Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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Como las calles eran anchas, en Cefalonia hubo pocas víctimas; los pueblos consistían principalmente en edificios de un solo piso separados por patios y vertederos de basura. Se produjeron los habituales milagros con personas que habían perdido la noción del tiempo y emergían de entre los escombros después de nueve días, creyendo que sólo habían transcurrido unas horas.

Los marineros británicos se afanaban sudorosos bajo el achicharrante calor, quejándose amargamente del olor a heces que impregnaba el muelle y de las quemaduras de sol que les dejaban la piel a tiras. Rojos como cardenales, dinamitaron edificios peligrosos (que a la postre resultaron ser todos), de modo que la isla parecía haber quedado aún más desolada gracias a ellos, causando nuevas oleadas de pánico entre los enloquecidos isleños, que no distinguían entre réplicas de seísmo y explosiones, y a quienes los marineros, poco versados en geografía y en circunloquios corteses, llamaban jovialmente wogs. *En sus tablones de anuncios, prendidos con chinchetas entre el reglamento vigente y las instrucciones especiales, aparecían los resultados invariablemente atrasados del partido de criquet entre Inglaterra y Australia.

Los trabajadores de la ayuda exterior levantaban ciudades de tiendas de campaña y abrían gigantescos aparcamientos para jeeps y camiones. A los gruñidos de la tierra inquieta se sumó el estupidizante traqueteo de los helicópteros y el rugido renqueante de las excavadoras intentando despejar los desprendimientos que habían aislado las comunidades más remotas, cuya población llegó a pensar durante tres días que los habían olvidado y abandonado a merced del hambre y la sed. Una aldea de Zante se hallaba al borde de la desesperación, cuando un aeroplano lanzó el mejor pan que habían probado nunca y cuyo sabor permanecería para siempre en su memoria colectiva como anticipación del paraíso que ninguna ama de casa mortal sería capaz de recrear. Al pan siguieron las latas de cecina y el chocolate, este último a punto de derretirse al tocar el suelo y siendo lamido por los aldeanos en su mismo papel de plata y nuevamente lamido a continuación por los perros antes de tragarse envoltorio y todo.

La tripulación del Franklin D. Roosevelt producía diariamente siete mil barras de pan que entregaban en puertos desmoronados y en playas de arena mediante lanchas de desembarco más acostumbradas a ametralladoras, tanques y tropas. Un oficial americano iba de un lado a otro con un pequeño diccionario repitiendo «¿Hambre?» con escasa entonación interrogatoria y señalándose la boca para dar énfasis a sus palabras, hasta que algunos lugareños se apiadaban de él y le organizaban un banquete con lo poco que podían conseguir. Cuando los americanos se marcharon, sus tiendas y cubos de basura fueron objeto del pillaje generalizado, y durante toda una década aquellos milagrosos abrelatas no más grandes que una hoja de afeitar fueron moneda corriente en sustitución de la calderilla o los cortaplumas cuando los muchachos de las islas hacían sus trueques e intercambios.

Los griegos, por su parte, reaccionaron de distinta manera según hubiera o no entre ellos un líder natural. Donde no apareció ninguno la gente cayó en la melancolía, perdió la noción del tiempo, se volvió apática e indecisa y padeció espantosas pesadillas. Ninguno lloró, las lágrimas estaban superadas. Ni siquiera pusieron anuncios, como en otras partes, concertando citas con parientes y amigos.

Durante el seísmo propiamente dicho una cuarta parte de la población, como el doctor, no fue presa del pánico, pero luego las tres cuartas partes restantes recordaron haber abandonado a sus hijos y a sus padres de edad y padecieron la tortura de una humillación total. Hombres fuertes se sentían cobardes y estúpidos, y a la sensación de haber sido golpeados frívola y gratuitamente por el Creador vino a sumarse una insidiosa y horrible sensación de inutilidad. El corazón les daba un vuelco al menor rebuzno de mula, crujir de puerta o arañar de gato.

