– Yo qué sé…
– Espera aquí.
El restaurante aún no había cerrado, y la dueña me dio un paño húmedo y un vaso de agua. Se lo llevé a Elijah, que acababa de sentarse en un escalón mugriento.
– Límpiate, anda. Se te ha ido la mano con el vino. Y mira que era malo.
Me acomodé a su lado y así estuvimos un buen rato, Elijah restregándose el trapo por el cuello y por la frente, yo callado y esperando no sé a qué. En el callejón, los gatos seguían hurgando en los cubos de basura. Pasó una mujer pintarrajeada que a punto estuvo de dirigirse a nosotros, pero cambió de opinión y siguió su camino, pasó un niño corriendo, pasaron dos borrachos felices cantando Yankee Doodle a grito pelado. Tuve envidia de ellos. Ojalá Elijah y yo hubiésemos acabado la noche de la misma manera.
– Elijah, deberíamos volver a casa. Es tarde.
– Dame cinco minutos, ¿de acuerdo?
Mi amigo hundió la cabeza en el paño húmedo.
– Zachary me lo ha contado todo. Lo de tu novia. Llevas tres años con ella para poder ayudar a la Organización, y ahora vas a casarte. ¿Qué será lo siguiente, Silvio? ¿Qué más estás dispuesto a hacer por ellos? ¿Te ofrecerás para ejecutar a algún nazi?
– No digas tonterías. En cuanto a Carmen… no estoy enamorado de ella, pero la quiero mucho y creo que será feliz conmigo.
– ¿Y tú? ¿Tú vas a ser feliz? Cuando me casé con Mary Jo, deseé que encontrases a alguien que te hiciese sentir como yo me sentía. Es lo que uno quiere para sus hermanos, ¿no? Tengo pocos amigos. Ningún amigo de verdad, si quieres que sea sincero. Vivo en un mundo de blancos, y en el fondo sigo siendo el negrito adoptado por el señor Zachary West. Creo que tú y Mary Jo sois las únicas personas que nunca han pensado en el color de mi piel.
– Te olvidas de Ithzak.
Me pareció que reflexionaba unos segundos antes de seguir hablando.
– ¿Es por él, Silvio? ¿Es por él que has renunciado a casarte con alguien a quien quieres, que llevas años arriesgando tu vida como infiltrado de la Organización? ¿Que te rodeas a diario de simpatizantes nazis, que tu círculo habitual está formado por fascistas?
Me quedé callado buscando una buena respuesta.
– Es por muchas cosas, Elijah -dije al fin-, pero, sobre todo, lo hago porque me parece justo. Porque creo que es lo que tengo que hacer, y porque se lo debo a mucha gente.
– Eso no es verdad. No le debes nada a nadie.
– Cuestión de opiniones. -Le palmeé el brazo-. Venga, Elijah, volvamos a casa. Aquí huele que apesta.
Le ayudé a levantarse y caminamos un buen rato en silencio.
– Siento haberte hablado así. -La voz de Elijah sonaba pequeña y distinta.
– Ya lo sé.
– No le cuentes nada a Zachary. Ya nos hemos peleado esta tarde… le dije que estaba abusando de tu buena fe.
– Olvídalo. Mira, ahí hay un taxi. No pareces tan borracho como para que no quiera llevarnos.
Elijah pasó el día siguiente disfrutando las consecuencias de una fastuosa resaca, entre vasos de zumo de tomate y cafés bien cargados.
– Pues más vale que te repongas para esta noche. -Mary Jo parecía divertida-. Porque tenemos invitados.
– ¡Por el amor de Dios! ¿No puedes anularlo? La cabeza me va a estallar.
– Pues tómate otra aspirina. Además, se trata de Efraín.
– ¿Mi hermano está aquí?
– Llegó anoche de Filadelfia. Te llamó a casa, pero ya os habíais marchado, así que le dije que viniese hoy a cenar.
No veía a Efraín desde las pasadas Navidades. Me había escrito una vez contándome su proyecto para fotografiar estaciones, pero no había vuelto a tener noticias suyas. Y ahora iba a casarse. ¿Quién sería ella? ¿Una americana rica como Mary Jo? No, mi hermano era demasiado bohemio como para buscarse a una afortunada heredera. Le imaginaba con una chica como él, alguien amante de la vida desordenada y las aventuras, capaz de seguirle en su peregrinaje por el mundo para captar la mejor instantánea. Intenté que Mary Jo me contase algo de mi futura cuñada, pero no tuve mucho éxito con mis pesquisas.
