Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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Hombres y mujeres, así como los pocos italianos que habían escapado, se acercaron a las hogueras. Sin consultarse empezaron a sacar los cuerpos más alejados del grueso de las llamas a medida que el viento cambiante lo permitía. Muchos de ellos yacían aún en posturas contorsionadas como muñecos de trapo, en sitios donde las llamas no habían llegado todavía. Todos los que allí se afanaban pensaron lo mismo: «¿Así van a ser las cosas con los alemanes? ¿Cuántos muchachos podía haber allí? ¿A cuántos conocía yo? ¿Me hago cargo del horror de su muerte? ¿Concibo acaso lo que es morir desangrándose lentamente? ¿Que una bala te destroce el hueso es como si un caballo te diera una coz?»

Parecía que a todos les temblaban las manos y les lagrimeaban los ojos. La gente hablaba lo menos posible a causa del repugnante humo de la carne chisporreante y de la angustiosa congoja. Llevaban los cuerpos a cuevas y aberturas, a tumbas colectivas apresuradamente excavadas, a agujeros donde antiguamente se ocultaban mercancías y monedas al olfato de recaudadores y aduaneros. Iban en grupos al lugar donde había tenido lugar una batalla y rescataban a los que los nazis no habían encontrado. Se rezaron apresuradas plegarias ortodoxas sobre almas católicas, y pudo apreciarse que ninguno llevaba anillos ni dinero en metálico. Los cadáveres habían sido presa del pillaje, sus dedos arrancados o cortados, extraídos sus dientes de oro, arrancadas sus cadenas de oro con crucifijo.

Al alba una nube negra y viscosa pendía sobre la tierra y emborronaba el sol, y la gente regresó a sus casas y cerró las puertas hasta el anochecer. Mezclado con el de sus soldados en el cielo de Cefalonia se elevaba el humo del general Gandin, uno de los primeros en morir, el honorable y caballeroso soldado de la vieja escuela, que confiaba en sus enemigos y había intentado salvar a sus hombres. Murió erguido e impávido, sabedor de que sus constantes cambios de opinión y sus escrupulosas demoras habían precipitado la tragedia. El resto de sus oficiales no tardaría en ser sacado de los barracones de Argostolion para ser arrojado a las llamas.

Aquella noche los griegos volvieron a salir para sacar más cuerpos de pozos y sumideros, y una vez más ninguno llevaba encima un reloj, una pluma, una simple moneda. Hallaron fotografías de chicas risueñas, cartas de amor, retratos de familias. Descubrieron que muchos soldados, presintiendo la inminencia del exterminio pero resueltos a hablar aunque fuera desde la tumba, habían garabateado direcciones en el reverso de postales y fotografías, con la conmovedora esperanza de que alguien les escribiese una carta o les comunicara las noticias. En muchas cartas la tinta se había corrido, como si unas gotas de lluvia hubieran sorprendido al lector a la intemperie.

No sabían que, tras haber aprendido rápidamente la lección de la noche anterior, los alemanes estaban economizando esfuerzos físicos obligando a los oficiales a transportar a sus propios muertos hasta los camiones, y sólo los mataban una vez hecho el trabajo. Tampoco sabían que existía un tal teniente Günter Weber, que no era el único nazi enloquecido y destrozado por sus propias atrocidades fruto de la obediencia. Pero volvieron a ver las mismas hogueras, menearon la cabeza ante la idéntica y repugnante mezcolanza de hedores que impregnaba casas y vestidos, y una vez más hicieron lo posible por rescatar a los muertos en mitad de una noche que se había vuelto lúgubre por las atenuadas sombras de árboles y hombres arrojadas por las saltarinas piras de anaranjadas llamas.

Al día siguiente corrió el rumor de que san Gerasimos había estado vagando en la oscuridad para volver luego a su catafalco, y que las monjas supuestamente lo habían encontrado por la mañana con huellas de lágrimas en sus marchitas mejillas y gotas de sangre carmesí sobre sus sandalias.

58. CIRUGÍA Y EXEQUIAS

Al abrirse la puerta de una patada cuando ya empezaba a anochecer, Pelagia pensó que eran los alemanes. Sabía que todos los italianos habían muerto.

