Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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Pero el suelo de Cefalonia no estaba inerte; era como el perro que ha dormido bajo la lluvia y se levanta para sacudirse las gotas.

Dicen que en épocas remotas todas las tierras eran una sola, y parece que los propios continentes profesan cierta nostalgia por aquel estado de cosas, del mismo modo que hay personas que dicen pertenecer al mundo y no a un país determinado, exigiendo así un pasaporte internacional y un derecho universal de residencia. Así, India empuja hacia el norte arrancando de cuajo el Himalaya, resuelta a no ser una isla sino a invadir Asia con su húmeda y tropical sensualidad. La península Arábiga inflige una astuta venganza sobre los otomanos apoyándose en Turquía con intención de hacerla caer al mar Negro. África, harta de que los blancos la consideren almizcleña, peligrosa, impenetrable y romántica, aprieta hacia el norte decidida a que Europa la mire por fin a la cara y admita de una vez que su civilización nació en Egipto. Sólo los americanos corren hacia poniente, tan resueltos a ser superiores y únicos que hasta han olvidado que el mundo es redondo y que por fuerza un día se encontrarán pegados prodigiosamente a China.

A posteriori todos se hacían cruces de no haberlo previsto, pero la última vez que había ocurrido tal cosa había sido no en Cefalonia sino en Leukos, en 1948, cuando Grecia estaba tan sumida en la barbarie que nadie más se había dado cuenta, y los signos y presagios de aquella mañana fueron considerados más extraños que portentosos.

Había terminado la guerra de Corea, aunque tropas francesas acababan de ser lanzadas en paracaídas sobre Indochina, y era un bonito 13 de agosto de 1953, próxima ya la festividad de la Asunción, tras la cosecha de la vid. Había una delgada calima y el cielo aparecía cubierto de nubes veteadas como estelas de vapor desplegadas en curiosos ángulos, como si fueran obra de un artista expresionista con alergia al orden y serias objeciones estéticas a la simetría y la forma. Drosoula había advertido un inexplicable y raro olor que impregnaba la tierra, y Pelagia había notado que el agua estaba en el nivel más alto del pozo, pese a que no había llovido. Sin embargo, al regresar allí con el balde no había encontrado rastro de líquido. El doctor Iannis, que había estado apretando los diminutos tornillos de sus gafas, descubrió asombrado que se le pegaban al destornillador con increíble fuerza magnética. Antonia, de ocho años pero alta como una niña de doce, al agacharse a recoger una hoja de papel, ésta revoloteó y se le quedó pegada a la mano. «Soy bruja, soy bruja», exclamó, dando saltos, y al salir de la casa vio que un puerco espín con dos crías abandonaba a toda prisa el patio y que un búho igualmente nocturno la inspeccionaba desde una rama baja del olivo, flanqueado por varias hileras de las nuevas gallinas de Pelagia que descansaban en sus perchas, ajenas a todo con la cabeza bajo el ala. Si Antonia hubiese mirado, habría visto que ningún pájaro volaba en el cielo, y si hubiera bajado a la playa habría visto platijas nadando cerca de la superficie, y a los otros peces saltando como si de pronto quisieran ser pájaros y nadar en el aire, mientras muchos otros se convertían en tortugas y morían en tierra.

Serpientes y ratas abandonaban sus madrigueras, las martas de los pinos cefalonios se congregaban en nutridos grupos a ras de tierra y se sentaban a esperar como melómanos antes de una obertura de ópera. Junto a la casa del doctor, un mulo atado a la tapia forcejeaba con la cuerda y daba coces a las piedras, haciendo reverberar con sus pezuñas toda la casa. Los perros del pueblo iniciaron ese torpe y enervante coro que normalmente acontece al atardecer, y cientos de grillos atravesaron calles y patios en peregrinación para esfumarse entre los espinos. Los episodios curiosos se sucedieron. Platos y cubiertos traqueteaban igual que en la guerra cuando aparecían los bombarderos ingleses. En el patio el cubo de Pelagia se volcó solo, derramando el agua que contenía. Drosoula entró en la casa sudando y temblando y dijo a Pelagia; «Estoy enferma, me encuentro muy mal, algo le pasa a mi corazón.» Se dejó caer en una silla agarrándose el pecho con la mano y jadeando de nervios. Nunca había sentido los miembros tan débiles ni los pies tan torturados por pinchos y agujas. Desde la última fiesta del santo no había tenido tantas ganas de vomitar. Respiraba boqueando, y Pelagia tuvo que prepararle un reconstituyente.

