Un año después de su detención, Rafiq fue condenado a treinta años de prisión. Cuando la sentencia se hizo pública, la sensación general fue que, a pesar de ser un personaje destacado en la alta sociedad y en la esfera política egipcia, se había extralimitado en sus negocios de antigüedades.
Lo más curioso de todo es que el fiscal jamás reveló quién le había enviado los documentos aduaneros de trescientas reliquias faraónicas sacadas clandestinamente de Egipto y en los que aparecía la firma de Al-Hawasi. Algunos apuntaron al propio Kalamatiano, cuando éste descubrió que aquel joven colaborador al que había ayudado a hacerse rico había desviado algunas piezas, incluido un valioso sarcófago, hacia un comprador directo sin ponerlo en su conocimiento. Aquel acto supuso su condena ante los tribunales y también ante el mundo del comercio de antigüedades. Nadie volvería a abrirle las puertas a aquel joven ambicioso que había intentado engañar a uno de los comerciantes de antigüedades más famoso del planeta, no sólo ante los coleccionistas, sino también ante varios departamentos de policía expertos en protección del patrimonio.
Kalamatiano había nacido en la isla de Corfú. Muchos de sus colaboradores lo comparaban con el millonario Aristóteles Onassis. Alto y casi calvo, llevaba un parche negro cubriendo su ojo derecho. La leyenda aseguraba que cuando era más joven, había tenido una pelea con dos orientales en un oscuro bar del puerto de Hong Kong. Uno de ellos le había arrancado el ojo con un gancho, pero Kalamatiano consiguió matar a sus dos atacantes. Otra versión narraba que Kalamatiano había intentado vender las cenizas de Nurashi, el primer emperador chino, al jefe de una tríada, quien, al descubrir que eran falsas, ordenó secuestrar al marchante y le extirpó el ojo hasta que el Griego decidió devolverle el dinero. Pero todo esto no eran más que leyendas que a Kalamatiano no le interesaba desmentir para mantener ese halo de misterio que rodeaba todo lo relacionado con su persona. En realidad, el Griego había perdido el ojo derecho siendo niño, cuando un amigo suyo le había arrojado una piedra con un tirachinas.
A pesar de tener un solo ojo, a Vasilis Kalamatiano no se le pasaba una buena pieza, y llevaba siempre ingentes cantidades de dinero en efectivo. Pagaba en el acto, y ésa era una de las razones por las que gozaba de gran popularidad entre los marchantes, ojeadores y excavadores ilegales de todo Oriente Próximo.
Afdera abrió el diario de su abuela y comenzó a leer.
Conoc í a Kalamatiano cuando llegu é a Par í s. Tras abrir mi primera galer í a all í , el negocio iba viento en popa hasta que Vasilis comenz ó a verme como una posible competidora. Le molestaba incluso que yo pudiese negociar en seis idiomas, mientras é l segu í a manej á ndose con su cerrado griego, su rudimentario franc é s y su escaso ingl é s. Vasilis se inici ó en el mundo de las antig ü edades gracias a un pariente lejano que ten í a un negocio en Par í s. All í aprendi ó lo m á s esencial hasta que su pariente falleci ó sin dejar herederos y el negocio pas ó a sus manos. El Griego comenz ó a tener un gran é xito entre los esnobs de la alta sociedad parisina. Era un joven astuto y un h á bil negociador que con el paso del tiempo consigui ó establecer una gran red de colaboradores e informantes que le llamaban cada vez que sal í a a la luz alguna pieza interesante en cualquier punto del planeta.
Afdera miró atentamente una fotografía en blanco y negro en la que se veía a su abuela junto a otros marchantes de antigüedades en una conferencia internacional. Justo detrás de Crescentia Brooks aparecía el rostro serio y redondo, con el parche en el ojo, de Vasilis Kalamatiano. La joven volvió a introducir la arrugada imagen entre las páginas y continuó leyendo.
Su tienda era oscura, con un amplio s ó tano al que se acced í a a trav é s de un estrecho pasillo inundado de cajas. Tras alcanzar el é xito, Kalamatiano necesitaba un brillo de respetabilidad al trasladar a Ginebra todo su negocio, y para ello nada mejor que una esposa suiza. Aim è e, nacida en Ginebra, que dio tres hijos y una hija a Vasilis. Cada a ñ o, exactamente el 8 de enero, Kalamatiano comenzaba su ruta de « caza y captura » , como a é l mismo le gustaba decir. Italia, Grecia, Chipre, Siria, Teher á n, Estambul y finalmente El Cairo jalonaban esa ruta.
Los excavadores ilegales le conoc í an como el Tuerto, pero jam á s se atrever í an a llamarlo as í en su presencia. Le ten í an demasiado miedo. Su gran habilidad era reclutar y, al mismo tiempo, saber tratar mediante pagos de sobornos a ojeadores, buscadores, excavadores y expertos. Recuerdo una de las grandes operaciones llevadas a cabo por el Griego. Vasilis compr ó una peque ñ a figura de Isis, Se dijo que la hab í a adquirido en El Cairo o Damasco por unas doscientas libras egipcias, unos cincuenta d ó lares. Despu é s vendi ó la pieza a un coleccionista americano por tres mil d ó lares, lo que significaba un aumento de un seis mil por ciento. Seis a ñ os despu é s esa misma pieza pod í a alcanzar en Sotheby's o Christie's medio mill ó n de d ó lares.
Para Afdera estaba claro que Vasilis Kalamatiano formaba parte de un reducido v selecto grupo de personajes que, rozando la ilegalidad, habían sentado las bases del comercio de antigüedades en Oriente Próximo durante la posguerra. Lo importante de personajes como el Griego era tender puentes entre los coleccionistas de Estados Unidos o de Europa con los buscadores de Oriente Próximo.
Todos los marchantes de arte y antigüedades de posguerra como Kalamatiano tenían una serie de rasgos comunes: eran gente sin cultura, pero con buen olfato para rastrear una pieza y, principalmente, no tenían piedad con un competidor.
– ¿Señor Kalamatiano? -preguntó Afdera.
– Un momento. Soy la secretaria del señor Kalamatiano. ¿Con quién hablo?
– Soy Afdera Brooks, nieta de Crescentia Brooks. Desearía hablar con el señor Kalamatiano.
– Un momento, señorita Brooks. -Tras unos segundos de espera, la secretaria volvió a coger el teléfono-. Señorita Brooks, el señor Kalamatiano me ha indicado que espere en su hotel su llamada. No se mueva de ahí hasta que nosotros la llamemos.
– ¿Sabe cuándo podrá hacerlo, por favor?
– No lo sé. Me limito a transmitirle lo que me ha ordenado el señor Kalamatiano. Espere en su hotel la llamada. Puede ser esta misma tarde o dentro de una semana.
– De acuerdo. Estoy alojada en el Hotel Beau Rivage, en el número 13 del Quai du Mont-Blanc.
Durante cuatro días, Afdera esperó impaciente la llamada, pero al quinto, cuando había decidido abandonar Ginebra para regresar a Venecia, llegó la tan esperada llamada. Kalamatiano iba a recibirla esa misma tarde en su mansión.
– A las dos de la tarde pasará a buscarla Daniele, la chófer del señor Kalamatiano. Esté preparada -ordenó la secretaria.
Читать дальше