Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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El doctor Iannis miró el cuerpo y concluyó que nunca había visto algo peor. Había sangre suficiente para llenar las arterias de un caballo y suficientes trocitos de carne desgarrada como para alimentar durante meses a los cuervos. Por primera vez en su carrera médica se sintió derrotado e inútil.

– Sería mejor matarlo -dijo con los brazos caídos a los costados.

Antes de que Velisarios pudiera decir «Eso había pensado yo», Pelagia estaba ya golpeando a su padre en el pecho con las manos, dándole de puntapiés en las pantorrillas, enfurecida e indignada. Velisarios se acercó a ella, le rodeó la cintura con un brazo y la izó a la posición habitualmente ocupada por su culebrina, apoyándola en el saliente natural de su cadera, donde Pelagia empezó a chillar y a golpearle los muslos.

Y así fue como pusieron agua a hervir y los jirones del uniforme del capitán italiano fueron cuidadosamente cortados. Pelagia rasgó frenéticamente en tiras no sólo sus sábanas sino también las de su padre. Después reunió todas las botellas de aguardiente que su padre había logrado esconder y, por añadidura, sus preciadas existencias de vino de la isla.

El doctor se lamentó mientras limpiaba la sangre:

– ¿Qué puedo hacer? No tengo estudios. No soy un cirujano como Dios manda. No tengo bata, ni gorra, ni guantes, ni penicilina. Tampoco tengo máquina de rayos X, ni agua esterilizada, ni suero, ni plasma, ni sangre…

– ¡Calla! -le gritó su hija con el corazón desbocado de pánico y determinación-. Yo te he visto grapar una fractura con un clavo de diez centímetros. Cállate y hazlo.

– Por Dios -dijo el doctor, intimidado.

Como ignoraba que la mayor parte de la sangre y la carne había pertenecido a las anchas espaldas de Carlo Guercio, al doctor le pareció un milagro del santo el que Antonio Corelli estuviera tan poco herido como lo estaba en realidad. Una vez limpio y puestos a hervir un montón de sanguinolentos harapos recogidos del suelo, quedó claro que la víctima tenía seis balas en el pecho, una en el abdomen, una en el brazo derecho y un rasguño en la mejilla.

Con todo, no parecía tener salvación. El doctor sabía demasiado para mostrarse optimista y no lo suficiente para aligerar su pesimismo. En aquellos orificios habría fragmentos de uniforme, bolsas de aire perforadas por la balas; habría astillas de costilla que no podría localizar, la osteomielitis se habría afianzado debido a la infección de una miríada de microbios que esparcirían su veneno por la médula hasta las venas, provocando la muerte por septicemia. El doctor sabía que una bala podía alojarse en lugares donde tocarla provocaría un mar de sangre, pero donde no tocarla causaría una infección invencible. Podía haber ya un hemotórax, sangre desparramada entre la pared del tórax y el pulmón. No tardaría tal vez en producirse una gangrena gaseosa. Habría esquirlas que extraer cuya ubicación probablemente él no podría deducir. El doctor abrió una botella de raki, bebió un buen trago y se la pasó a Velisarios, quien por pura solidaridad hizo lo propio. Se había quedado allí, fascinado por el quehacer del médico.

El doctor Iannis se concentró y comprendió que era inútil sacar conclusiones precipitadas. Un cirujano explora primero y piensa después. Con el sabor del anís en la boca y el reconfortante calorcillo del alcohol en las tripas, alcanzó una sonda y la insertó suavemente en cada una de las heridas hasta notar que tocaba una bala. Le sorprendió que los orificios fueran tan anchos y que todos ellos presentaran un redondel amarillento. ¿A qué se debía que los orificios fueran tan anchos?

Asombrado, se puso en pie. Ni siquiera eran profundos. De repente cayó en la cuenta de que en realidad las balas debían haberle atravesado, dejando en la espalda de la víctima unos orificios sanguinolentos.

