Eric Frattini - El Laberinto de Agua
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- Название:El Laberinto de Agua
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– Puede ser.
– Los antiguos griegos, que sabían muy bien de lo que hablaban, solían decir que el 'destino', o moira en griego, estaba entretejido fibra por fibra. Lo mismo te ocurre a ti con este libro y el mensaje de Judas -dijo Sabine, poniendo sus manos sobre los hombros de Afdera-. Lo mismo ocurre con el destino humano, donde los caminos se cruzan de forma inesperada, casi como fibras unidas con otras fibras, de manera imprevista, sin que estuviera planeado. Tal vez tu destino no sea conocer el contenido de este libro.
– Sí, Sabine, pero mi abuela, al morir, se preocupó de ponerme en el mismo camino de Judas. Se encargó de tejer las fibras de las que hablas para cambiar mi destino.
– Eso me suena a crítica hacia tu abuela.
– ¡Oh, no lo es! Aunque tal vez sí sea una recriminación por no haberme dado opción a elegir mi propio destino. Ella decidió por mí que debería ser yo la encargada de descifrar el significado del libro de Judas y su mensaje.
– Ésa puede ser tal vez tu misión hacia Judas. Puede que pases a la historia como la persona que hizo cambiar de opinión a millones de seres humanos sobre un personaje como Judas. ¿Quién sabe? -apuntó Sabine dirigiendo una gran sonrisa a Afdera.
– Puede que tengas razón, pero ¿cuándo podremos saber más detalles? Me gustaría conocer cuanto antes la traducción total del libro o, por lo menos, encontrar alguna pista de ese tal Eliezer.
– Danos un par de semanas y tendrás esas respuestas. Ahora conviene que seamos prudentes para poder trazar una línea histórica desde adelante hacia atrás, para esbozar un nuevo perfil de Judas. Primero debemos saber lo que dice el libro, para analizar a sus protagonistas, conocer quién lo escribió, saber de qué otro texto se copió o en cuál se basó su autor. Cuando tengamos todos estos datos, tal vez podrás saber algo más de tu misterioso Eliezer.
Después de la reunión y un almuerzo informal con el grupo de científicos y directivos de la fundación, Afdera visitó los laboratorios en donde se estaba llevando a cabo la restauración del libro. Escáneres, mesas de luz, potentes microscopios y productos químicos se alineaban ordenadamente en las estanterías y mesas. Fuera del laboratorio, la luz empezaba ya a apagarse sobre Berna.
Afdera miró su reloj tras despedirse de Sabine y del resto del equipo. Antes, la restauradora había llamado a seguridad para que acompañasen a la joven hasta el coche que la esperaba en la entrada para llevarla al restaurante en donde cenaría con Renard Aguilar. «¿Qué querrá proponerme Aguilar?», pensó Afdera mientras circulaba ya en dirección al centro.
Unos minutos más tarde, el Mercedes se adentraba en la parte antigua rumbo a la Schauplatzgasse. En el número 16 y entre grandes edificios se levantaba, desde 1892, uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Nada más entrar en el local, apareció Aguilar acompañado de un hombre con el típico uniforme de chef y su nombre bordado en el bolsillo: Michele Rugolo.
Rugolo era el hombre que había convertido aquel local en uno de los más concurridos por los gastrónomos europeos que visitaban la ciudad.
– Por favor, síganme y les acompañaré hasta su mesa -dijo Rugolo-. Primero les serviremos un aperitivo y después probarán nuestro famoso Bernerplatte, que incluye doce variedades de carne y embutido, patatas y sauerkraut. Espero que tengan apetito.
Cuando el chef se alejó, Aguilar se dirigió a Afdera.
– Es usted muy hermosa, señorita Brooks, si me permite decírselo.
– Muchas gracias, pero creo que este encuentro no era una cita, sino una reunión para hablar de negocios.
– ¡Oh, ustedes, las americanas, qué poco dadas son a recibir elogios por su belleza! -dijo Aguilar con el fin de suavizar la tensión que se había creado tras la brusca respuesta de la joven.
– Déjeme decirle que soy mitad americana y mitad italiana, o mejor dicho, veneciana, así que, efectivamente, somos poco dadas a saber recibir un halago de un hombre. Mi abuela decía que un halago de un latino eran palabras perdidas en el viento.
– Yo soy mitad venezolano, mitad suizo, o mejor dicho, ginebrino, así es que permítame indicarle que tengo más de suizo que de latino.
