Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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Al principio no entendía muy bien para qué iba a utilizar la Organización todos los datos que les proporcionaba sobre los alemanes huidos, si de todas formas en nuestro país no podrían detenerles legalmente. Zachary West me decía que no me preocupara de eso. De momento les bastaba con tener controlados a los que llegaban a España. El éxito de la Organización se vería a medio y largo plazo, cuando los nazis aquí radicados actuasen de imán para otros como ellos y se produjese una entrada constante de supuestos refugiados.

En sus inicios, la Operación Puertas Abiertas estuvo marcada por el absoluto descontrol. Las llegadas de alemanes se producían sin orden ni concierto, y la mayor parte de las veces de forma inesperada: sonaba un teléfono y alguien pedía ayuda desde dentro de la frontera española. Fui yo quien convenció a Prado de hacer las cosas de otra forma, y quien hizo germinar en su cabeza la necesidad de crear una serie de rutas fijas y supuestamente seguras para trasladar a los alemanes hasta España desde los lugares en los que estaban escondidos. Gracias a mis funciones de traductor de documentos, pude saber cuáles iban a ser esas rutas, y muchos de los nazis que se preparaban para un agradable exilio en territorio español fueron interceptados por miembros de la Organización en su camino a la frontera.

No todas las operaciones se abortaban: hubiese resultado demasiado sospechoso que la totalidad de los alemanes que habían anunciado su llegada inminente desapareciesen sin dar señales de vida. Por eso la Organización dejaba entrar en el país a algunos de ellos, y aquí se les seguía controlando. Al principio yo pensaba que éramos sólo un puñado de colaboradores, pero no tardé en darme cuenta de que estaba implicada mucha más gente de lo que había creído, o aquella complicada operación de vigilancia y seguimiento no hubiese sido posible.

Por mi parte, seguía asistiendo a los nazis que se habían instalado en Madrid. Tal como Prado y Orenes me habían anunciado, empecé a recibir retribuciones tan generosas como irregulares que me entregaban en mano una o dos veces al mes. Zachary me dijo que no se me ocurriese rechazarlas: es raro encontrar a alguien que hace las cosas a cambio de nada, y no era bueno que me tomasen por un altruista o por un imbécil. Como en el fondo consideraba que aquél era un dinero sucio, no me atrevía a gastarlo, y lo fui dejando en un cajón del armario, sin sacarlo siquiera de los sobres que lo contenían.

No era lo único que recibía. Muchas veces, aquellos correctos oficiales de las SS, aquellos educados funcionarios del gobierno del Reich, correspondían con regalos a mi amabilidad para con ellos, y me hacían llegar al despacho del ministerio botellas de buen brandy, cajas de cigarros o dulces difíciles de encontrar en el Madrid de los años cuarenta. Nunca aproveché aquellos regalos. Una especie de pudor antiguo me impedía encender los puros, servirme una copa de licor o saborear los bombones. Solía regalar el tabaco a mis compañeros de trabajo y las botellas de alcohol al marido de la portera, y cada vez que recibía alguna golosina la enviaba a un colegio de huérfanos que había cerca de mi casa, donde seguro que nadie iba a preocuparse de averiguar su procedencia: unas pastas de chocolate eran casi un milagro en la España de la escasez y las cartillas de racionamiento.

Transcurrieron dos años en los que mi tiempo estuvo tan ocupado como puedas imaginarte. Pasaba las mañanas en el ministerio, y por las tardes me dedicaba a mis funciones como pieza fundamental de la Operación Puertas Abiertas. Seguía encargándome de los alemanes recién llegados, facilitando las salidas del país de todos aquellos que habían decidido radicarse en Sudamérica y traduciendo documentación que era enviada a quienes seguían esperando el momento para entrar en España. De todas formas, y pasados los primeros tiempos en los que hubo verdaderas avalanchas de recién llegados -muchas frustradas por las detenciones que se producían cuando estaban a punto de cruzar la frontera- los alemanes arribaban ahora a cuentagotas.

