Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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En su mundo sin palabras, pensando en imágenes porque las palabras eran endebles y se alejaban de la verdad, el doctor Iannis se consolaba con Antonia del mismo modo que se había consolado con su hija tras la muerte de su joven esposa. Solía mecer a la niña en sus rodillas, arreglarle sus negros cabellos, hacerle cosquillas en las orejas, mirarla fijamente a sus ojos castaños como si aquello fuera la única forma de hablar, y a cada sonrisa de ella su corazón se llenaba de pena porque cuando fuera mayor perdería su inocencia y sabría que la tragedia desgasta los músculos faciales hasta que la sonrisa se torna imposible.

El doctor Iannis se dedicó de nuevo a la medicina, y ayudó a su hija en una inversión de sus anteriores papeles. A ella la alarmaba ver cómo le temblaban las manos cuando se ocupaba de heridas y llagas, y sabía también que él la ayudaba a pesar de su abrumador sentimiento de futilidad. ¿Para qué preservar la vida si todos hemos de morir, si la inmortalidad no existe y la salud es un efímero accidente de la juventud? Ella se maravillaba a veces del invencible poder de su impulso humanitario, un impulso tan inconcebiblemente valeroso, desesperado y quijotesco como el quehacer de Sísifo, un impulso tan noble e incomprensible como el que induce a un mártir a lanzar bendiciones mientras se consume en la pira. Por las tardes lo estrechaba entre sus brazos y lo abrazaba mientras él meditaba sobre su pasado, húmedos los ojos de tristeza, y hundía la cabeza en su pecho, sabedora de que la desesperación de él aligeraba la suya.

Procuró que continuara la redacción de su Historia, y cuando sacó los papeles del escondite y se los puso delante, él pareció dispuesto a trabajar. El doctor echó un vistazo a sus escritos, pero al cabo de una semana Pelagia comprobó que sólo había añadido un breve párrafo con una letra que había pasado de la antigua mano firme a un caos de oscilantes patas de araña y asaetadas ondas. Pelagia lo leyó y recordó algo que su padre le había dicho una vez a Antonio. Cruzando en diagonal el pie de la última página, su padre había escrito: «Antiguamente contábamos con los bárbaros; ahora, la culpa sólo es achacable a nosotros mismos.»

Durante su estancia en el escondite, Pelagia redescubrió el rifle de Mandras, la mandolina Antonia y los papeles de Carlo, que leyó de un tirón en una sola tarde, empezando por la desgarradora y profética carta de despedida y continuando por lo acaecido en Albania y la muerte de Francesco. No había imaginado que aquel simpático y viril Titán hubiera sufrido tanto por un infortunio secreto que le había condenado a ser un extraño para sí mismo. Pero al final comprendió el origen verdadero de toda su fortaleza y su sacrificio, y también comprendió que nada hay menos obvio en un hombre que lo que parece incuestionable. Vio que Carlo se había propuesto tanto perder la vida cuanto salvar la de Corelli, y se dio cuenta de que su propia hija adoptiva le habría inspirado a ella ese mismo inefable valor.

Antonia creció alta y esbelta, aproximándose día a día a la imagen clásica de la amazona tal como se representa en los jarrones de museo. Andaba a zancadas, y muy pronto adoptó el blanco como color dominante en su ropa. Era incapaz del menor decoro: cuando se sentaba en la butaca de su abuelo no sólo se chupaba el pulgar sino que dejaba una pierna colgando lánguidamente por encima del brazo del sillón, repantigada de una manera nada femenina y respondía a las reconvenciones de su madre y de Drosoula con un «No seáis anticuadas». Pelagia reconocía que, en una casa llevada por dos mujeres excéntricas, nadie más que ella misma tenía la culpa de que Antonia llevara camino de convertirse en una anomalía entre las de su sexo, proceso que el doctor padre había inaugurado con la propia Pelagia.

