Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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Todo esto era a la vez irónico y trágico. La ironía estaba en que si los comunistas hubieran continuado con su política de no hacer nada en absoluto, como en la guerra, se habrían convertido sin duda en el primer gobierno comunista libremente elegido del mundo. Mientras que en Francia los comunistas se habían ganado a pulso un sitio respetado en la vida política, los comunistas griegos se desautorizaban a sí mismos porque ni siquiera los comunistas creían de que había que votarlos. Lo trágico radicaba en que éste era un paso más en el aciago camino que estaba convirtiendo al comunismo en la Mayor y Más Humana Ideología Jamás Puesta en Práctica Incluso Cuando Estaba en el Poder, o quizá La Más Noble Causa que Haya Atraído Jamás el Mayor Número de Gamberros y Oportunistas.

De los millones de vidas irreparablemente malogradas por aquellos gamberros, las de Pelagia y el doctor no fueron sino dos más. El doctor fue sacado a rastras en plena noche por tres hombres armados que habían decidido que por ser republicano era fascista, y que tratándose de un médico no podía ser sino un burgués. Arrojaron a Pelagia a un rincón y la dejaron inconsciente a golpes de silla. Cuando Kokolios salió de su casa para defender al doctor, le cogieron también, aun cuando él era comunista. Con sus actos había dejado ver la impureza de sus creencias, y le hicieron apoyarse en el brazo del monárquico Stamatis cuando los tres fueron llevados al embarcadero para ser transportados.

Pelagia no sabía qué había sido de su padre ni adonde lo habían llevado, y las autoridades no se lo dijeron. Sola en la casa, sin un céntimo y desconsolada, presa de una segunda dosis de atribulada desesperación, pensó por primera vez en su vida en el suicidio. No veía otro futuro que no fuese la sucesión de un fascismo tras otro en una isla aparentemente maldita y destinada a ser una pieza más en un juego dominado por otros, un juego cuyos cínicos participantes iban cambiando pero cuyas fichas se hacían a base de sangre y cuerpos de inocentes y débiles. ¿Cuándo volvería Antonio? La guerra seguía su curso en Europa, él tal vez había muerto. Era una vida en la que su hermosura se marchitaría a causa de la pobreza y su salud a causa del hambre. Vagaba de habitación en habitación con el corazón encogido tanto por sí misma como por el género humano, y sus pasos resonaban en la casa vacía y encantada. Los nazis habían masacrado a sesenta mil judíos griegos, al menos eso decía la radio, y ahora sus propios compatriotas mataban a sus hermanos como si los nazis hubieran sido sólo un cuerpo de policía cuya partida esperaban con ansias los fratricidas. Oyó decir que los comunistas habían matado a todos los soldados italianos que habían ido a luchar con los alemanes. Se recordaba a los muchachos de La Scala, se acordaba de cuando decía que odiaría siempre a los nazis; ¿había llegado el momento, finalmente, de odiar siempre a los griegos? De las naciones que habían irrumpido en su casa para maltratarla y robarle sus posesiones, al parecer sólo Italia era inocente. Pensó en lo lentos que habían sido los británicos en venir y se preguntó qué le había pasado al teniente Bunny Warren. No se habría sorprendido de haber sabido que poco después de la liberación los comunistas le habían invitado a una fiesta para matarlo allí mismo. Aquél era el hombre que le había dicho «Haría lo que fuese por los griegos, he acabado queriéndolos». Y si ella odiaba a los griegos, ¿cuál era entonces su patria? Se había quedado sin padre, sin posesiones, sin comida, sin amor, sin esperanza, sin país.

