Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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– Ceci, espera…

– ¿Qué pasa?

– Que te quiero mucho.

Pero eso yo ya lo sabía.

Reconocer ante los demás que Miguel y yo habíamos roto era dar un paso hacia adelante. Llevaba demasiado tiempo negándome a asumir lo que consideraba un fracaso, porque eso es una relación rota: un pequeño desastre mutuo donde siempre hay dos culpables.

Le dije a Elena que había acabado con Miguel, pero de momento no le he contado la historia entera. Después de todo, pasarán meses antes de que yo misma sea capaz de diseccionar lo ocurrido entre Miguel y yo, antes de que pueda determinar qué porción de responsabilidad tiene él y qué parte me toca asumir a mí. Aunque, después de todo, ¿qué más da eso ahora? Ya no estoy con el hombre a quien quise durante más de tres años, con el hombre a quien no sé si quiero todavía. Pero no deseo pensar en eso. Me basta con ser capaz de admitir ante los demás que nuestra historia en común se ha terminado, y con reconocer ante mí misma que fui yo quien le puso punto y final, quien cogió la puerta para marcharse. La decisión la tomé yo, y supongo que eso me hace doblemente responsable.

A mi madre le gustaba Miguel. Supongo que eso no tiene ningún mérito, porque en realidad estaba predispuesta a que le gustase todo el mundo. A veces creo que la simpatía es una cuestión de voluntad, de buenas intenciones. Hay gente que va por el mundo con la guardia en alto, buscando motivos para detestar a todo bicho viviente que se le cruce en el camino. Y hay personas, como mi madre, que intentan encontrar razones para crear empatía con quienes aparecen en sus vidas.

Claro que en el caso de Miguel había otros motivos que facilitaban a mi madre el camino hacia el afecto. En primer lugar, el hecho de que por primera vez en mucho tiempo su testaruda hija mayor fuese capaz de reconocer sin subterfugios que había encontrado a una persona que mereciera la pena. Imagino que empezó a preocuparse cuando abordé la treintena sin lo que ahora se llama una pareja estable. A todos los efectos, estaba sola, aunque no lo estuviera. Hubo otros hombres antes que Miguel. Cuántos, no importa. En cualquier caso, demasiados para el gusto de mi madre.

Ella conoció a un solo hombre en toda su vida. Empezó su noviazgo con mi padre cuando tenía quince años. A esa edad, ni yo ni ninguna de mis amigas pensábamos en novios, mucho menos en maridos ni en nada parecido. Salíamos con chicos porque era lo que había que hacer, pero se nos hubiesen puesto los pelos de punta sólo de pensar que alguno de aquellos ejemplares salpicados de granos y con la hormonas alborotadas podía convertirse en el padre de nuestros hijos. Yo ni siquiera estoy segura de quién fue el primer chico a quien besé. Mi madre se casó con el chico que le dio el primer beso. A ella y a mí nos separaban veinticinco años y todo un abismo sociológico del que echar mano para explicar nuestra diferencia de criterios.

Al contrario de lo que hacían las madres de mis amigas, ella nunca expresó en voz alta su preocupación ante mi nulo interés en, como se decía antes, «sentar la cabeza». En lugar de una boda, yo le brindé toda una sucesión de amigos y amantes oficiosos que no exhibía pero que tampoco ocultaba. Hablaba de ellos con una falta de pudor que ahora no sé si resultaba provocadora o tierna. Aquellas parejas de ocasión tenían sus nombres y sus vidas, y entraban y salían de la mía con una naturalidad extrema. De pronto, dejaba de mencionarlos y mi madre sabía que habían desaparecido, probablemente sin dejar la menor huella. Y mientras yo pasaba de puntillas por el mundo de las relaciones amorosas entre adultos, las hijas de sus amigas celebraban aniversarios junto a sus novios formales.

Algunas de aquellas chicas se casaban y la invitaban a sus bodas, que solían celebrarse por todo lo alto. Ella y mi padre acudían a las listas de regalos, elegían un presente sin saber que en realidad la aspiradora o el juego de té estaban destinados a convertirse en una fracción de la luna de miel, y participaban de la emoción de los padres y los padrinos y en la fiesta posterior, donde alguien, a buen seguro, les preguntaba si su díscola hija mayor no se animaba a pasar por la vicaría. Siempre había un alma caritativa que añadía una especie de pregunta desesperada, como quien lanza un cabo misericordioso: «Al menos tendrá novio, ¿no?», para añadir, con más bien poco tacto, «como se despiste, se le va a pasar el arroz».