Algunos griegos emprendedores no perdieron tiempo en montar sus negocios, vendiendo ávida y oportunistamente propiedades del gobierno tales como sellos. Otros abrían puestos de fruta, y el gerente de un banco de Argostolion llegó a poner una mesa delante de su banco en ruinas dirigiendo sus transacciones normales y disfrutando por primera vez de su trabajo. En Ítaca alguien colgó una sábana e inauguró un cine. Clubs juveniles de toda Grecia llegaban a las islas en vacaciones de trabajo, y si alguno mostraba miedo ante el latir y respirar de las rocas los demás reían y le tomaban el pelo.

Surgieron los más inverosímiles salvadores. Aunque siempre se le había tenido por plácido y más bien lerdo, Velisarios tomó el mando en el pueblo de Pelagia. Tenía ahora cuarenta y dos años y, vanidad aparte, sabía con certeza que era más fuerte de lo que había sido nunca, aunque le faltara el brío inconmensurable de la juventud con todas sus fantasías de seguir eternamente joven. El terremoto le despejó de alguna manera el cerebro, igual que a Drosoula le curó el reumatismo, y fue como si una luz se hubiera encendido por si sola en medio de la percepción animal y los reflejos instintivos que formaban el caudal de su mente.

Fue Velisarios quien emprendió la tarea de poner el pueblo en pie, y fueron los agradecidos habitantes del mismo los que le siguieron. Con una fortaleza que parecía mayor aún que la del propio terremoto, Velisarios se deshizo de las vigas y las piedras que aprisionaban el cuerpo destrozado del doctor Iannis, consciente de que la putrefacción traía consigo enfermedades, y después congregó a los confusos y los desesperanzados y los dispuso en pequeños grupos de trabajo con tareas variadas. Él mismo bajó al pozo y empezó a vaciarlo de los cascotes que lo habían llenado, trabajando con tanto ahínco que consiguió agotar a dos cuadrillas de fajina sin haber descansado él. Si nadie sufrió sed fue únicamente gracias a Velisarios.

Corrió el rumor de que la isla se estaba hundiendo en el mar y que el gobierno había ordenado a toda la población evacuarla en sus barcas. Mientras los crédulos y los bobos corrían a sus casas en ruinas para recoger lo imprescindible e iniciar el éxodo, Velisarios hablaba con uno y con otro apelando a la codicia y al sentido común de la gente. «¿Sois tontos? -les preguntaba-. Eso es un disparate divulgado por gente que sólo quiere saquearlo todo. ¿Queréis quedaros sin nada y que os tomen por imbéciles? Al que se vaya le rompo la crisma, lo juro. Cefalonia no se hunde, flota. No seáis burros, porque eso es lo que quieren ellos.» Cuando la gente se dispersaba gritando a cada una de las mil réplicas del seísmo, fue Velisarios el que les decía que volvieran al trabajo, y en más de una ocasión sacó a los holgazanes y los miedosos de sus escondrijos y los amenazó con partirles la cabeza si no volvían a sus quehaceres. Con su lanudo pelo gris, sus sienes perladas de sudor, su pecho peludo como el de un oso y sus piernas más gruesas que columnas, Velisarios intimidaba a todo el mundo para que recobraran la cordura y siguieran trabajando. Hasta convenció a Pelagia de que cubriera el cadáver de su padre y fuera a atender a los heridos. Ella entablilló y arregló dos piernas rotas, consiguiendo incluso devolverles la tracción mediante cuerdas y piedras, y untó de miel los rasguños y limpió los ojos de los bebés con una pluma y un poco de saliva. Drosoula, que al principio no había hecho otra cosa que gritar como una histérica «No nos queda nada, solamente los ojos para poder llorar», fue encargada de cuidar de los niños para que sus padres pudieran trabajar. Jugaban al escondite entre las ruinas, y al marro, y levantaban pirámides de piedras; era su pequeña contribución a la limpieza de casas y calles. Cuando por fin los trabajadores de la operación de salvamento despejaron de escombros los caminos, encontraron una pequeña comunidad viviendo en tenderetes de uralita con vigas rescatadas de los escombros, con letrinas discretas excavadas a cierta distancia del pozo, con el lugar comunitario debidamente reparado y a pleno rendimiento para que el dinero siguiese fluyendo. Al mando de todo encontraron a un gigante que, llegado a su edad provecta, sería más venerado y respetado que el maestro o el cura.

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