Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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Las tropas aguardaron y fumaron mientras se ponía el sol; el aceite de sus dedos se impregnaba acremente al papel de sus cigarrillos. Una numerosa escuadrilla de Junkers les sobrevoló trayendo refuerzos para los nazis, y el capitán Appollonio alzó los brazos al cielo, diciendo con exasperación: «¿Por qué no disparan las baterías antiaéreas? ¿Qué les pasa a esos cretinos?» No se había arriesgado tanto para ahora perderlo todo porque los demás titubearan. En vano, pero contento de poder hacerlo, disparó con una carabina a los aviones que ya se perdían de vista, y el chasquido de los disparos sonó extrañamente educado y tímido en comparación con las recientes salvas.

Sonó el teléfono de campaña. El general Gandin, en lugar de exigir una rendición como habría sido lógico, había accedido a una tregua. Appollonio puso los ojos en blanco y soltó tal chillido al operador, que tardó un rato en darse cuenta de que estaba maldiciendo por una línea cortada. «Maldito hijo de puta», vociferó y no se consoló hasta más tarde, cuando le trajeron un mensaje del capitán Antonio Corelli: «Si le forman consejo de guerra, exigiré el honor de ser procesado junto con usted.»

54. LA DESPEDIDA DE CARLO

«Antonio, mi capitán:

»Vivimos un momento difícil y tengo el presentimiento de que no sobreviviré. Ya sabe lo que pasa, los gatos se alejan para morir solos, los hombres cuando enferman ven el fantasma de su propia madre junto a la cama, o incluso se topan con el fantasma de sí mismos en una encrucijada.

»Con esta carta va todo lo que he escrito desde que llegué a esta isla, y si lo lee descubrirá la clase de hombre que soy. Espero no causarle repugnancia, y espero, dado su grande y generoso corazón, que me perdone y me recuerde sin desprecio. Espero que se acuerde de las muchas veces que nos hemos abrazado como hermanos y como camaradas, y que no se estremezca al pensar que ésas fueran caricias de un degenerado. Siempre he procurado mostrarle el afecto que sentía sin pedirle nada a cambio ni darle nada que usted no quisiera.

»Cuando lea estas páginas comprenderá que en Albania me deprimió mucho la pérdida de mi camarada Francesco, y quiero que sepa ahora que la herida que recibí en esa guerra me la infligí yo mismo. Pero no me avergüenzo. Hice lo correcto. Cuando Francesco murió, yo también sentí morir. Mi vida quedó vacía de belleza y nada tenía sentido, pero me faltó el inhumano valor que un hombre necesita para volarse la tapa de los sesos. Cuando llegué a esta isla no tenía más que una especie de niebla en la cabeza, y un corazón dolido al que no había manera de consolar y que hervía de pena y de amargura. ¿Qué más da tener el pecho cargado de medallas si el corazón que hay debajo está tan desconsolado que apenas puede latir?

»Mi querido Antonio, quiero que sepa que a cambio de su risa incombustible, su admirable música y su incomparable brío, yo le he amado con la misma sorpresa y gratitud que veo en sus ojos cuando está con Pelagia, y que le recordaré siempre. Usted consiguió quitarme la pena del corazón y hacerme sonreír. He aceptado y disfrutado de su amistad, siempre consciente de mi propia indignidad, siempre luchando contra el menor impulso de envilecerla, y confío en que por esa razón no me desprecie usted como algunos pueden pensar que merezco.

»Antonio, tengo tantos recuerdos de estos meses que siento ganas de llorar sólo de pensar en ellos, ahora que todo ha acabado. Muchos y felices recuerdos. ¿Se acuerda de cuando casi salta por los aires por culpa de aquella mina y de que yo le llevé en brazos a casa del doctor? Supe entonces que si usted moría yo enloquecería, y agradezco a Dios que me haga morir a mí antes, y no tener que soportar tanta pena.