El tiempo libre lo dividía entre mis encuentros con Carmen y mi trabajo en la Organización. De ser un simple infiltrado en el grupo rival, evolucioné hasta convertirme en alguien con ciertas responsabilidades. Estaba en contacto directo con otros grupos que se dedicaban a la caza de nazis fuera del país, y solía preparar para ellos largos informes sobre la marcha de la Operación Puertas Abiertas. Aquellos documentos salían de España por valija diplomática a través de las embajadas de Inglaterra y Estados Unidos, donde habíamos conseguido introducir a algunos de nuestros colaboradores, e iban a parar a manos de otros buscadores de asesinos que trabajaban en Francia, en Holanda, en Austria o en Bélgica.

Carmen y yo seguíamos llevando nuestro noviazgo con tranquilidad. Salíamos juntos todos los días, y mis cenas en casa de los Orenes habían pasado de ser quincenales a celebrarse cada siete días. Los almuerzos del domingo seguían respetándose (a veces era yo quien les convidaba a comer fuera), y también se contaba conmigo para las celebraciones señaladas, a saber, el día del Carmen, el de San Isidro Labrador y las fiestas nacionales de Santiago y el Pilar. En Navidades viajaba a Ribanova para ver a mis padres, que tuvieron un pequeño disgusto cuando Efraín les comunicó que estaba decidido a trasladarse a Estados Unidos, pues la agencia americana para la que trabajaba quería tenerle instalado allí. Fui yo quien consoló a mi madre:

– Después de todo, parece que tu destino era el de tener un hijo viviendo en el extranjero. Ya ves, de no haber sido por la guerra, yo me hubiese ido a estudiar a Boston y quizá ahora estaría trabajando en cualquier ciudad de Norteamérica.

Se secó las lágrimas sonriendo.

– Me da pena que tú también vivas lejos… pero me gusta verte bien situado, de funcionario en el ministerio y con novia formal… que, por cierto, a ver cuándo me das una alegría.

Supongo que forcé una sonrisa. Aunque procuraba no pensar en el asunto, la cuestión de una próxima boda seguía gravitando sobre mi cabeza. Carmen acababa de cumplir 22 años, y en la España de la época la mayoría de las chicas se casaban en torno a esa edad. Yo ya no podía esgrimir ante su padre argumentos tan peregrinos como la necesidad de que Carmen me conociese mejor ni de querer respetar el luto de su familia. A veces yo mismo pensaba ¿y por qué no?, ¿qué había de malo en el matrimonio? No estaba enamorado de Carmen, pero sentía por ella un afecto sincero. Era dulce, cariñosa y jamás pedía nada. Varias amigas suyas se habían casado ya, e incluso una acababa de ser madre. Hasta entonces yo no había pensado demasiado en la paternidad, pero había empezado a darle vueltas después de leer una carta de Elijah informándome de que él y Mary Jo iban a tener un hijo.

Mi amigo y yo nos escribíamos al menos una vez al mes. Sus cartas me recordaban a aquellas que redactaba cuando los dos éramos niños: misivas llenas de entusiasmo que describían una vida atractiva y feliz. Su trabajo en el estudio de arquitectura iba viento en popa, y le llegaban encargos de otras partes del país, lo que le obligaba a hacer frecuentes viajes. Mary Jo solía acompañarle, y a veces visitaban a los miembros de la familia de su esposa. Algunos todavía tenían que tragar saliva cuando un negro se sentaba a su mesa, y en una eterna cantinela compadecían a los pobres Connors, tan orgullosos de su hija, debutante de éxito, estudiante privilegiada y participante habitual en el Daisy Chain, que teniendo tantos chicos para elegir había seleccionado a un salvaje como marido.

Elijah solía bromear con esas cosas, incluso aquella vez que acudieron a Alabama para firmar el proyecto de un edificio y ningún hotel quiso alojarles. Se quedaron en casa de una prima de la madre de Mary Jo (por suerte, la sangre de los Connors había llegado a todos los rincones del país) pero el viaje resultó ser hecho en balde pues, en cuanto vieron a Elijah, los propietarios del solar donde iba a construirse el inmueble le informaron de que el contrato quedaba rescindido «porque no querían trabajar con un negro». Elijah me refirió el episodio sin acritud ni rencor: «La culpa fue mía. Sé perfectamente cómo están las cosas en el Sur. Teníamos que haber enviado a Gillian, que es pelirrojo y descendiente de irlandeses.»

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