– Ya he dicho mucho más de lo que debía. Esta noche podrás preguntar a Efraín todo lo que quieras, pero entretanto ten la bondad de no interrogarme.
Mary Jo disfrutó organizando una cena suntuosa. A pesar de su diplomatura en Vassar y su mentalidad abierta, la sangre de los Connors corría por las venas de aquella muchacha, que parecía encantada de ejercer de anfitriona. Hizo poner la mesa con la mantelería de Holanda y la vajilla inglesa que una de sus tías le había enviado como regalo de bodas, mandó limpiar la cubertería de plata y dispuso las copas de Bohemia que reservaban para las grandes ocasiones.
– No deberías molestarte tanto por Efraín. Es un pobre fotógrafo que ha pasado media vida vagabundeando por ahí con los zapatos rotos y la camisa sucia.
– No seas pesado, Silvio. ¿Sabes si le gustan las ostras?
– Supongo que habrá comido cosas peores durante la guerra. Vaya, espero que se acuerde de afeitarse o a la dama de Park Avenue le dará un infarto cuando lo vea entrar cubierto de pelos.
– Deja de incordiar y alcánzame los candelabros.
Hace ya muchos años de aquella tarde, pero la recuerdo con un cariño especial. Mientras ayudaba a Mary Jo a elegir los platos de la cena y la veía preparando las flores para el centro de la mesa, me invadía la amable sensación de estar protegido por la calidez del hogar de mis amigos: allí estaba yo, participando en los preparativos de una agradable reunión de camaradas, lanzando puyas cariñosas a la esposa de Elijah, que seguía suplicando que no hiciésemos ruido entre las brumas de su dolor de cabeza. En ese momento me di cuenta de que nunca podría reproducir en mi hogar una escena parecida: iba a casarme con una mujer a la que jamás podría hablar de la naturaleza de las personas a las que quería, que en efecto no estaba preparada para recibir en su círculo a un hombre de color, ni para saber que uno de mis mejores amigos había sido asesinado por los nazis a los que su padre escondía de la justicia. A pesar del efecto que en él había ejercido el alcohol, el discurso de Elijah no estaba falto de sentido: mi entorno vital, ahora y en el futuro, estaría integrado por hombres a los que despreciaba: germanófilos prepotentes y otros adeptos al régimen que doblaban el espinazo en las recepciones de El Pardo. Hasta entonces no lo había pensado, pero mi trabajo en la Organización me impedía también contar con un verdadero grupo de amigos.
Mary Jo había citado a Efraín a las ocho en punto.
– Has puesto seis cubiertos en la mesa…
– Lo sé. Para nosotros tres, para Zachary, para Efraín… y para su novia.
– ¿De verdad va a traerla?
El timbre de la casa sonó en ese momento. Mary Jo y Elijah se miraron divertidos, como pendientes los dos de mi reacción. La puerta de la sala tardó sólo unos segundos en abrirse para dar paso a mi hermano, que venía acompañado de su prometida. Nada más verla sentí que el suelo acababa de abrirse bajo mis pies.
Era Hannah Bilak.
Cuando sonó el teléfono supe que era Elena. Pasaba de las doce de la noche y nadie me llama tan tarde excepto ella, que vive a seis horas de distancia y acababa de llegar a casa después de trabajar.
– Hola…
Ni siquiera me devolvió el saludo. Cuando está indignada, Elena se olvida incluso de sus exquisitos modales oxonianos.
– Adivina lo que acaba de ocurrir. La mujer de Sergio le ha plantado.
Conocí a Sergio, el hermano de Elena, en los tiempos de Oxford. Estudiaba en Londres y de vez en cuando venía a pasar con nosotras un fin de semana, o éramos Elena y yo quienes le visitábamos en la ciudad y él aceptaba romper por unas horas su bárbara disciplina de estudio para acompañarnos al teatro o a comer kebabs y pescado con patatas en un banco de Hyde Park.
Читать дальше