– Estaba detrás de ese hombretón, el que era tan grande como yo -explicó Velisarios-. El hombretón le sujetaba por detrás, así. -Se puso en pie y se llevó las manos a la espalda para ilustrarlo-. Cuando lo recogí, seguía sujetando al capitán. Al principio pensé que pesaba demasiado. Me parece que intentó salvarlo.
– Carlo -dijo Pelagia, rompiendo a llorar.
Su padre pensó en consolarla pero se dio cuenta de que sólo conseguiría mancharle la cabeza de sangre. Carlo era el primero de los miembros de La Scala cuya muerte era ya segura.
– Nadie que muere así ha muerto en vano -dijo el doctor, atragantándose con las palabras. Contuvo sus propias lágrimas y, para distraerse, retiró y examinó un poco de tela carbonizada del interior de una herida. Pelagia se secó las lágrimas con la manga y dijo:
– Antonio siempre decía que Carlo era el más valiente del ejército.
– Total para nada -comentó el doctor, contradiciendo involuntariamente su anterior afirmación-. Velisarios, ¿sigue allí el cuerpo de ese hombre? Estaría bien enterrarlo y que no lo echen a la hoguera.
– Hay toque de queda, iatre -dijo el forzudo-, pero si quiere iré. De camino puedo matar a algún alemán, quién sabe.
Velisarios partió contento de dejar atrás aquel taller espeluznante donde las emociones eran demasiado exacerbadas y el espectáculo demasiado crudo. Inspiró el fresco aire otoñal y luego echó a andar una vez más campo a través.
El doctor acabó de limpiar la herida, la enjuagó con alcohol y la llenó de polvos de sulfanilamida. Los había conseguido del cabo hipocondríaco, el de los callos, cuya alma habría volado sin duda junto con sus enfermedades imaginarias, y cuyos alegres pliegues de grasa habrían sido entregados prematuramente a las llamas. La ilimitada nube de tristeza que flotaba en el aire resultaba casi palpable. Era mejor concentrarse en el capitán.
– Cuando hayas acabado con eso -le dijo a su hija-, zurce esto. En mi bolsa hay cuerda de paracaídas, sólo tienes que ir deshilándola. No hay otra cosa.
En Pelagia crecía una sensación de escandalosa irrealidad. Hela allí, cosiendo a su amado con un esmero y una precisión que ella debía a un chaleco asimétrico y a los pacientes consejos de una tía, y su padre estaba a su lado, extrayendo con cuidado fragmentos de costilla y balas achatadas del pecho de ese mismo hombre, hablando simultáneamente de crepitaciones, facies hipocrática y un sinnúmero de problemas potenciales de significado demasiado oscuro. Pelagia limpió el rasguño de bala que el capitán tenía en la cara. No sabía si dejar que se curara solo o si darle unos puntos.
– Depende -dijo el doctor mientras preparaba otra inyección de morfina- de si lo quieres con la sonrisa torcida o no. O eso o una cicatriz grande. Cualquiera de las dos cosas podría quedarle bien, vete a saber.
– Las cicatrices no son nada románticas -dijo Pelagia.
– Estas de aquí -dijo el doctor, señalando el pecho con su escalpelo- serán absolutamente horribles. Si vive para maldecirlas.
Aquella noche Velisarios enterró los restos de Carlo Guercio en el patio de la casa del doctor. Dejando atrás tapias y sembrados, acompañado del pegajoso olor de la muerte, viscosas y resbaladizas las manos, se había sentido como Atlas con el mundo a cuestas. No había tardado mucho en descubrir que su carga era demasiado pesada como para llevarla en brazos como al capitán, y al final fue dando traspiés con el enorme fardo sobre los hombros, como si se tratara de un imponente saco de trigo.
A oscuras vendó la machacada mandíbula de Velisarios con una tira de sábana, y luego empezó a dar hachazos, troncando raíces de olivo, desenterrando viejas capas de piedras, echando fuera fragmentos de cerámica y viejísimas paletillas de carnero. Él no lo sabía, pero enterró a Carlo en la tierra de la época de Ulises, como si aquél hubiera sido su sitio desde un principio.
Poco antes del alba, concluida finalmente la intervención quirúrgica, padre e hija salieron absolutamente exhaustos a decir el último adiós a aquel cuerpo heroico.
