Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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– Antonio, si yo hubiera tenido un hijo, ése serías tú. Tienes un lugar en esta mesa.

En lugar de la respuesta obvia, que en virtud de su obviedad habría sonado forzosamente hueca, Corelli se levantó y se aproximó al doctor, quien a su vez también se levantó. Se abrazaron, se palmearon en la espalda y después el mayor de los dos de pura emoción, abrazó también a su hija.

– Cuando haya terminado la guerra, volveré -dijo Corelli-. Hasta entonces, sigo estando en el ejército y es necesario deshacerse de los alemanes.

– Llevan las de perder -dijo el doctor-. Esto no durará mucho.

– ¡No vuelvas al combate! -exclamó Pelagia-. ¿No has hecho ya suficiente? ¿No te bastan tantas muertes? ¿Y yo? ¿Es que no piensas en mí?

– Pues claro que piensa en ti. Acabando con ellos tú podrás salir de casa sin miedo.

– Carlo lo habría hecho. No puedo ser menos.

– ¡Qué estúpidos sois los hombres! -exclamó ella-. Si entregarais el mundo a las mujeres, veríais lo que es bueno.

– En el continente muchos andartes son mujeres -dijo Corelli-, y muchos partisanos y yugoslavos también lo son. Habría combates igual, además el mundo ha conocido ya suficientes reinas sedientas de sangre. Es importante derrotar a los nazis, creo que no hay nada más evidente.

Pelagia le miró con desaprobación y contestó en voz baja:

– Era importante derrotar a los fascistas, pero tú luchabas a su lado.

Corelli se encendió y el doctor creyó oportuno intervenir:

– No dejéis que nos estropeen este último día juntos. Todos cometemos errores, el hombre a veces es como la oveja, va donde van todas, pero con la experiencia aprende a convertirse en león.

– Yo no quiero que vayas al frente -insistió ella, mirando fijamente a Corelli-. Tú eres músico. Antiguamente cuando se mataban unas tribus a otras, los bardos salvaban la vida.

El capitán intentó una solución de compromiso:

– Tal vez no será necesario, y además estoy seguro de que no me considerarán útil.

– Haz algo provechoso -dijo Pelagia-. Métete a bombero o algo así.

– Cuando llegue a casa -dijo Corelli tras una embarazosa pausa-, pondré una maceta con albahaca en las ventanas para acordarme de Grecia. A lo mejor me trae suerte.

Se paseó por la habitación haciendo inventario de todo cuanto allí había; no sólo de los objetos familiares, también su historial de emociones. En aquel lugar resonaban aún la esperanza, las bromas compartidas, los antagonismos y el resentimiento pasados, y la salvación de una vida. Todo él desprendía un aroma residual a música y abrazos que se mezclaba con el olor a hierbas y jabón. Corelli se puso en pie acariciando el largo lomo de Psipsina -la marta estaba recostada en un anaquel vacío de alimentos- y sintió una indecible tristeza que competía con la boca seca y el aleteo en el estómago del hombre que estaba a punto de hacerse a la mar. El doctor lo vio allí de pie, como quien espera el momento de la ejecución, y luego miró a Pelagia sentada con las manos en el regazo y la cabeza ladeada.

– Os dejo -dijo -. Hay una chiquilla muriendo de tuberculosis, he de visitarla. Tiene afectada la columna vertebral y no hay nada que hacer, pero en fin…

Al irse el doctor, los dos enamorados se sentaron uno enfrente del otro, acariciándose los dedos. Finalmente cuando las lágrimas empezaron a rodar por las mejillas de Pelagia, Corelli se arrodilló junto a ella, la rodeó con sus brazos y apoyó la cabeza en su pecho. Nuevamente sorprendido de su extrema delgadez, cerró los ojos e imaginó que estaban en otro mundo.

– Tengo miedo -dijo ella-. Pienso que no vas a volver, que la guerra no terminará nunca, que no hay esperanza ni salvación, y que me quedaré sin nada.

– Tenemos los recuerdos -replicó Corelli-. Que nos entristezcan o alegren depende de nosotros. Yo no te olvidaré, y voy a volver.

– ¿Lo prometes?

– Lo prometo. Te he dado mi anillo, y te dejo a Antonia.

