Elena adora a su hermano. Siempre han tenido una relación extraña, marcada por el cariño ilimitado y el constante choque de dos caracteres que en nada se parecen, y aderezada por la ancestral rivalidad fraterna. Pasaron la mitad de su juventud peleándose a muerte, y reconciliándose la otra mitad. Sólo al llegar a la edad adulta decidieron de común acuerdo dejar de lado sus constantes ordalías para aprender a ser amigos.
Sergio trabaja en Roma para la FAO. Se casó en Italia hace cinco años. Aquella boda fue una sorpresa: ni siquiera Elena sabía que tuviese intención de casarse, y por eso cuando su hermano llamó diciendo que había celebrado una boda civil sin invitados en el ayuntamiento de Ostia, se agarró un enfado monumental y declaró odio eterno a Giovanna, la esposa, afirmando que aquella italiana manipuladora había sido la armadanzas de todo. Elena aseguraba que Sergio nunca hubiese hecho una cosa así, «casarse en secreto, en un ayuntamiento de pueblo, como si fuese un adolescente o una puñetera estrella de Hollywood». Yo no dije nada, pero pensé que en el fondo Elena no tenía ni idea de lo que hubiese o no hubiese hecho su hermano. ¿Qué sabemos, en realidad, de las personas que amamos? ¿Conocemos a aquellos que nos quieren hasta el punto de ser capaces de anticipar sus reacciones? Yo no lo creo. En cualquier caso, hace cinco años, Sergio se casó inesperadamente en la casa consistorial de un pueblecito del Lazio, y todo el mundo fingió sorprenderse porque eso era lo que había que hacer, y culparon a la recién llegada a la familia de tamaño despropósito, porque siempre es más cómodo convertir a un extraño en el chivo expiatorio. Ahora, según me estaba contando Elena, la mujer de Sergio había vuelto a dar la campanada abandonando a su marido.
– Se ha largado y le ha dejado a los críos. A la niña y a los dos de ella, la muy fresca.
– Bueno, será algo temporal…
– No, qué va. Mi ex cuñada le ha explicado a Sergio que Guido y Lucca estarán mejor con él. Que va emprender un nuevo camino, y que los chicos serían un obstáculo. Dice que se casó muy joven la primera vez, que tuvo hijos demasiado pronto y que ahora se da cuenta de que le hace falta espacio.
Me quedé pensando un momento en esa expresión, «me hace falta espacio». Es relativamente nueva. Hasta bien entrados los noventa, para argumentar una ruptura hablábamos de libertad a secas. Ahora reclamamos espacio, y yo me pregunto ¿cuánto espacio hace falta exactamente y para qué? ¿Qué cantidad de espacio necesita la mujer de Sergio, que se ha marchado de casa dejando tras de sí a una cría pequeña (Giovaninna no debe de tener más de tres años) y a dos adolescentes fruto de su anterior matrimonio que vivían con ella y con Sergio? Supongo que lo bueno de irse sola es que, a partir de ahora, se conformará con un espacio mucho más pequeño, y que será Sergio el que tenga que compartir su espacio con una niña sin madre y dos muchachos que ni siquiera son hijos suyos.
No puedo creer que en el camino hacia su nueva vida, Giovanna -a quien no he visto nunca, pero imagino alta, morena y hermosa como Carla Bruni o Mónica Bellucci- haya dejado atrás a sus dos chicos, eludiendo toda responsabilidad sobre ellos con el absurdo argumento de que estarán mejor con otra persona y cargándose de razón al explicar que en su nuevo periplo los muchachos sólo serían una carga. Me pregunto si todas las mujeres son plenamente conscientes del significado último de la maternidad. Tengo amigas que reconocen sin disimulo que sus hijos se han convertido en un verdadero estorbo para sus carreras profesionales e incluso para su vida social. «Dile a un tío al que acabas de conocer que tienes dos niños de otra pareja y ya verás lo que tarda en salir por pies.» Ya. Pero ¿eso no lo sabían cuando decidieron ser madres? ¿O es que, una vez hecho realidad el deseo que apuntala para siempre la condición femenina, los hijos dejan de ser un objetivo vital para convertirse en un puro y simple estorbo?