Afortunadamente tenía una amiga. Drosoula sabía desde hacía tiempo que Pelagia ya no estaba enamorada de Mandras, que no iba a haber boda y que debido a la larga ausencia y al prolongado silencio de su hijo, éste había perdido sus derechos. Sabía también que Pelagia esperaba a un italiano, pero no sentía amargura por ello y nunca pronunció una palabra de censura. Cuando, tras el secuestro de su padre, Pelagia se presentó cojeando y sangrando en su casa y se arrojó en sus brazos, Drosoula, que también había padecido mucho, la consoló con palabras que sólo una madre habría podido decir a una hija. Una semana después cerraba puertas y contraventanas de su casita en el muelle y se mudaba a la casa del doctor en la colina. Encontró la pistola italiana con su munición en un cajón de la cómoda y se la guardó para cuando volvieran los cerdos fascistas.

Como Pelagia, Drosoula había menguado con la guerra. Su enorme cara de luna parecía haberse encogido, dándole un aire de etérea espiritualidad pese a sus labios gruesos y sus pobladísimas cejas. Sus alegres michelines habían desaparecido de sus muslos y caderas y su imponente promontorio de senos maternales había ocupado el espacio dejado por la antigua exuberancia de su tripa. La artritis le afectaba ya una rodilla y ambas articulaciones del muslo, y caminaba ahora con un movimiento de arrastre irregular que resultaba doloroso de contemplar. No obstante, su nueva e involuntaria delgadez proporcionaba dignidad a su gran estatura, y sus cabellos grises inspiraban respeto y la hacían aún más formidable. Su espíritu, aún intacto, dio fuerzas a Pelagia.

Para consolarse dormían juntas en la cama del doctor, y de día pergeñaban planes para conseguir víveres y escuchaban las historias y lamentaciones de los demás. Cogían raíces en el monte bajo, hacían germinar antiquísimas judías en unos platos, perturbaban mortalmente la hibernación de los puerco espines, y Drosoula llevaba a su joven amiga a las rocas para enseñarla a pescar y buscar cangrejos entre las piedras, volviendo con unas algas que harían las veces de verdura y sal.

Pero fue un día en que Drosoula no estaba cuando regresó Mandras henchido de supuesta gloria y nuevas ideas, confiando en encontrar la sumisa y extasiada atención de la novia que no había visto en años, y la mirada puesta en exigir una reparación.

Entró por la puerta sin llamar, se despojó de la mochila y apoyó su Lee-Enfield contra la pared. Pelagia estaba sentada en su cama dando los toques finales a la colcha que había tejido para su boda y que, milagrosamente, había empezado a prosperar impecablemente desde la partida de Antonio. Había sido el modo de establecer en su ausencia una vida en común, y cada puntada y cada nudo habían sido hechos con todo el laberíntico anhelo de su solitario corazón. Al oír ruido en la cocina dijo:

– ¿Drosoula?

Entró un hombre al que no reconoció, salvo que le recordaba mucho a la Drosoula de antes de la guerra. Tenía la misma tripa y los mismos muslos distendidos, la misma cara redonda y vulgar, idénticas cejas pobladas e idénticos labios gruesos. Tres años viviendo sin dar golpe a cuenta de la munificencia de los británicos y de lo que robaban a los campesinos habían convertido al guapo pescador en un sapo antropomorfo. Perpleja, Pelagia se puso en pie.

Mandras también estaba perplejo. Aquella chica asustada y escuálida tenía algo que le recordaba a Pelagia.

Pero aquella mujer sin pecho tenía hebras de plata en su delgado pelo negro, las flojas faldas le colgaban hasta el suelo a falta de caderas redondeadas, los labios aparecían cuarteados y resecos, y las mejillas hundidas. Mandras echó un rápido vistazo a la habitación para ver si Pelagia estaba allí, pues supuso que la otra era una prima o una tía.

– ¿Eres tú, Mandras? -dijo la mujer, y entonces él reconoció la voz.

Se quedó estupefacto, notando cómo desaparecía de golpe gran parte de su odio, confuso y pasmado. Ella, a su vez, miró aquellas facciones bastas y transfiguradas, y sintió una punzada de horror.

– Creí que habías muerto -dijo al fin.

Él cerró la puerta y apoyó la espalda contra el batiente:

– Querrás decir que lo esperabas. Pues ya ves, no estoy muerto. Estoy vivo. ¿No merezco un beso de mi prometida?

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