– Hija -dijo-, te juro por todos los santos que este hombre tiene la carne como el acero. Creo que vivirá. Cogió el estetoscopio y le auscultó. El corazón latía débil pero con regularidad-. Antonio -dijo, y Corelli abrió los ojos e intentó sonreír-. Antonio, voy a operarle. No tengo mucha morfina. ¿Podrá beber? El alcohol le aclarará la sangre, pero no queda otra salida.

– Pelagia -dijo Corelli.

Velisarios sostuvo la cabeza del capitán y Pelagia le hizo beber un poco de raki mientras el doctor preparaba tres cuartos de gramo de morfina. Le inyectaría la misma cantidad cada media hora si era necesario, y cada media hora el capitán tragaría un poco de raki, caso de que eso hiciera falta también.

– Necesito el máximo de luz -dijo el doctor.

Pelagia fue a recoger las lámparas de la casa y Velisarios las encendió en la cocina. Fuera estaba oscuro y los búhos ululaban entre los metálicos chirridos de los grillos y los demás sonidos naturales de aquella engañosa paz. Psipsina entró con su primer ratón nocturno entre los dientes, pero Pelagia la hizo salir a la calle.

En un brazo el doctor inyectó morfina, y en el otro, para completar la cosa y sin otro motivo que la intuición, inyectó diez centímetros cúbicos de azúcar y una solución salina que Pelagia había mezclado en un jarro. No le gustaba ver al hombre al que amaba pinchado y sondado de aquella manera, pero sabía que pronto iba a verlo cortado y rajado. Sin embargo, mirando aquel cuerpo pálido y ensangrentado, desvalido como un gusano, supo que no era precisamente un cuerpo lo que uno amaba. Uno amaba al hombre que brillaba por aquellos ojos y que utilizaba la boca para sonreír y hablar. Cogió los dedos del músico y contempló las uñas cuidadosamente recortadas. Las cutículas, al menos, eran rosadas. No adoraba aquellas manos sino al hombre que las movía por los trastes. ¿Cuántas veces las había imaginado ella recorriendo sus pechos? El doctor se fijó en su arrobamiento y le dijo:

– No te quedes ahí sentada. Ocúpate de las heridas del brazo y la cara. Se las limpias, cortas los jirones, las desinfectas y las coses. ¿No querías ser médico? Necesitaremos más agua hirviendo, litros. Y lávate las manos, sobre todo debajo de las uñas.

Ella se puso en pie pestañeando, las manos a los costados:

– ¿Seguro que está inconsciente, doctor? No quisiera hacerle daño.

– Yo voy a hacerle mucho más daño que tú. -Le dio un bofetón a Corelli y gritó-: ¡Tu madre es una puta, Antonio! -Al no observar reacción, el doctor dijo-: Está fuera de combate.

– Su madre está muerta -dijo Pelagia con tono de reproche-. No sigas bebiendo raki si te suelta la lengua de esa manera.

Un vehículo blindado alemán pasó con estruendo por la calle y los tres se quedaron inmóviles hasta que se alejó.

– Cabrones -dijo Velisarios.

Pelagia descubrió a continuación las dimensiones de lo que había pedido a su padre que hiciera. Las manos le temblaban y casi no se atrevía a tocar aquellas heridas. Al principio las rozaba apenas, horrorizada cuando levantaba la vista y veía cómo su padre practicaba amplios cortes en torno a las heridas de bala. «Esto se llama desbridamiento -le explicó él-. A mí tampoco me gusta, pero funciona. O sea que si no te gusta, no mires. Estoy retirando la carne dañada. Tú deberías hacer lo mismo…»

Pelagia intentó contener las náuseas, y Velisarios se apartó y se sentó en el suelo con la espalda apoyada contra la puerta. Los miraría trabajar, sí, pero se ahorraría los detalles.

El doctor empezó por la bala del abdomen, pues necesitaba hacer algo relativamente fácil para ganar confianza en sí mismo. La encontró bajo la superficie de la piel, la extrajo con su fórceps y se maravilló de su forma achatada y torcida.

– Es un milagro -dijo, mostrándosela a Pelagia, que estaba recortando un trozo de piel con unas tijeras planas de cirujano-. ¿Cómo se explica esto?

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