Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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68. LA RESURRECCIÓN DE LA HISTORIA

El terremoto cambió las cosas de tal manera que hoy en día sigue siendo el único tema importante de conversación. Mientras en otros lugares se discute sobre si el socialismo tiene futuro o si fue buena idea abolir la monarquía, los cefalonios hablan de si habrá un nuevo terremoto y si será tan virulento como el último. Viven a la sombra del apocalipsis, y cuando aparentan estar hablando de socialismo y de monarquía, de hecho están pensando en 1953. En esa pausa durante la cual alguien se olvida de lo que estaba diciendo, o esa momentánea interrupción del tránsito del tenedor hasta la boca. Como el Marinero Antiguo, no pueden resistir la tentación de abordar a los desconocidos para contarles lo que pasó, y las guías turísticas se las ingenian para convertir los hechos en frases que hacen concebir esperanzas sobre las perspectivas de una mejoría. Los viejos relacionan un año determinado con su posición anterior o posterior al terremoto, del mismo modo que sigue siendo costumbre referirse a los acontecimientos del año en función de si son antes o después de la fiesta del santo. La catástrofe logró que mucha gente recordara la guerra como algo trivial y sin trascendencia y renovó su gusto por la vida. Ahora podía uno despertar por la mañana y sentirse agradecido y asombrado de seguir con vida en una casa sólida, e irse a dormir por las noches con la sensación de absoluto alivio de haber vivido un día de lo más corriente y anodino.

Enamorados que habían postergado su boda se casaban enseguida, y parejas de años de matrimonio insatisfactorio se miraban asombrados de haber malgastado tanto tiempo e inmediatamente se divorciaban. Se estrechaban los lazos en la familia, pero los que tenían problemas familiares ponían el mar de por medio y emigraban lo más lejos posible.

Las tres habitantes de la nueva casa matriarcal estaban cada vez más unidas, estructurando sus vidas en torno al único pilar de la culpabilidad atroz de Pelagia. Insomne y a veces histérica, se reprochaba sin cesar el haber jugado un papel decisivo en la muerte de su padre. «Él tenía setenta años -le decía juiciosamente Drosoula- y le debía una muerte a Dios. Fue mejor morir así, intentando salvarnos a nosotras, y tan deprisa».

Pero Pelagia no aceptaba tales razonamientos. Sabía que en el momento de la catástrofe no había pensado en otra cosa que en salvarse ella, y sabía que al ver caer a su padre ella debió haber intentado, aun a costa de su propia vida, arrastrarlo hacia la puerta antes de que el techo cediera. Una vez y otra reproducía mentalmente la manera en que se había sentido tan impotente como una mosca en un huracán, el modo en que toda idea racional había sido expulsada de su pensamiento, el modo en que el vínculo de la sangre y el cariño había quedado anulado por los espantosos rugidos y brincos del suelo. Pero era en vano. Por más explicaciones y excusas que buscara, había un hecho irrefutable: había abandonado a su padre en la hora del máximo peligro; él la había salvado sacudiéndola de su abstracción, y ella lo había dejado morir. No era el quid pro quo de una hija cariñosa y obediente.

Pelagia desembocó en un laberinto de autorrecriminación y remordimiento. Descuidó su aspecto externo y sus tareas domésticas, prefiriendo sentarse junto a la tumba de su padre y vigilar la llama eterna que ella atendía en un farol de cristal rojo, mordiéndose los labios hasta hacerlos sangrar y deseando poder hablar con él. Podría haberlo hecho a través de la losa de mármol negro con su vieja pero sonriente fotografía, pero se sentía indigna de dirigirle la palabra. Con el cabello entrecano en desorden y la cara descolorida, se quedaba allí como si esperara que el espectro de su padre se alzara de la tierra y la cubriera de reproches. Cuando en enero soplaba un levante horrible o arreciaba la tormenta, ella se tocaba la cabeza con su chal negro, se levantaba de su silla junto al hornillo y agachaba la cabeza para enfrentarse a los elementos, cuesta arriba en un peregrinaje repetido hasta a la saciedad, obsesionada por la idea de que la llama no se extinguiera. Arrodillada entre los susurros del viento, inclinada sobre su farol para protegerlo de la lluvia, calentándose las temblorosas manos en el cristal, Pelagia transformaba su vida en una larguísima penitencia, una prolija disculpa. En aquellos días era capaz de creer que Dios se había llevado a Antonio porque en su divina presciencia había sabido siempre que ella iba a fallarle a su padre, concibiendo al primero como su castigo, y previendo al segundo como su pecado. Drosoula perdió la cuenta de las veces que ella y Antonia habían tenido que subir hasta el cementerio para llevarse a Pelagia, atormentada y suplicante, las manos temblando y las piernas aparentemente desgonzadas por las rodillas.

