Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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La tierra siguió levantándose durante tres meses y produciendo sonidos como si estuviera inspirando, conteniendo la respiración y exhalando después. Todos vivían en tiendas que fueron arrastradas y hechas trizas por una helada tormenta prematura, sólo para ser claveteadas y levantadas de nuevo. Durante la primera parte del invierno hasta quince personas vivieron en una misma tienda luchando contra la tiritona, y luego fueron levantados los barracones de madera, inconcebiblemente espaciosos en comparación pero casi tan fríos como las tiendas. Antonia pasó tres meses fuera en unas vacaciones organizadas por la reina en campamentos originalmente construidos para los huérfanos de la guerra civil, y volvió de allí con piojos y liendres y un chocante vocabulario a base de palabrotas y términos diversos para las partes pudendas. Al año empezó la reconstrucción, y tres años después quedaba completada. Antiguas y bellas ciudades de estilo veneciano renacieron convertidas en mediocres aglomeraciones de cajas de hormigón blanqueado. Un pueblo fue totalmente reconstruido por un filantrópico exiliado que derrochó su fortuna en forma de agua corriente, alcantarillado, calles macadamizadas y farolas de hierro forjado, y quedó tan bonito como Fiskardo, la única población que había sobrevivido intacta. El pueblo de Pelagia fue reconstruido un poco más abajo y más cerca de la nueva carretera construida por ingeniosos ingenieros franceses, y ella hubo de abandonar su vieja casa, con los tesoros y reliquias del escondite sepultados, al parecer, irrevocablemente.

Dado que el terremoto había consistido en ondas de compresión, en la tierra se habían abierto muy pocas fisuras. Pero poco después del desastre un bombero italiano descubrió una. Había venido desde Argostolion en un jeep prestado por un americano, y se quedó delante de la desierta y desmoronada casa de Pelagia, mirándola con turbada consternación. Atravesó el patio del olivo partido y reparó en una brecha abierta en la tierra. Al mirar abajo vio un esqueleto con el esternón y las costillas astillados, la mandíbula destrozada en el imponente cráneo y unas empañadas monedas de plata en las cuencas de los ojos que le daban una expresión de tristeza, asombro y reproche.

El bombero lo contempló unos minutos hasta que algo le hizo estremecer de nuevo. Buscó una amapola entre las piedras, la arrojó sobre el cadáver y luego fue en busca de una pala al jeep. Apenas había empezado la tarea de sepultarlo de nuevo cuando otra vibración le hizo perder el equilibrio, y la tierra roja se cerró una vez más sobre los colosales huesos de Carlo Guercio.

67. EL LAMENTO DE PELAGIA

Este lugar era mi refugio individual, la esencia de mi memoria. En esta casa me tuvo mi madre, brillantes sus ojos castaños, y en esta casa murió. Y mi afligido padre reunió todo su amor y me lo entregó, y me crió y me hizo insípidas comidas de hombre e hizo que mis pies crecieran hacia la tierra contándome las historias de la casa. Me hablaba con mucho amor, trabajaba para mí, me dejaba ser niña. Cuando estaba cansada me cogía y me llevaba en brazos, me metía en cama y me acariciaba el pelo, y a oscuras le oía yo decir: «Koritsimou, si no fuera por ti, si no fuera por ti…», y entonces meneaba la cabeza porque por una vez se quedaba sin palabras, su corazón era demasiado grande para contenerlas, y yo cerraba los ojos y me dormía con la nariz inundada del olor del tabaco y los ungüentos, y en mis sueños no aparecían turcos ni monstruos que me asustaran, y algunas noches creía ver pasar a mi madre por la puerta, sonriendo.