»Antonio, le estoy hablando desde más allá de la tumba. Le he querido con todo mi ignominioso corazón, tanto como quise una vez a Francesco, y he superado cualesquiera celos que hubiera podido sentir. Si es que un muerto puede formular un deseo, el mío es que una usted su futuro al de Pelagia. Es una chica hermosa y dulce, nadie hay que le merezca a usted más, y nadie más digno de usted. Deseo que tengan hijos y también que alguna vez les hablen del tío Carlo, al que nunca llegaron a conocer. En cuanto a mí, me cuelgo la mochila al hombro y me abrocho el correaje, paso el brazo por el portafusil y descorro el velo para marchar hacia lo desconocido como siempre han hecho los soldados. No me olvide.

CARLO»

55. VICTORIA

Pese a la inequívoca exigencia por parte de sus hombres de obligar a los alemanes a rendirse y de confiscarles las armas, el general Gandin se puso de acuerdo con el coronel Barge para que las tropas italianas pudieran conservar sus armas y evacuar la isla. Sin embargo, no había barcos con que evacuar a los soldados, cuestión que por lo visto no le pareció relevante. En Corfú los alemanes habían accedido de forma muy caballerosa a proporcionar ellos mismos el transporte para las tropas, y mientras los soldados vadeaban las rompientes los habían ametrallado a todos, sin excepción, y dejado sus cuerpos a merced de las olas. El incomparablemente valiente coronel Lusignani, abandonado por los británicos, resistió contra todo pronóstico durante unos días. Todos los hombres que sobrevivieron para llegar hasta los transportes alemanes perecieron después cuando los británicos los bombardearon en alta mar. Los que consiguieron saltar al agua fueron ametrallados por los alemanes. Sus cuerpos flotaron a la deriva.

Los alemanes apostados en Cefalonia habían disfrutado ya de catorce días de gracia para organizar los refuerzos y el nuevo armamento recibido, en tanto que los pasmados italianos, a falta de una jefatura eficaz, habían actuado o no en función de la iniciativa personal de sus oficiales. Algunos, como Appollonio y Corelli, habían preparado a fondo a sus hombres, pero otros, cegados y embriagados por la perspectiva de volver a casa, se habían sumido insulsamente en un suicida y optimista letargo que había dejado a sus hombres ardiendo de enojo y consternación; preveían que iban a transportarlos a campos de trabajo en vagones de ganado sin luz, sanitarios ni comida -¿acaso no sabían todos que eso les venía ocurriendo a los griegos desde hacía meses? -, y preveían las masacres. Algunos se sumían en una depresión fatalista, mientras otros apretaban las mandíbulas con determinación, sosteniendo con tanta fuerza sus rifles que los nudillos se les quedaban blancos.

Los griegos, entre ellos Pelagia y el doctor Iannis, se miraban unos a otros con ojos desorbitados y el corazón rebosante de presagios, mientras que las prostitutas del burdel militar se olvidaron de sus cosméticos y se paseaban de habitación en habitación en bata, como apenados e insensatos espectros del inframundo, abriendo las contraventanas, atisbando, volviendo a cerrarlas y elevándose las manos a sus palpitantes corazones.

Cuando a primera hora de la tarde apareció la formación de Stukas y los aparatos inclinaron sus alas, se ladearon en formación y se lanzaron aullando en picado sobre las baterías italianas, fue casi un alivio. Ahora todo estaba claro; al fin quedaba de manifiesto que los alemanes eran pérfidos, que cada soldado iba a tener que luchar para seguir con vida. Günter Weber sabía que iba a tener que atacar a sus amigos, Corelli sabía que sus dedos de músico, tan acostumbrados a las artes de la paz, tenían que cerrarse ahora sobre el gatillo de una pistola. El general Gandin supo demasiado tarde, que con su indecisión y sus consultas a sacerdotes afeminados había condenado a muerte a sus hombres; el coronel Barge sabía que había logrado embaucar a sus antiguos aliados y dejarlos en una posición de desventaja; las putas sabían que quienes les habían robado antes la felicidad iban a dejarlas ahora a merced de los cuervos, y Pelagia sabía que una guerra que siempre había tenido otros lugares como escenario real estaba ahora a punto de asentarse en su casa y convertir sus piedras en polvo.

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