Un día, Antonia y Drosoula no pudieron más. Su compasión había ido tornándose en ira y fastidio, y la vieja y la muchacha conspiraron para devolverle el juicio.

– El problema -decía Drosoula- es que durante la guerra perdió a alguien que quería mucho, y esta muerte de ahora ha sido la gota que ha colmado el vaso.

– ¿Es el fantasma del que habla siempre?

– Sí. Se llamaba Corelli, era músico.

– ¿Tú crees que lo ve de verdad, o dirías que se ha vuelto loca?

– Antes no estaba loca. Los fantasmas pueden aparecerse a quien les dé la gana, pero los demás no los ven. Lo que le ha aflojado los tornillos es la muerte del abuelo.

La niña se estremeció.

– Pobre abuelo.

– Había pensado pedirle consejo al cura -dijo Drosoula.

– Pero si también está loco desde lo del terremoto. ¿Y si nos disfrazamos de fantasma del abuelo y vamos a decirle que no fue culpa suya?

– La idea es buena -dijo Drosoula enarcando una ceja-, pero Pelagia no es tonta, por más loca que pueda estar. No es fácil hacer de fantasma, sabes. Yo soy demasiado alta y tú demasiado baja, y no tenemos ni idea de hablar como lo hacía él; todas esas palabras que ocupan tres páginas enteras si las escribes, y esas frases que podrían llenar un libro de la primera a la última página, y recuerda que eso aún podría empeorar las cosas.

– ¿Por qué no la atamos a la cama y le damos una paliza?

Drosoula suspiró con ansia al evocar aquella agradable imagen, y se preguntó si la cosa funcionaría. En los viejos tiempos, incluso de niña en Turquía, solían curar a los dementes a base de palizas hasta que les daba miedo seguir estando locos. Había funcionado entonces, pero no había modo de saber cuánto había cambiado la naturaleza humana en aquellos años. Sospechaba que de todos modos la locura de Pelagia tenía algo de autocomplacencia, una suerte de egomanía masoquista, y que una paliza podía resultarle algo merecido antes que disuasorio. Tomó las manos de la niña entre las suyas, la besó en la coronilla y se le iluminaron los ojos.

– Tengo una idea -dijo.

Así pues, mientras desayunaban a la mañana siguiente, Antonia proclamó de súbito:

– Esta noche he soñado con el abuelo.

– Qué curioso -dijo Drosoula-. Yo también.

Miraron a Pelagia esperando alguna reacción, pero ella siguió desmenuzando un trozo de pan.

– Me decía que se alegraba de haber muerto -prosiguió Antonia-, porque ahora puede estar con la madre de mamá.

– Pues a mí no me dijo eso -replicó Drosoula, a lo que Pelagia preguntó:

– ¿Por qué habláis como si yo no estuviera?

– Porque no estás -observó brutalmente Drosoula-. Hace mucho tiempo que no estás aquí.

– ¿Qué te dijo, entonces? -preguntó Antonia.

– Que quiere que tu mamá escriba la Historia de Cefalonia que quedó sepultada durante el terremoto. Que la termine por él. Dijo que saber perdidos sus escritos le quita toda la gracia al hecho de estar muerto.

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