Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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57. FUEGO

Varias horas estuvo Corelli debajo de su amigo mientras sus sangres se entremezclaban en el suelo, en sus uniformes y en sus cuerpos. No fue hasta la noche cuando Velisarios acertó a pasar junto a aquel amasijo de trágicos despojos y reconoció al hombre grande como él que en una ocasión había alargado su mano entre la barrera de la hostilidad para ofrecerle un cigarrillo. Examinó aquellos inexpresivos ojos saltones, se estremeció al ver la mandíbula destrozada y desencajada, e intentó cerrarle los párpados. No lo consiguió, y se sobrecogió ante lo indecoroso de dejar a aquel hermano a merced de las moscas y los pájaros. Se arrodilló para pasar los brazos bajo el imponente torso y las piernas como columnas. Con un supremo esfuerzo levantó a Carlo del suelo, y debajo vio al capitán loco que se alojaba en casa del doctor, aquél cuyo secreto y complicadamente subrepticio amor por Pelagia era tema de conversación en toda la isla. Los ojos no estaban vacíos, pestañeaban. Los labios se movieron para decir «Aiutarmi».

Velisarios apoyó a Carlo contra la pared rosa y picada de balazos y volvió junto al capitán. Miró sus horrendas heridas y el oscuro lago de sangre, y se preguntó si le haría un favor matándole allí mismo. «Iatro -dijo el moribundo-, Pelagia.» El forzudo lo levantó con cuidado, reparó en su ligereza y echó a andar por los campos pedregosos para salvarle la vida.

Nadie sabe el número exacto de muertos italianos que yacen en tierra cefalonia. Al menos cuatro mil fueron masacrados, puede que nueve mil. ¿Fueron 288.000 kilos de carne humana, o más bien 648.000? ¿Fueron 18.752 litros de luminosa sangre joven, o más bien 42.192? Las pruebas se perdieron entre las llamas.

En la cima del monte Aínos, Alekos contempló su tierra natal y por un momento se preguntó excitado si sería 24 de junio. ¿San Juan era en septiembre? ¿Lo habían cambiado de mes? Descomunales incendios brotaban a intervalos regulares, y en lugares donde nunca hacían hogueras por San Juan. Olía a madera de olivo y de pino, a queroseno, espino seco, resina, petróleo y carne carbonizada; Alekos olisqueó con asco. Los italianos nunca aprenderían a cocinar carne. Notó el repugnante olor a pelo y huesos quemados, a pesar de la altitud, y contempló consternado el indecente humo que oscurecía las estrellas. Quizá era el fin del mundo.

Allá en los valles los alemanes desafiaban la verdad histórica destruyendo pruebas y demostrando un gran conocimiento de su delito al convertir la carne en humo. Eran camiones y camiones de combustible. Los soldados cortaban a hachazos olivos milenarios y apilaban las ramas alrededor de montones de cadáveres repanchigados, y tan altos eran los montones que ya no podían apilar más. Con aire despreciativo señalaban a uno u otro muerto, diciendo «Éste se ha meado encima», o «Éste huele a caca», pero pocos se reían. El limo abdominal y la sangre les manchaban las manos y el uniforme, un olor dulzón y pegajoso a carne fresca les subía como alcohol a la cabeza, y el sudor les chorreaba por las sienes mientras cargaban un difunto tras otro sobre los hombros para arrojarlos a la pira. Trabajaron hasta desfallecer y las llamas fueron demasiado grandes para acercarse, pero la labor no parecía tocar a su fin. Llegaban más cadáveres, rígidos de reproche, repulsivos a la parpadeante luz de las piras. Los traían en camiones, en jeeps, sobre carros blindados o mulos, un par de ellos en camilla.

El único sacerdote era el padre Arsenios. Él había profetizado hacía meses que aquellos muchachos perecerían en las llamas, y se horrorizó cuando supo que así había sido. A decir verdad, se sintió responsable. Aquella noche, mientras los griegos se ocultaban en sus casas y atisbaban entre las persianas, el padre Arsenios llegó con su perrito a la hoguera que había en Troianata, la mayor de todas, no lejos del monasterio del santo, y contempló una escena sacada del Armagedón. Caminó como si fuera invisible entre los pálidos rostros de los muertos, acordándose de las descripciones católicas del fin del mundo. Alrededor, oscuras siluetas de enfurecidos soldados alemanes que se afanaban gruñendo como cerdos mientras arrojaban un cadáver tras otro a las llamas. No lejos de donde estaba oyó un grito ahogado y estremecedor; era un muchacho que no había muerto y se debatía en el agudo tormento de su cremación.

