Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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– Señor, ¿puedo hablar con usted un momento?

– Claro, Rendón. ¿Pasa algo malo? Tiene usted cara de no haber pegado ojo. ¿Algún problema con mi hija? Ella no me ha dicho nada.

– No, no, no es eso. Carmen está bien. Se trata de mí. Tengo que pedirle que me ayude a obtener permiso para viajar a Estados Unidos dentro de unos días.

– ¿Otra vez? Mire, Rendón, no le voy a ocultar que esas idas y venidas no me gustan nada, y no van a favorecer la opinión que de usted se tiene por aquí. Hace sólo dos años que viajó a América, y ahora me dice que tiene que volver… ¿qué negocios se trae usted en Estados Unidos? Porque no creo que se trate de otro compromiso social…

Salvador Orenes había tenido la reacción que esperaba.

– Comprendo lo que dice, señor, pero tengo un motivo para solicitar su colaboración. Voy a contarle algo… Sólo le pido que no diga nada de esto a Carmen ni a su esposa…

– Tiene mi palabra. Me está usted asustando.

– Se trata de mi hermano, Efraín. Vive en América desde hace unos meses. Es un chico un poco… bueno, un poco irresponsable. La oveja negra de la familia, ya sabe a qué me refiero. Mis padres están muy preocupados por él. Me he enterado de que piensa casarse con una chica que no le conviene en absoluto. Una americana protestante de padres divorciados, que tiene un hijo de un matrimonio anterior.

– Virgen Santa…

– Puede imaginarse cómo reaccionaría mi madre si llegara a celebrarse esa boda. La pobre ya está delicada de salud, y esto la llevaría a la tumba. Por eso quiero ir a Norteamérica. Mi hermano es un botarate, pero no un mal muchacho. A lo mejor, si hablo con él, consigo abrirle los ojos. Comprenderá que es un viaje penoso, pero…

– No me diga más, Rendón. Está todo justificado. Déjeme a mí los detalles, y usted preocúpese sólo de lo que le espera allí. -Movió la cabeza en un ademán de compasión infinita-. Menudo trago. Menudo trago, hijo.

Zachary West y yo partimos seis días después. Hicimos la preceptiva escala en Lisboa, y luego un vuelo nocturno bastante tranquilo. Zachary dormía pacíficamente a mi lado, pero yo no tenía sueño. Pensaba en el dolor de Elijah y Mary Jo y en qué posibilidades habría de brindarles consuelo. Y también pensaba en Hannah. Estuve a punto de enviarle un telegrama para avisarla de mi llegada, pero cambié de idea. Ella y los West estaban en contacto, y de todas formas ni siquiera estaba seguro de que pudiera trasladarse desde Baltimore para encontrarse conmigo… Me moría de ganas de verla, pero por otro lado quizá no fuese una buena idea el promover un encuentro entre ambos. Ya me había dolido bastante decirle adiós la última vez. En cuanto a Efraín ni siquiera sabía si estaba en Nueva York. Según su última carta, fechada tres meses atrás, iba a iniciar un viaje por el país para preparar una colección de fotos sobre estaciones de ferrocarril. A pesar de todo, le había mandado un telegrama a su apartamento de Manhattan informándole de mi visita.

Aquella vez no había en el aeropuerto nadie para recibirnos, así que Zachary y yo alquilamos un coche con chófer que nos llevó a casa de Elijah. Un criado nos abrió la puerta.

– Los señores duermen todavía…

– No les despierte. ¿Pueden servirnos un café?

Zachary y yo estábamos disfrutando de un generoso desayuno cuando Elijah entró en la habitación. Acababa de levantarse y llevaba un batín mal anudado y el pelo revuelto.

– Cuánto me alegro de que hayas venido…

Elijah y yo nos abrazamos. Me di cuenta de que mi amigo se agarraba a mí no con la franca camaradería de los buenos tiempos sino con la desesperación de un náufrago. Fui consciente de la carga de pesadumbre que llevaba por dentro, y también de que era la primera vez en la vida que el destino ponía a prueba al siempre afortunado Elijah West.

Mary Jo llegó algo después, ya vestida y peinada. La encontré hermosa y triste, mucho más delgada, con las huellas de la pena en un rostro que había perdido su aire aniñado. La desdicha nos hace madurar, nos vuelve adultos en cuestión de horas. A pesar de todo, la esposa de Elijah me recibió con el afecto que se reserva a un hermano -pues, como bien había dicho ella, eso éramos su marido y yo- y me agradeció, con los ojos llenos de lágrimas, el que hubiese hecho un viaje tan largo para estar a su lado en un momento difícil.

