Para Warren, por tanto, organizar la marcha del capitán era un gaje de su oficio. Se presentó en casa de Pelagia a las tres de la mañana y llamó suavemente a la ventana de su cuarto. Cuando ella consiguió desembarazarse del abrazo de Corelli, abrió las contraventanas y vio al hombre cuya ayuda había buscado y temido a la vez.
– ¡Hola! -dijo él al entrar por la puerta, y añadió-: Kalimera, kyria Pelagia. -Estrechó con ceremonia la mano de Pelagia e hizo un comentario sobre el tiempo.
El griego de Bunny Warren era ahora muy pintoresco y coloquial, pero seguía hablando con un perfecto acento aristocrático inglés. Convertía, por ejemplo, la expresión griega «Vamos» en «En taxi», lo cual sonaba mejor a sus ingleses oídos, tenía más sentido para él, y a los griegos les resultaba comprensible. Puesto que su repertorio normal de adjetivos y adverbios era intraducible, continuaba salpicando su discurso con palabras inglesas tales como «spiffing», «simply ripping» y «absolutely ghastly», *expresiones que tenían un efecto más desorientador y redundante antes que disparatado.
– ¿Quién es éste? -preguntó Corelli, quien por un momento había temido la visita de los alemanes.
– Bunnios -dijo Pelagia, sin responder a la pregunta-, este hombre es un soldado italiano. Tenemos que sacarle de aquí.
Warren sonrió y extendió la mano.
– Ave -dijo, pues no había tenido ocasión de modernizar su italiano como había hecho con el griego.
Corelli sintió que le trituraban la mano y se quedó con la impresión de que los británicos tenían todos mucha fuerza. No sabía que en Inglaterra cuando alguien intenta partirte los dedos lo hace en señal de virilidad y afabilidad. Le dejó también estupefacto la estatura y la delgadez de aquel hombre, y le inquietó que le recordara a un alemán por los ojos azules y muy nórdicos.
Coincidió que al día siguiente por la noche zarpaba un calque para Sicilia, si el tiempo lo permitía, y que no había problema en incluir a bordo al capitán.
– Aunque puede que tengamos que matar a un par de granujas de ésos.
Sólo era cuestión de ir a la bahía a la una de la madrugada con un quinqué y hacer señales hacia el mar en respuesta a las señales de la lancha. Warren prometió estar allí, asegurándoles que todo iría como una seda.
61. TODA PARTIDA ES UN ANTICIPO DE LA MUERTE
Corelli no volvió antes del alba a Casa Nostra, sino que se quedó con Pelagia en la casa con la aquiescencia del doctor. Si aquél había de ser su último día juntos, parecía razonable asumir el riesgo, y en cualquier caso Corelli tenía todo el aspecto de un griego con sus ropas de campesino y la espléndida barba que todavía dejaba ver la lívida cicatriz en la mejilla. Por lo demás, ahora hablaba tan bien el griego que podía confundir fácilmente a un alemán que desconociera ese idioma, e incluso sabía darse una palmada en el dorso de la mano para indicar la estupidez de otro, así como echar la cabeza atrás y chascar la lengua para dar una negativa. De vez en cuando soñaba en griego, lo que frustraba su alma durmiente porque ello ralentizaba necesariamente el ritmo de su narrativa onírica, y pronto descubrió que cuando hablaba en aquel idioma su personalidad era distinta de cuando hablaba en italiano. Se sentía más fiero y, por alguna razón misteriosa que nada tenía que ver con su barba, mucho más amenazador.
Estaban los tres sentados en la cocina, nerviosos y entristecidos, hablando en voz baja y meneando con displicencia la cabeza al evocar sus recuerdos.
– Hay muchas cosas que nunca podré olvidar -dijo Corelli-, como lo de mear en las plantas. Supe que había sido aceptado cuando se me invitó a mearme en ellas.
– Ojalá mi padre se olvidara de hacerlo -comentó Pelagia-. Me pongo nerviosa cuando tengo que usarlas para cocinar. Me paso horas lavándolas en agua.
– Me siento culpable de marcharme con vida, cuando todos mis amigos han muerto y Carlo está enterrado ahí fuera en el patio.