Arsenios sintió que las entrañas se le removían, extendió los brazos y empezó a vociferar en competencia con los gritos de los soldados y el chisporroteo de las llamas. Blandiendo su báculo de olivo echó la cabeza atrás, diciendo:

– He estudiado los días pretéritos, los años de la Antigüedad. Traigo a la memoria mi canción en la noche: converso con mi propio corazón.

»¿Nos abandonará eternamente el Señor?, ¿nunca más nos será propicio? ¿Habrá desaparecido para siempre su piedad? ¿Faltará desde ahora a sus promesas? ¿Ha olvidado Dios ser clemente? ¿Habrá cerrado de ira la puerta de su compasión?

»¡Ay de ti que saqueas sin que nadie te haya saqueado! ¡Ay de ti que comercias con la traición sin que nadie te haya traicionado! ¡Cuando hayas terminado tu saqueo, serás tú el saqueado!

»¡Ay de ti, pues la indignación del Señor caerá sobre todas las naciones, y su furia sobre sus ejércitos! ¡Él los ha aniquilado! ¡Él los ha entregado al sacrificio! ¡Los caídos serán expulsados también y su hedor saldrá de sus cadáveres y las montañas se derretirán con su sangre!

»¡Ay de vosotros, pues los arroyos serán convertidos en alquitrán, y el polvo resultante en azufre, y la tierra se convertirá en alquitrán ardiendo! ¡No se extinguirá de día ni de noche, el humo se elevará eternamente! ¡Se sucederán las generaciones pero nadie podrá atravesarlo!

Ignorando que nadie le había oído, inflamado de furia apocalíptica, el padre Arsenios agarró su vara con ambas manos y rugió.

– ¡Descubriré vuestras desnudeces, sí, pública será vuestra vergüenza! ¡Me vengaré de vosotros, y mi venganza no será humana! ¡Tú has contaminado mi descendencia! -Y se lanzó al combate agitando el báculo y emprendiéndola a golpes con los soldados alemanes.

Resonaba un casco, hombros cansados se estremecían con los batacazos, se alzaban manos para proteger cabezas sin otro resultado que dedos aplastados. Hombres que habían masacrado con eficiencia a millares de enemigos parecían ahora totalmente desorientados. Se oían gritos de «¡Mierda, libradme de este tío de una vez!», y de los espectadores que se habían parado a mirar aliviados, comentarios como «¡Fijaos en el cura loco!». Se daban codazos y reían, regocijados con el desconcierto de los afligidos. En medio de aquel resplandor anaranjado Arsenios parecía un cadavérico murciélago desplegando su voluminoso hábito negro, con su barba de profeta, sus ojos echando chispas, y su alto y maltrecho sombrero con la copa plana que no hacía sino aumentar la impresión de que su locura procedía de otro mundo. Su pequeño perro danzaba y hacía cabriolas alrededor de él, ladrando de excitación y propinando dentelladas a las pantorrillas de los alemanes.

El episodio sólo acabó cuando todos estuvieron en el suelo, con el cráneo dolorido y las manos heridas. Un oficial de granaderos sacó su pistola automática, se acercó por detrás de Arsenios y le disparó en la nuca, reventándole los sesos y haciendo que le salieran por la parte frontal. Arsenios murió en medio de un destello de luz blanca que tomó por una revelación del rostro de Dios, y sus macilentos y esqueléticos restos fueron arrojados a la pira junto con los de los jóvenes cuyo destino había predicho sin saber que él también lo compartiría.

Su perro gimoteó, asustado de las llamas y de los desconocidos, e infructuosamente intentó acercarse a su dueño. Expresaba su incomprensión levantando primero una pata y luego otra, y allí se quedó hasta que partieron los soldados y llegaron los griegos, que, entre arcada y arcada, encontraron al perro aullando y medio chamuscado.

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