– No hemos leído lo que escribió Carlo.

– Es demasiado triste. Lo haremos cuando yo vuelva, cuando no sea todo tan… tan reciente.

Pelagia le acarició el pelo en silencio y finalmente dijo:

– Antonio, me habría gustado que… nos acostáramos. Como hombre y mujer.

– Cada cosa a su tiempo, koritsimou.

– Puede que ese tiempo no llegue nunca.

– Llegará. Te doy mi palabra.

– Psipsina te echará de menos. Y Lemoni también.

– Lemoni me da por muerto, no cabe duda.

– Cuando te marches le diré que Barba Corelli está vivo. Se alegrará.

– Tienes que decirle a Velisarios que juegue con ella de vez en cuando, para que se acuerde de mí.

Y así siguieron conversando hasta que el doctor llegó, antes del toque de queda, tan angustiado como siempre que tenía que visitar a un niño que recorría a tientas los últimos pasos hacia la muerte. Había caminado hasta su casa pensando lo mismo que solía pensar en tales ocasiones: «¿Qué tiene de extraño que yo haya perdido la fe? ¿Qué estás haciendo ahí arriba, Dios indolente? ¿Crees que con un par de milagros por la fiesta del santo se me puede engañar tan fácilmente? ¿Me tomas por tonto?, ¿crees que no tengo ojos para ver?» Dio vueltas en su bolsillo al soberano de oro que el padre de la niña le había dado en pago por sus servicios. Los británicos los habían repartido en tal cantidad al financiar a los andartes que las monedas habían perdido ya su valor. «Hasta el oro vale menos que el pan», reflexionó.

Aquella noche compartieron una solitaria pata huesuda de una gallina que Kokolios había sacrificado para que no se la apropiaran los alemanes, y Pelagia reservó el hueso para incluirlo en una sopa que contenía también los huesos de un puerco espín. Si los cocía el tiempo suficiente, se ablandarían lo suficiente para masticarlos. Después preparó una infusión amarga y floja con escaramujos que había recogido en otoño de los rosales silvestres, contenta de tener algo que la distrajera de sus temores, y se sentaron los tres en la penumbra mientras las horas se sucedían tan deprisa y a la vez tan lentamente.

A las once el teniente Bunny Warren llamó al cristal de la ventana y el doctor le hizo pasar. El hombre entró con un aire de firmeza y aplomo que a Pelagia le pareció totalmente atípico de su habitual timidez. Metido en el cinto llevaba un cuchillo grande y bien afilado. Ella sabía de oídas que las fuerzas especiales británicas tenían una habilidad decididamente balcánica para rebanar cuellos sin hacer ruido, y se estremeció al pensarlo. Era difícil imaginar a Bunnios haciendo una cosa así, y la idea de que lo practicara con frecuencia le resultó inquietante.

Warren se sentó en el borde de la mesa y habló en su mezcla de romaico coloquial y jerga británica, y sólo entonces empezó Corelli a preguntarse cómo Pelagia y el doctor habían llegado a trabar conocimiento con un oficial de enlace británico. En la guerra hay tantas cosas extrañas que uno olvida a veces sorprenderse de algo o hacer una pregunta pertinente.

– Procedimiento operacional normal -empezó Warren-. Sólo ropa oscura. Mejor que esos tíos no nos vean. Nada de charla a menos que sea absolutamente necesario. Pararse a escuchar cada veinte segundos. Los pies hay que ponerlos en terreno llano, para evitar crujidos. Los pies han de descender en vertical, para evitar resbalones y rasguños. Yo iré delante, luego el doctor y kyria Pelagia, y Corelli el último. Corelli se volverá a mirar cada vez que paremos. -Le entregó al capitán un trozo de cable en cuyos extremos había tacos de madera. Corelli tardó unos segundos en darse cuenta de que aquello era un garrote, y que tal vez se esperaba de él que lo utilizara-. Nada de disparos mientras no se ordene lo contrario -continuó Warren-. Si son dos, Corelli y yo nos ocupamos de ellos. Si son tres o más, nos quedamos quietos y a una señal mía retrocedemos a la carrera y los rodeamos. -Los miró de uno en uno y preguntó-: ¿Hablo en cristiano o hablo en chino?

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