– Touch é ! -exclamó la joven.
Renard Aguilar era un personaje misterioso en el mundo del mercado de obras de arte y antigüedades. Su nombre había estado oscuramente relacionado a principios de la década de los años setenta con la compraventa de antigüedades de dudosa procedencia. Parece ser que, siendo director de una famosa galería en Estados Unidos, Aguilar habría comerciado con un espléndido busto de un faraón que posteriormente vendió por un millón doscientos mil dólares de la época. La pieza había sido sacada de Egipto ilegalmente y el gobierno de El Cairo, al descubrir la operación, exigió al Departamento de Estado su devolución. El FBI consiguió pruebas suficientes para demostrar que Renard Aguilar podría haber estado relacionado con el tráfico ilegal de piezas desde Egipto y Oriente Próximo para los grandes museos y coleccionistas de Estados Unidos.
Aguilar fue condenado a tan sólo un año de cárcel que ni siquiera llegó a cumplir. Alguna poderosa mano consiguió, al ser su primer delito, que supliese la cárcel por trabajos comunitarios en colegios y centros de la tercera edad, impartiendo conferencias sobre arte. Después de aquello, y cuando parecía que la carrera de Aguilar estaba acabada, reapareció en la ciudad de Berna como director de la poderosa Fundación Helsing. Ahora, aquel suizo-venezolano, vestido con un elegante traje a medida, con la manicura hecha y con un Rolex de oro en su muñeca, se sentaba ante Afdera para proponerle un negocio que sería difícil rechazar.
Después de la cena y mientras servían café y licores en la mesa, el director tomó la palabra. Antes extrajo de su bolsillo un caramelo de menta Edelweiss y se lo introdujo en la boca con rapidez.
– Estoy dejando de fumar y estos dichosos caramelos de menta calman un poco mi adicción a la nicotina -se disculpó, colocando el papel del caramelo sobre su plato-. Y ahora, querida señorita Brooks, la he hecho venir aquí, a cenar conmigo, para hacerle una oferta.
– ¿De qué oferta se trata? -preguntó Afdera.
– Un coleccionista y mecenas muy importante de Estados Unidos, que ha entregado millones de dólares a nuestra fundación, desea que en su nombre le ofrezca ocho millones de dólares por su libro de Judas.
La joven lanzó un pequeño y largo silbido.
– Caray, ¿y quién es ese mecenas tan rico?
– Perdóneme que no se lo diga, pero me ha pedido que su nombre permanezca en el más absoluto anonimato. No desea que se conozca su nombre porque no es relevante para el destino del libro. El comprador…
– … el posible comprador -le corrigió Afdera.
– Sí… el posible comprador tan sólo pagará el libro para después donarlo a una gran universidad de Estados Unidos que aún no ha decidido cuál será.
– Si quisiera vender el libro, pondría mis propias condiciones para esa venta.
– Me imaginaba que así sería. ¿Cuáles son esas condiciones? Tal vez podríamos suavizarlas en cierta manera para conseguir contentar a las partes.
– Lo dudo, porque a la única parte que hay que contentar es a mí, que soy quien tiene el libro de Judas.
– ¿Aceptaría usted una cifra más alta por suavizar esas condiciones?
– No. No es cuestión de dinero. No lo necesito, ni mi hermana tampoco. Ella es propietaria del cincuenta por ciento del libro, así que ella deberá tomar la mitad de la decisión -precisó Afdera.
– ¿Cuáles serían esas condiciones?
– La primera es que libro debe ser entregado a una fundación, universidad o biblioteca para que pueda ser estudiado por los investigadores de todo el mundo. La segunda, que el libro deberá ceder un número de semanas al año a diversos museos, fundaciones y organizaciones culturales para su exposición en otros países. La tercera, que tanto mi hermana como yo podremos reclamar información sobre el libro en cualquier momento, en cualquier lugar. La cuarta, que la cantidad deberá ser abonada en su totalidad en un solo pago en una cuenta en Suiza. La quinta, que la operación de traspaso de la propiedad del libro no se llevará a cabo hasta que no se finalicen los trabajos de restauración y traducción. La sexta, que todas las copias de las páginas del libro serán donadas a la Fundación Helsing por parte del comprador. Si está de acuerdo con las seis condiciones anteriores, dé por hecho que tanto mi hermana como yo aceptaremos vender el libro a su mecenas misterioso. Si el comprador las acepta, mi abogado Sampson Hamilton se ocupará de los contratos.
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