Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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Al amanecer del día siguiente un marmóreo teniente alemán y sus hombres invadían un somnoliento campamento italiano consistente en una cocina de campaña y una compañía de muleros. Una vez se hubieron rendido todos el teniente los hizo fusilar y arrojar sus cuerpos a una zanja. De allí condujo a sus hombres hasta los pinares que cubrían la sierra de Daphni y esperó hasta las ocho, hora en que sin duda habían de llegar las nuevas tropas alpinas del mayor Von Hirschfeld para completar así el cerco. Los italianos fueron cogidos otra vez de improviso y de nuevo hubieron de rendirse. El teniente los hizo andar hasta Kourouklata pero, de pronto harto de ellos, los llevó hasta el borde de una cañada e hizo fusilar al batallón entero. Por puro interés académico hizo que dinamitaran los cadáveres, el resultado de lo cual le impresionó. La región era famosa por un vino rojo sangre llamado «Thiniatiko».

Desembarazado ya de sus prisioneros avanzó hasta Farsa, un bonito pueblo que los alpinos habían reducido ya a escombros a base de morteros, y donde los italianos presentaban una fiera e invicta resistencia. Atacados ahora por los dos flancos, pelearon hasta que sólo quedaron unos pocos que rápidamente fueron agrupados en la plaza y fusilados allí mismo. En Argostolion, sucesivas oleadas de bombarderos de negras alas fueron devastando progresivamente las baterías italianas hasta que los cañones enmudecieron.

Fue en la mañana del 22 de septiembre cuando el capitán Antonio Corelli del 33.° Regimiento de Artillería, consciente de que la bandera blanca iba a ser izada de un momento a otro en el cuartel general de Argostolion, montó en su motocicleta después de tres días sin dormir y se dirigió a casa de Pelagia. Fue entonces cuando él se arrojó en sus brazos, apoyó en su hombro sus ardientes ojos y le dijo: «Siamo perduti. No nos quedan municiones y los británicos nos han traicionado.»

Ella le imploró que se quedase, que lo ocultaría en el agujero que había en el suelo, junto a su mandolina y los escritos de Carlo, pero él le tomó la cara entre las manos, la besó sin las lágrimas que no podía llorar de puro agotamiento y resignación, y luego la meció en sus brazos, estrujándola hasta que ella creyó que iba a partirle las costillas y la espina dorsal. Corelli volvió a besarla y le dijo: «Koritsimou, voy a morir. Dale recuerdos a tu padre. Y doy gracias a Dios de haber vivido lo suficiente para amarte.»

Se alejó en su motocicleta envuelto en un manto de polvo más alto que su cabeza. Pelagia se quedó mirando cómo se iba y luego entró. Abrazó a Psipsina y se sentó a la mesa de la cocina, sintiendo la fría garra del pavor atenazándole el corazón. A veces los hombres se sienten impulsados por cosas que carecen de sentido para una mujer, pero ella reconocía que Corelli tenía que estar con sus muchachos. Honor y sentido común; el uno a la luz del otro, ambos son ridículos.

Arrimó la nariz tras las orejas de la marta, reconfortada por el tibio y dulce olor de su pelaje y sonrió. Se acordaba de aquel día, tan reciente y tan lejano, en que se había burlado del capitán haciéndole creer que Psipsina era una clase especial de gato helénico. Siguió allí sentada sonriendo lánguidamente mientras los recuerdos, relacionados unos con otros por la romántica y huidiza figura del capitán, hacían espectrales piruetas en su mente. Escuchó el siniestro silencio matutino y comprendió que era más reconfortante escuchar las andanadas y los truenos de la guerra.

56. EL BUEN NAZI (2)

«Oh padre mío, si es posible aparta de mí este cáliz.» Cuántas veces había oído a su propio padre recitar estas palabras en la pequeña iglesia de su casa; cada año por Pascua desde que era niño, sin contar los años de la guerra.

El teniente Günter Weber se cuadró delante del mayor y, componiendo un gesto de determinación, dijo:

– Herr mayor, debo solicitar que esta misión le sea encomendada a otro oficial. Yo no puedo llevarla a cabo.

El mayor enarcó una ceja de incredulidad, pero no llegó a montar en cólera. Lo cierto era que en aquella tesitura él quizá habría hecho lo mismo.

– ¿Y cómo es eso? -preguntó. La pregunta era innecesaria, pero así lo exigía la etiqueta castrense.

– Herr mayor, va contra la Convención de Ginebra asesinar a prisioneros de guerra. Además, lo considero un error. Debo solicitar una dispensa. -Recordó una frase histórica y añadió-: Su sangre recaerá sobre nosotros, y sobre nuestros hijos.