Supongo que mi madre se hacía cruces con mi fragilidad sentimental, pero jamás me hizo insinuaciones al respecto. Siguió yendo a las bodas de las hijas de otros, comprando regalos para los demás, escuchando comentarios impertinentes y preguntándose, imagino, si alguna vez le tocaría a ella el organizar una boda para rentabilizar, al menos, los muchos regalos que había hecho. Y mientras todo el mundo (supongo que mi madre también) empezaba a pensar en mí como en una especie de bicho raro, aquellas chicas de las bodas tenían hijos, y mi madre las veía pasear por la ciudad, con sus cochecitos y sus bebés, orgullosas de su condición de madres juveniles. Yo no estaba por allí, evidentemente. Como no tenía marido, ni hijos, ni perspectivas de tener ninguna de las dos cosas, me gastaba el dinero que ganaba en ropa y zapatos y viajes exóticos. Ellas tenían niños y una casa en propiedad. Yo tenía un traje de noche de Armani y había estado en Japón, en Estonia y en Birmania. Doy por hecho que esas cosas consolaban a mi madre. Unas chicas tenían hijos y otras nos comprábamos ropa de los mismos diseñadores que vestían a las estrellas de cine y conocíamos lugares misteriosos que la mayoría de la población ni siquiera sabría ubicar en el mapa.

Pasó el tiempo, y pasaron otras cosas. Las hijas de las mismas amigas que habían protagonizado pomposas ceremonias en el altar de alguna iglesia pija empezaron a divorciarse, a tener problemas con la custodia de los niños y con el pago de la pensión compensatoria. Tampoco entonces hizo mi madre ningún comentario, pero imagino que se dio cuenta de que, para mi generación, las cosas no eran tan elementales como lo habían sido para la suya. Debió de empezar a ver mi situación con otros ojos. Y mientras yo seguía incrementando mi lista de desengaños y de relaciones fugaces, algunas chicas de mi edad consumían ansiolíticos y pleiteaban con el mismo tipo al que habían jurado fidelidad eterna ante doscientas personas. Al menos, yo estaba tranquila en mi inestabilidad.

No sé muy bien qué pensó mi madre al conocer a Miguel. Sólo me dijo «es muy guapo». No comentó nada más, probablemente porque estaba segura de que no volvería a verle el pelo. Cuando su presencia se convirtió en una constante, cuando no dejé de nombrarle pasadas cuatro semanas, cuando se dio cuenta de que esta vez estaba permitiendo que se quedara alguien que, además, deseaba hacerlo, debió de cruzar los dedos y decirse, «bueno, quizá es éste. Quizá ha merecido la pena esperar». Porque, más allá de su buena disposición, a mi madre le gustaba aquel chico. Le gustaba de verdad. No me lo dijo nunca, claro. Pero yo lo sabía. Conocía demasiado bien a mi madre como para que me pasara desapercibida una cosa así.

También sé que le hubiese gustado que nos casáramos aunque, obviamente, jamás de los jamases me preguntó por mis planes de boda. Pero todas las madres, la mía también, quieren ver a sus hijas vestidas de blanco, con un traje carísimo que no van a volver a usar, sosteniendo un ramo hecho hipócritamente de flores de azahar, y convertidas por unas horas en el centro de todas las miradas. En lugar de eso, el único futuro que tímidamente sugeríamos Miguel y yo era el de acabar convertidos en una pareja de DINK's. Double Income, No Kids. Ingresos por duplicado, sin hijos. Era una opción que iba ganando adeptos entre hombres y mujeres que habían superado la treintena y que encajaba perfectamente en mi trayectoria vital de personaje egoísta, celoso de su libertad, de su independencia y de su tiempo. Así que mi madre debió resignarse: no iría a mi boda, quizá no tendría nietos míos, pero «al menos» yo había encontrado a alguien dispuesto a cuidar de mí. Porque, aunque llevaba media vida intentando convencerla de que no necesitaba los cuidados de nadie, todas las madres quieren saber que hay alguien dispuesto a ocuparse de sus hijas. Y mi madre excepcional no iba a ser una excepción también en eso.

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