes han alunizado felizmente los astronautas Young y Duke, tripulantes del Orion. Ferrater siguió viviendo como si tal cosa, porque cada cosa exige su tiempo, y empezó a redactar una obra für ewig, para siempre, una gramática de la lengua catalana que quizá exija décadas de trabajo. Había alcanzado el sentido de la intemporalidad a un mes de cumplir cincuenta años. Y así, veinte días antes de los cincuenta, cumplió lo que prometió una vez en un café de Reus.

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