– No son prisioneros de guerra, son traidores. Se han rebelado contra su propio y legítimo gobierno y también contra nosotros, aliados suyos por tratado legalmente establecido. Ejecutar traidores no va contra la Convención de Ginebra, como sabe usted muy bien.

– Con todos los respetos -insistió Weber-, el gobierno italiano puede ser constituido o derogado por el rey. El rey ha puesto a Badoglio al frente del gobierno, y Badoglio ha declarado la guerra. Por tanto, los hombres de la división Acqui son prisioneros de guerra y no se les puede ejecutar.

– Por el amor de Dios -dijo el mayor-, ¿no ve que son unos traidores?

– Sí, herr mayor, pero lo que yo piense y la situación legal no son la misma cosa. Según el código militar, un oficial superior no puede ordenar a otro inferior que cometa un acto ilegal. No soy un criminal, herr mayor, y no deseo convertirme en uno.

– La guerra es un negocio sucio -suspiró el mayor-, debería usted saberlo, Günter. A todos nos toca hacer cosas terribles. Por ejemplo, usted me cae bien, admiro su integridad y más en un momento como éste. Pero debo recordarle que la pena por negarse a obedecer una orden es el fusilamiento. No se lo digo como amenaza, sino como hecho innegable. Usted lo sabe tan bien como yo. -El mayor se acercó a la ventana y luego giró sobre sus talones-. De todos modos, esos traidores van a ser fusilados, lo haga usted o no. ¿Para qué añadir su muerte a la de los italianos? Sería desperdiciar un buen oficial. Total para nada.

Günter Weber tragó saliva. Los labios le temblaban y le resultaba difícil hablar. Al fin, dijo:

– Solicito que quede constancia de mi protesta en mi hoja de servicios, herr mayor.

– Délo por hecho, Günter, pero haga lo que se le ordena. Heil Hitler.

Weber devolvió el saludo y salió del despacho del mayor von Hirschfeld. Apoyado contra la pared de fuera encendió un cigarrillo, pero las manos le temblaban y se le cayó al suelo. En su despacho el mayor discurrió que como la orden había venido de arriba, la responsabilidad recaía en el coronel Barge o tal vez en alguien de Berlín. En definitiva, por supuesto, era el Führer a quien incumbía la decisión. «Así es la guerra», dijo en alto, y decidió no incluir la protesta del teniente Weber en su hoja de servicios. No tenía sentido estropearle la carrera por consideración a unos escrúpulos encomiables.

– A cantar, muchachos -dijo Antonio Corelli mientras el camión en el que viajaban se bamboleaba de un bache a otro. Recorrió con la mirada los rostros desapasionados de los guardias alemanes y luego los de sus hombres. Uno de éstos farfullaba ya al borde del llanto, otros rezaban con la cabeza metida entre las rodillas, y sólo Carlo iba totalmente erguido, sacando el imponente pecho como si ninguna bala pudiera romperlo. Corelli experimentaba una extraña euforia, medio ebrio de fatiga y de la infalible excitación de la certidumbre. ¿Por qué no sonreír ante la muerte?-. Muchachos, a cantar -repitió-. Canta, Carlo.

Carlo le miró fijamente con ojos de infinita tristeza y empezó a cantar en voz baja un Ave María. No era la versión de Schubert ni la de Gounod, sino algo que brotaba paulatinamente de su alma, y era bello porque sonaba sereno y lírico. Los hombres abandonaron sus plegarias y escucharon. Algunos reconocieron notas de una nana que recordaban de la infancia, y otros oyeron retazos de una canción de amor. Carlo repitió dos veces «Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte», calló y se enjugó los ojos con la manga. Uno de los tenores de La Scala se puso a cantar el coro «a boca chiusa» de Madama Butterfly , y otros al punto se lo sumaron o abandonaron, según estuviera el nudo de sus gargantas. Aquella melodía tenía algo apaciguador y apropiado; era una música para hombres extenuados, para hombres sucios y harapientos a las puertas de la muerte, para hombres demasiado oprimidos por la desgracia como para mirar incluso las caras de unos camaradas a los que en breve iban a perder para siempre. Era sencillo tararear mientras uno pensaba en su madre, en su pueblo, en su adolescencia entre viñedos y campos, en el abrazo de un padre, en el primer beso de una novia, en la boda de una hermana. Era sencillo balancearse casi imperceptiblemente al son de aquella melodía y contemplar la isla, escenario de tantas noches de borrachera, tantos partidos de fútbol y tantas chicas. Era más sencillo canturrear que meditar sobre la muerte; así tenían el corazón ocupado.

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