Recuerdo a alguien para quien trabajé una vez, una mujer de cuarenta y pocos años que se había convertido voluntariamente en madre soltera. Estaba harta de su empresa, de su ex pareja, de su existencia en general, y una tarde, tras desgranar ante mí la interminable lista de miserias que conformaban su día a día -mucho trabajo, poco sueldo, noches solitarias, una niña a la que criar, etc., etc.- me dijo, sin bajar la voz: «Yo, si no fuese por ésta, me iría a Australia». «Ésta», que dibujaba a nuestro lado un paisaje de casitas y montañas ocultando la puesta de sol, se volvió y nos miró con un aire interrogante de infinita tristeza. Tenía siete años y su madre la había tenido porque sí, porque no le daba la gana de perderse la experiencia de la maternidad, porque pensó que se avecinaba el climaterio y quería sentirse realizada y completa. Después de nacer la niña, no tardó ni tres meses en darse cuenta de que los críos no son sólo una etapa a cubrir, sino que vienen con todo el lote de problemas, enfermedades e incordios que uno pueda imaginarse. «Me iría a Australia derechita», decía. Supongo que a buscar algo de espacio, como la mujer de Sergio.
– Giovanna no me gustó nunca, ya lo sabes. -Elena seguía a lo suyo-. No me gustó ni un pelo. Pero esto es demasiado incluso para ella. Darse el bote así y cargar a Sergio con la renacuaja y con dos chavales que no son sus hijos…
– ¿Y el padre de los niños?
– Ésa es otra. No le ven desde hace años. Creo que se ha casado con una rubia de tetas grandes, o puede que sea morena, y ha tenido tres hijos con ella. A los de Gio ni siquiera les pasa una pensión, así que no creo que esté dispuesto a llevárselos a su casa con la tetona y los mocosos. De modo que mi hermano se ha quedado con Giovaninna y los dos cafres, que por cierto van camino de convertirse en delincuentes juveniles. Yo a Sergio se lo he dicho muy claro: si Giovanna quiere irse, me parece perfecto. Pero que se lleve todas sus cosas, empezando por sus hijos. ¿Qué pasa si un día les ocurre algo grave? Porque, con el historial de esas dos prendas, cualquier cosa es posible, que los detenga la policía o que asalten un furgón blindado cuando se les acabe la paga. No sabes cómo son. A su lado, el hijo de Peter es un verdadero angelito, y aún así, si Peter se largase dejándomelo en casa, no tardaba ni una hora en ponérselo en el felpudo de su nueva residencia, no te jode la del espacio. A mí me iba a decir esa gilipollez. Pues si te has casado joven y te has puesto a parir hijos antes de los veinticinco, ahora te comes el marrón.
No sabía muy bien qué decir, porque además no podía evitar que la situación me pareciese ligeramente cómica, como sacada de una función de revista.
– Siento que lo estés pasando mal. Si necesitas algo…
– Necesito un cerebro nuevo para el imbécil de mi hermano y unas vacaciones para mí. Las últimas dos semanas han sido demenciales. Peter está de un humor de perros. Mi jefe la tiene tomada conmigo y me está dando más trabajo del que puedo sacar adelante. Y ahora que mi padre está mejor, él y mi madre vuelven a tener broncas a diario. De hecho, ella sólo deja de hacerle la vida imposible cuando le apetece pelear conmigo. A veces tengo que hacer verdaderos esfuerzos para no estrangularla.
Calculé unos segundos de silencio para dar más consistencia a mi siguiente frase:
– Bueno, ojalá yo pudiese pelearme con mi madre aunque sólo fuese durante cinco minutos.
A través del hilo pude escuchar cómo Elena se daba una palmada en la frente.
– Perdona, Ceci, soy una burra. Pero es que no sabes cómo estoy, y encima me llama Sergio para contarme sus desdichas. -Su tono había cambiado-. Mi hermano puede ser muy listo y muy trabajador, pero se ahoga en un vaso de agua. Yo le he dicho que tiene que reaccionar, empezando por obligar a Giovanna a encargarse al menos de sus dos hijos. Si ella no se los lleva, que avise a Asuntos Sociales y que los metan en un orfanato, en un correccional o en una cárcel para delincuentes precoces. Pero Sergio dice que esos arrapiezos le dan pena.
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