Antonia, que estaba en el patio, notó que tenía dolor de cabeza y que estaba un poco mareada, y se sintió asimismo oprimida por ese vertiginoso terror que uno experimenta al borde de un precipicio al notar que algo lo atrae hacia él. Pelagia salió y le dijo: « Psipsina , ven a ver; la otra Psipsina ha perdido la chaveta.»

Era verdad. El gato se había dado al comportamiento más misterioso que se había visto en un felino desde los tiempos de Cleopatra y los Tolomeos. Arañaba el suelo como si enterrara o desenterrara alguna cosa, y luego se revolcaba allí mismo como expresando placer o meneándose contra el escozor de sus pulgas. De pronto saltaba hacia un lado y acto seguido lo hacía en vertical a extraordinaria altura. Dirigía su mirada a los humanos durante una fracción de segundo, daba un salto mortal con una expresión pasmada que sólo podía significar asombro, y luego salía disparado para subirse al árbol. Un minuto después volvía a estar en la casa buscando cosas en que meterse. Probaba si cabía en un cesto de mimbre, metía cabeza y patas en una bolsa de papel marrón, se sentaba un rato en una cacerola demasiado pequeña para su tamaño y luego se subía por la pared para posarse, bizqueando como un búho, en lo alto de una persiana que se balanceaba precariamente y crujía bajo su peso. «Gata loca», le reconvino Pelagia, a lo que el animal saltó y brincó de un estante a otro, corriendo como poseída por toda la habitación, con un estilo que le recordó a Pelagia su epónima predecesora. La gata se detuvo bruscamente, esponjada la cola grotescamente, erizado al máximo el pelaje de su lomo arqueado, y bufó con fiereza a un enemigo invisible que parecía estar en algún punto cercano a la puerta. Luego regresó tranquilamente al suelo, se escabulló al patio como acechando alguna presa y se sentó en la tapia a maullar trágicamente, perpleja por la pérdida de sus gatitos o quejándose de alguna atrocidad. Antonia, que no había dejado de batir palmas y reír de gusto, rompió a llorar de repente, exclamó «Mamá, tengo que salir» y se fue corriendo.

Drosoula y Pelagia intercambiaron miradas de «¿Ya ha llegado a la pubertad?», cuando de la tierra bajo sus pies brotó un espeluznante rugido tan por debajo de una altura audible de sonido que más que oírse fue sentido. Las dos mujeres notaron cómo el pecho les subía y les bajaba, vibrando constreñido por senos y cartílagos, las costillas a punto de partírseles, y un dios parecía propinar potentes golpes a un bombo dentro de sus pulmones. «Un ataque al corazón -pensó Pelagia con desesperación-. Dios mío, si apenas he vivido», y vio a Drosoula agarrándose el abdomen y con los ojos desorbitados, trastabillando hacia ella como víctima de un hachazo.

Era como si el tiempo se hubiera detenido y el indescriptible rezongar de la tierra no fuera a terminar nunca. El doctor Iannis salió de estampida por la puerta del cuarto que había sido de Pelagia y habló por primera vez en ocho años: «¡Salid! ¡Salid! -gritó- ¡Es un terremoto! ¡Poneos a salvo! Su voz sonaba menuda e infinitamente remota en medio de aquella explosión gutural de ruidos cada vez más fuertes, y una sacudida lo arrojó a un lado.

Aterradas y cegadas por el frenético saltar y estremecerse del mundo, las dos mujeres se dirigieron hacia la puerta tambaleándose, fueron arrojadas al suelo e intentaron arrastrarse. Al infernal estruendo de la tierra vino a sumarse la cacofonía de platos y cacerolas cayendo en cascada, la amenazadora, desenfrenada pero melindrosa tarantela de sillas y mesa, los crujidos de paredes y vigas al partirse, el fortuito repicar de la campana de la iglesia, y una sofocante nube de polvo pestilente como el azufre que desgarraba ojos y gargantas. No pudiendo arrastrarse a gatas porque eran despedidas una y otra vez hacia arriba y hacia los lados, extendieron manos y piernas y ganaron la puerta reptando como serpientes, justo en el momento en que el techo se derrumbaba.

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