Y por la mañana, él venía a despertarme y me traía chocolate y me decía: «Voy a la kapheneia, procura estar levantada cuando vuelva», y siguió diciéndome lo mismo hasta que cumplí veinte años, y yo me quedaba tumbada más feliz que una monja con el nuevo día, pensando en lo que iba a hacer, y él entraba y me decía: «Señorita perezosa, esta vez por poco te pesco», hasta que yo empecé a decírselo a él, y él se reía y decía: «Bueno, hoy voy a hablarte de Pitágoras, y esta noche escogerás un poema para que te lo lea y luego te diré por qué no me gustan los tuyos, y tú me dirás por qué no te gustan los míos, y después podemos enfadarnos y pelear un rato.» Y yo me ponía a saltar y le decía: «Ahora, ahora, vamos a pelear», y él me hacía cosquillas hasta que yo casi enfermaba de tanto reír, y después me hacía sentar en una silla y me peinaba dándome tirones, mientras me contaba historias aterradoras sobre abades de Creta que incineraban a sus monjes y a sí mismos para no rendirse a los turcos. Y me hablaba de islas donde las mujeres tenían cuatro maridos y nadie iba vestido, y de sitios de África donde la gente tenía el trasero más grande que quepa imaginar, y de sitios tan fríos que el mar se helaba y todo era blanco.

Pero todo eso ha desaparecido. Me siento entre las ruinas de mi casa y sólo veo que fantasmas. No hay ya otra cosa que hierba marchita y piedras resquebrajadas y un árbol cercenado. Ya no hay la mesa donde los chicos de La Scala solían cantar, ya no está Psipsina cazando ratones, no hay cabra que bala al amanecer y me despierte, ya no hay Antonio que me seduzca con sus flores y su mandolina, ni papá que regrese de la kapheneia diciendo «Este Kokolios ha dicho la cosa más ridícula que puedas imaginar».

Mi casa no es más que tristeza y silencio y ruinas y recuerdos. Me he quedado en los huesos, soy mi propio espectro, toda mi belleza y mi juventud se han marchitado, no existe ilusión de felicidad que me mueva a nada. La vida es una prisión hecha de pobreza y sueños abortados, nada más que un lento avanzar hacia el lugar que me espera bajo tierra, una conjura de Dios para desencantarnos de la carne, nada más que una llama escueta en un cuenco de aceite entre una oscuridad y otra que le pone fin.

Me siento aquí a recordar tiempos pasados. Recuerdo la música por las noches, y sé que todas mis alegrías me han sido extraídas de la boca como si fueran dientes. Siempre tendré hambre, sed y anhelo. Ah, si tuviera un hijo, un niño que llevarme al pecho, si tuviera a Antonio. Me han devorado como a un trozo de pan. Me acuesto sobre espinos y mi pozo está lleno de piedras. Toda mi felicidad era humo.

Pobre padre mío, silencioso e inmóvil, perdido para siempre. Mi padre, sí, que me crió solo y me enseñó, que me lo explicó todo, que me tomaba de la mano y andaba a mi lado. Jamás volveré a ver tu cara, y ya nunca me despertarás por la mañana. No volveré ya a verte sentado en nuestra casa en ruinas, siempre escribiendo, la pipa entre los dientes y la mirada radiante. Pobre padre mío, que nunca se cansó de curar, que no pudo curarse a sí mismo y murió sin su hija; me duele la garganta desde el día en que falleciste, solo.

Sobre estas piedras hechas añicos me quedo pensando cómo era la casa. Recuerdo a Velisarios levantando baldosas y vigas como si el que estaba debajo fuera su propio padre. Y recuerdo cuando sacó de allí al mío, cubierto de polvo blanco, la cabeza colgando en los brazos de Velisarios, abierta la boca, flácidos y colgantes los miembros. Recuerdo cuando Velisarios lo dejó en el suelo y yo me arrodillé a su lado, ciega y ebria de llanto, y acuné en mis manos su ensangrentada cabeza y vi que sus ojos estaban vacíos. Aquellos ojos penetrantes no me miraban a mí sino al mundo oculto que había más allá. Y por primera vez pensé en lo frágil y menudo que era, lo mucho que le habían traicionado, pegado, y me di cuenta de que sin su alma era tan liviano y delgado que hasta yo podía levantarlo. Y entonces incorporé su cuerpo y estreché su cabeza contra mi pecho, y se oyó un grito prolongado que debió de ser mío, y vi tan claro como se ve una montaña que él era el único hombre a quien yo había querido que me quiso hasta el final, que jamás hirió mi corazón y que en ningún momento me falló.

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