– En la Odisea, Aquiles dice «Ponme otra vez en tierra y preferiré mil veces servir en casa de un hombre sin hacienda que ser rey de todos estos muertos que han renunciado a la vida», y tenía razón -sugirió el doctor-. Cuando mueren los seres queridos, uno tiene que vivir por ellos; ver las cosas con sus ojos; recordar cómo decían las cosas y utilizar uno mismo esas palabras. Dar gracias de poder hacer cosas que ellos ya no pueden hacer y también sentirse triste por ello. Así vivo yo sin la madre de Pelagia. No me interesan las flores, pero por ella contemplo una jara o un lirio. Por ella como berenjenas, porque a ella le encantaban. Por sus muchachos debería usted hacer música y divertirse tocando por ellos. De todos modos -agregó-, puede que no salga con vida de su viaje a Sicilia.
– Papá -protestó Pelagia-, no digas eso.
– Tu padre tiene razón -dijo Corelli-. Y también puede uno ver cosas por los vivos. Después de tanto tiempo en esta casa, veré algo e imaginaré lo que habrían dicho los dos al verlo. Les voy a echar muchísimo de menos.
– Volverá -afirmó el doctor-. Se convertirá en un isleño, como nosotros.
– En Italia no tendré un hogar.
– Hágase hacer radiografías. Sabe Dios lo que le he dejado metido dentro, y tiene que hacerse sacar las cuerdas de mandolina.
– A usted le debo la vida, iatre.
– Siento lo de las cicatrices. No pude hacerlo mejor.
– Y yo, iatre, siento el saqueo de la isla. No creo que nos lo perdonen nunca.
– Ya perdonamos a británicos y venecianos. Puede que no perdonemos a los alemanes, no lo sé. En cualquier caso, los bárbaros siempre nos han venido bien; en general siempre hemos tenido alguien a quien culpar de nuestras calamidades. Será más fácil perdonar a los italianos, porque todos ustedes han muerto.
– Papakis -protestó Pelagia otra vez-, no hables así. ¿Hace falta que nos lo recuerdes, con Carlo enterrado en el patio?
– Es la verdad. Sólo los vivos necesitan el perdón, y como usted sabe, capitán, yo le he perdonado, de lo contrario no le habría dado permiso para casarse con mi hija.
Pelagia y Corelli se miraron el uno al otro, y éste dijo:
– Yo nunca le he pedido permiso exactamente… me parecía, no sé, una desfachatez. Además…
– Lo tiene, de todas formas. Nada me complacería más. Pero hay una condición. Debe dejar que Pelagia estudie para médico. Ella no es sólo mi hija. Es, ya que no he tenido un hijo varón, lo más próximo a un hijo que he podido engendrar. Le corresponden las prerrogativas de un hijo, porque ella será mi prolongación cuando yo muera. No la he educado para ser una esclava doméstica, por la sencilla razón de que su compañía me habría resultado tediosa a falta de un hijo varón. Confieso que fui muy egoísta; ahora es demasiado inteligente para ser una esposa sumisa.
– ¿Entonces soy un hombre honorario? -preguntó Pelagia.
– Koritsimou, tú eres tú y basta, aunque de alguna manera eres como yo te hice. Deberías estar agradecida. En otra casa estarías fregando el suelo mientras yo hablaba con Antonio.
– En cualquier otra casa te estaría dando la lata. Eres tú el que debería estar agradecido.
– Lo estoy, hija.
– Naturalmente, si Pelagia quiere ser médico lo será. Un músico no puede ganarse la vida sólo con sus ingresos -dijo Corelli, y su prometida, tras darle vigorosos golpecitos en la parte posterior de la cabeza, exclamó:
– Se supone que te harás rico. De lo contrario no me caso contigo.
– Era broma, era broma. -Corelli se volvió hacia el doctor-. Hemos decidido que si tenemos un hijo le pondremos de nombre Iannis.
El doctor se sintió emocionado, aunque dadas las circunstancias era lo que él habría esperado. Hubo un largo y pesaroso silencio mientras cada cual ponderaba la inminente destrucción de su pequeña sociedad, y al final el doctor alzó los ojos, al borde del llanto, y dijo sin más:
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