– Bueno, bueno, ya está bien de dramas. -Zachary besó en la frente a su nuera-. Mary Jo, sigues siendo preciosa, pero te estás quedando en los huesos. Siéntate y desayuna. Y tú, Elijah. Ahora que estamos todos juntos, Silvio, ponles al corriente de las novedades.

– ¿Novedades? En tus cartas no me has contado nada demasiado emocionante.

– Ya sabes cómo es Silvio: no le gusta hablar de sí mismo. Pero acaban de publicar en España una novela suya, y el libro saldrá también en Estados Unidos.

– ¡Pero bueno…!

– Las cosas no son exactamente como las cuenta tu padre…

Entre risas, Zachary explicó a Mary Jo y a Elijah las circunstancias en las que se había producido mi ingreso en la república de las Letras. Los dos celebraron ruidosamente la ocurrencia de la Organización.

– Así que harán de ti un escritor de renombre internacional. Es estupendo. Ahora podrás moverte a tus anchas…

– Bueno, no tanto. Pero será menos sospechoso el que pida licencia para viajar. Esta vez tuve que inventarme una historia para que mi suegro me arreglase los papeles en el ministerio.

– ¿Tu suegro? Así que lo de esa chica, Carmen, empieza a ir en serio.

Zachary bajó los ojos en un gesto que no le era habitual. Supuse que nunca había hablado a Elijah de los detalles que rodeaban mi noviazgo.

– Más o menos… lo cierto es que ya tengo una edad y que debería ir pensando en sentar la cabeza.

A Mary Jo le brillaban los ojos.

– Ay, Silvio, eso sí que es una buena noticia. Cuando te cases, iremos a España a la boda. ¿Verdad, Elijah? Cuánto me alegro por ti… ya verás qué cara pone tu hermano cuando lo sepa… porque ¡él también va a casarse!

– Mary Jo… le prometimos no decir nada. ¡Era una sorpresa!

– ¿Casarse? Pero ¿con quién?, ¿cuándo?

– Ni una palabra más. Mi querida esposa ya ha sido suficientemente indiscreta, y Efraín quiere contártelo personalmente. Ahora está en Filadelfia, pero volverá antes de que regreséis a España y te dará todos los detalles. Se puso loco de contento al saber que venías.

Aquella semana en Nueva York fue mucho más tranquila que la que precedió a la boda de Elijah y Mary Jo. Si la otra vez mis amigos estaban permanentemente agobiados con preparativos y compromisos sociales, esta vez pudieron dedicarse sólo a mí. Ellos, Zachary y yo dimos largos paseos por las calles neoyorquinas y los bosques de Central Park, asistimos a un par de estrenos de teatro y visitamos museos y galerías de arte. Los padres de Mary Jo nos recibieron en su casa de Sutton Place y dieron en nuestro honor una cena a la que también asistieron los consabidos parientes Connors que vivían en Connecticut, Boston y Rhode Island. En aquella reunión, nadie trató a Mary Jo con un especial afecto, ni le prodigaron los mimos que merece una mujer que acaba de perder a un hijo. Hubiera jurado que aquellas personas no acababan de lamentar la muerte del bebé West. Después de todo, la idea de que un mulato llevase la sangre de los Connors era demasiado incluso para los miembros más progresistas de la familia.

Dos días más tarde, Mary Jo se empeñó en que fuese de compras para Carmen.

– La ropa y los complementos son aquí muchísimo más baratos que en Europa… iré contigo para ayudarte. Además, me hacen descuento en algunas tiendas.

Estuve a punto de hacerme el remolón, pero entonces recordé el viejo abrigo negro de Carmen y la pobreza de sus vestidos heredados y aquello me decidió. Hasta la fecha no le había hecho demasiados regalos, y no debía desperdiciar la oportunidad de ser asesorado en mis compras por una elegante neoyorquina. Fue una jornada muy divertida. La esposa de mi amigo y yo -Elijah y Zachary prefirieron, con buen criterio, quedarse en casa- recorrimos la planta de señoras de los almacenes Macy's y una docena de tiendas de los alrededores de la Quinta Avenida. Allí, dejándome guiar por el gusto de Mary Jo, compré para Carmen un traje de noche, un abrigo, blusas, faldas y dos vestidos de diario. Elegimos también tres sombreros con los bolsos y los guantes haciendo juego, y si no me llevé también zapatos fue porque no tenía la menor idea del número que calzaba mi novia. En la última tienda Mary Jo seleccionó una preciosa estola de piel que pidió que cargaran a su cuenta.

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