Pelagia lo peinó y le besó en la frente, y el doctor, pagano por naturaleza y siempre proclive a los usos antiguos, depositó una moneda sobre cada ojo y una bota de vino en la sepultura. Velisarios se quedó dentro del sepulcro y se encargó de bajar el cuerpo. Al enderezarse, se le ocurrió una idea. De su bolsillo sacó un estrujado paquete de cigarrillos, cogió uno y lo colocó entre los labios del difunto.
– Se lo debía -dijo, y salió de la tumba.
El doctor pronunció una oración mientras Pelagia lloraba a su lado y Velisarios sobaba su sombrero.
– Nuestro amigo -dijo-, que vino como enemigo nuestro, ha cruzado los prados de asfódelo. Fue un hombre más sabio y bondadoso que cualquier otro mortal. Recordemos que sus muchas condecoraciones fueron por salvar vidas, no por destruirlas. Recordemos que murió tan noblemente como vivió, fuerte y valeroso. Somos criaturas de un día, pero su espíritu no se oscurecerá. Fue malogrado en la plenitud de la vida por hombres sedientos de sangre cuyo nombre cubrirá la infamia con el transcurso de los años. También ellos morirán pero no serán llorados ni perdonados; el galardón de la muerte es común a todos nosotros. Cuando la muerte les sobrevenga, estos hombres se convertirán en almas en pena vagando inútilmente en la oscuridad, puesto que el tiempo del hombre es muy corto antes de su fin, y el hombre cruel, aquel que obra con crueldad, está maldito y es objeto de escarnio después de su muerte. Pero el espíritu de Carlo Guercio vivirá en la luz del día mientras tengamos lengua para hablar e historias que contar.
»Se dice que de todas las cosas que se arrastran y respiran, no hay otra más débil que el hombre. Es cierto que la desdicha quiso que Carlo fuera dando tumbos por el mundo, pero en él no hallamos flaqueza alguna. No había en él arrogancia ni grosería, no era un vil rufián que abusa de la casa del prójimo; en él encontramos combinadas la dulzura de una doncella y la fuerza impresionante de la roca, el perfil perfecto de un hombre perfecto. Él sí podría haber dicho: "Soy ciudadano, no de Atenas o de Roma, sino del mundo." De él se podría decir: "Nada puede dañar a un hombre bueno, ya sea en vida o después de muerto."
»Recordad estos dichos que nos han llegado de los antiguos: "El amado por los dioses, muere joven." "El hombre es un sueño de una sombra." "Ni siquiera los dioses pueden cambiar el pasado." Las generaciones de hombres son como hojas de un árbol. Sopla el viento, y esparcidas en el suelo quedan las hojas de todo un año; pero los árboles rebrotan y nuevas hojas crecen al llegar la primavera."
»Recuerdo también que el poeta dice que hay un tiempo para la charla y un tiempo para dormir. Duerme mucho y bien. Los años no te pondrán límite, tú no te debilitarás, no conocerás la tristeza ni la enfermedad. Mientras nosotros te recordemos, se te recordará bello y joven. Para Cefalonia no hay mayor honor que considerarse guardiana de tus huesos.»
El doctor y su hija regresaron dentro mientras oían a Velisarios, los arañazos de la pala, el pisotear de tierra recién removida. Llevaron con cuidado a Corelli hasta la cama de Pelagia; fuera cantaban los primeros pájaros.
59. EL ESCONDITE HISTÓRICO
Todo aquello ocurría muy poco antes de que los alemanes hubieran consolidado sus posiciones y empezado a interesarse por el pillaje. El doctor no sólo tenía que ocultar sus cosas de valor, que no eran nada del otro mundo, sino que se enfrentaba al problema de un oficial italiano inmovilizado en la cama de su hija. Pelagia le preparó un lecho en el fondo del escondite, bajo el suelo de la cocina, y una vez más hubo que llamar a Velisarios para que lo trasladara, pues ni el doctor ni ella tenían fuerza suficiente para moverlo sin hacerle daño. Allí se reunió el capitán con su mandolina, y los papeles de Carlo fueron temporalmente retirados. En interés de la salud de Corelli la tapadera del escondrijo permanecía abierta a menos que hubiera tropas en las cercanías, apuntalada mediante un trozo de escoba que podía ser retirado rápidamente antes de colocar de nuevo la estera y la mesa en su sitio. Y así llegaría un momento en que Pelagia y él se acurrucaban en la oscuridad de aquel agujero mientras la vajilla y la cristalería de la familia eran saqueadas y el doctor maltratado y agredido.
Читать дальше