Como el resto de la población, había oído ruidos de combate -el traqueteo de las ametralladoras, el chasquido de los rifles, las ráfagas cortas de las automáticas, el amortiguado timpani grave de los obuses- y después el interminable crepitar de los pelotones de fusilamiento. Por entre la persiana había contemplado el paso de los camiones cargados de triunfantes granaderos o de cadáveres de italianos con la sangre goteando por las comisuras de la boca y los ojos fijos en el infinito. Por la noche había salido con su padre, cuyas mejillas palpitaban con lágrimas de rabia y compasión, en busca de alguna vida que salvar de entre los cuerpos esparcidos y abandonados por aquellos monstruosos fuegos.

El espectáculo había dejado a Pelagia muda, no de miedo ni de pena sino de vacuidad.

La vida, pues, había terminado. Ella sabía que los alemanes se llevaban a las mujeres jóvenes y bonitas, puesto que sus burdeles no funcionaban con personal voluntario. Sabía que estaban llenos de chicas aterrorizadas, torturadas, traídas de Polonia o Eslovenia o de cualquier otra parte, y que los nazis las mataban al menor indicio de resistencia o enfermedad. Había estado sentada ante su mesa, ensimismada con sus recuerdos, mirando a ratos el entorno y captando por última vez los detalles mundanos de una vida; los nudos en la pata de la mesa; las abolladas sartenes que tanto había fregoteado, la decoloración inexplicable de una de las baldosas del suelo, el ilegal retrato de Metaxas que su padre había colgado de la pared aun siendo un implacable venizelista. Llevaba la mano en el bolsillo del delantal, y pensaba matar a un alemán cuando vinieran a buscarlos, para que ellos tuvieran que matarla a su vez. La pequeña Derringer parecía escasa para aquel cometido, pero su padre tenía una pistola italiana y cincuenta cartuchos que alguien, tal vez un miembro de La Scala, había dejado a la puerta de su casa en calidad de sombrío legado.

De modo que al abrirse la puerta se sobresaltó. Se puso rápidamente en pie, aferrando el arma, pálido el semblante, y contempló a Velisarios, que jadeaba como un perro, chorreando sangre, incandescentes los ojos con esa fuerza sobrenatural con la que había tenido la fortuna de nacer.

– He venido corriendo -dijo él, y avanzó hasta la mesa para depositar suavemente sobre ella el patético fardo que parecía tan flácido, relajado y pacífico como cualquiera de los mil muertos que ella había visto en las últimas noches.

– ¿Quién es? -le preguntó Pelagia, extrañada de que el forzudo se hubiera ocupado de aquel cadáver en concreto.

– Está vivo -dijo Velisarios-. Es el capitán loco.

Ella se inclinó precipitadamente, mientras en su corazón colisionaban la esperanza y el horror. No le reconoció. Había demasiada sangre coagulada, demasiados jirones, demasiados orificios en la pechera de la guerrera que aún rezumaban sangre. Tenía el pelo y la cara apelmazados y relucientes. Sintió ganas de tocarlo, pero retiró la mano. ¿Cómo tocar a un hombre en ese estado? Tenía ganas de abrazarle, pero ¿cómo se abraza a un hombre tan destrozado?

El cadáver abrió los ojos y la boca sonrió.

– Kalimera, koritsimou -dijo. Ella reconoció su voz.

– Es de noche -dijo tontamente, a falta de una frase más profunda.

– Entonces, kalispera -murmuró él, y volvió a cerrar los ojos.

Pelagia miró a Velisarios, los ojos desorbitados de desesperación, y le dijo:

– Es lo más grande que has hecho en tu vida, Velisarios. Voy a buscar a mi padre. Quédate aquí con él.

Era la primera vez que una mujer entraba en la kapheneia. No era el local que había sido en tiempos, pero seguía siendo lugar sagrado y exclusivo para varones, y cuando ella irrumpió allí y abrió la puerta del enorme armario donde los hombres escuchaban la BBC (la división Venezia se había unido a los partisanos de Tito) el estallido de desaprobación fue más que palpable. Del interior se alzó una nube de humo de tabaco; allí estaban su padre y cuatro hombres más, todos enhiestos en aquel espacio reducido, mirándola conmocionados por algo que se aproximaba al odio. Kokolios le lanzó un rugido pero ella tiró de la mano de su padre y se lo llevó entre protestas del local.

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