Excéntricas sí se las consideraba. Las casquivanas chismosas del pueblo transformaron a Drosoula, con su extraordinaria fealdad, y a Pelagia, con su intrépida falta de deferencia para con los hombres, en un par de viejas brujas regañonas. El que el doctor estuviera mudo e impotente lo explicaban por la acción de pócimas químicamente castrantes y de ensalmos otomanos, y el que Pelagia se viera forzada por la indigencia a echar mano de valeriana y tomillo en lugar de sofisticadas drogas modernas no hizo sino exacerbar la certeza de que sus métodos eran sospechosos y esotéricos. Los niños las apedreaban al pasar, se mofaban de ellas, y los adultos aconsejaban a sus hijos que no se les acercaran y a sus perros que les ladraran. Pese a ello, Pelagia se ganaba la vida, porque al caer la noche la gente acudía furtivamente a su casa, convencidos de que sus curas y sus lociones eran infalibles.

La primera gran crisis de este modus vivendi tuvo lugar en 1950, cuando las mujeres de la casa no pudieron reunir dinero suficiente para sobornar a un funcionario de sanidad a fin de que pasara por alto que el doctor y su hija carecían de título para ejercer. La prohibición de practicar la medicina pareció que les hundiría en la más abyecta miseria y les obligaría a subsistir nuevamente a base de lagartijas, puerco espines y caracoles. Pero, como si los hados les sonrieran por primera vez, un lúgubre poeta canadiense especializado en rimas sobre intentos de suicidio y lamentaciones metafísicas arribó a la isla y buscó hospedaje. Era el primero de una nueva avanzadilla de intelectuales románticos con aspiraciones byronianas. El hombre buscaba una casa sencilla entre gente sencilla del campo donde abordar de cerca las arenosas realidades de la vida.

Lo que consiguió fue una casa sencilla entre gente sencilla del mar. Avergonzada y deshaciéndose en disculpas, Drosoula le enseñó las dos habitaciones de su insalubre, húmeda, despintada y ligeramente maloliente casita en el muelle; había estado cinco años cerrada y se había convertido en refugio de cucarachas, lagartijas y ratas. Ya estaba preparándose para recibir una desdeñosa negativa cuando él mostró su conformidad y le propuso pagar un alquiler que era nueve veces y media mayor que el que ella había pensado pedir. Drosoula pensó que aquel hombre era rico además de loco, y el canadiense se alegró de haber encontrado una bicoca que hasta un poeta podía permitirse alquilar. Sintiéndose incluso culpable, ponía más dinero de la cuenta en el sobre que dejaba en la contraventana, dinero que Drosoula le devolvía puntualmente.

Tres años se quedó hasta el desastre de 1953, llenando las habitaciones de neuróticas rubias bohemias y de elegantes novelistas marxistas que exponían sus teorías conspiratorias con creciente vehemencia, rodeados de botellas de tinto barato cuyo contenido alcohólico y deletéreo efecto sobre el intelecto eran bastante más importantes de lo que ellos suponían. El poeta se hubiese quedado aun después de la catástrofe, pero cayó en la cuenta de que la relajación, el sol y la felicidad infligían daños irreparables a su inspiración. Al final se había vuelto imposible escribir poemas deprimentes, y el canadiense comprendió que urgía regresar a Montreal, vía París, donde la libertad estaba a punto de ser reconocida como la principal fuente de ansiedad.

Por su parte, Pelagia, Drosoula y Antonia se recrearon en la libertad de su riqueza sin precedentes. Comían cordero al menos dos veces por semana, y podían comprar alubias secadas ese mismo año. Es más, la botella diaria de vino tuvo sobre el doctor el saludable efecto de curarle las heridas psíquicas liberando sus recuerdos y restándoles importancia, hasta que por fin empezó a sonreír y a reír, si bien no volvió a hablar. Se había acostumbrado a dar largos paseos con Antonia, durante los cuales observaba a la muchacha disfrutando de las mariposas y saltando de un tesoro a otro de un modo que le recordaba a Lemoni de niña. El único problema que la vida les planteaba en aquel momento era que habían adoptado un gato.

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