Admito que si mi madre no hubiese muerto, me hubiese resultado más difícil dejar a Miguel. No por el desconcierto y el disgusto que esa ruptura le hubiera causado a ella, sino porque es más sencillo tomar decisiones drásticas cuando uno se siente desdichado. Si se ha llegado a un grado extremo de amargura, se pierde el miedo a aumentar un poco más la temperatura de la pena. Así que puse punto final a una relación que fue perfecta y que un día empezó a dejar de serlo. Pero ésa es otra cuestión que todavía no estoy en condiciones de abordar.
Hay a mi alrededor muchas parejas que aseguran que son felices. No tengo por qué desconfiar de su versión de las cosas, pero he ido aprendiendo que en la vida no todo es lo que parece, y al pensarlo no puedo evitar el recordar a Laura, y recordar su historia, cuyo verdadero final no conoce nadie más que yo.
Laura trabaja en el departamento de ficción de la editorial con la que colaboro. Fue allí donde la conocí. Una chica estupenda, atractiva, muy lista, con una carrera brillante y un marido muy guapo. Mateo, se llamaba. Hacían una pareja de cine. Salí a cenar con ellos un par de veces. Eran un dúo envidiable. Lo pasaban bien juntos, se reían de las mismas cosas, se miraban por encima de los platos y supongo que hasta se tocaban los pies por debajo de la mesa. Tenían una casa preciosa en las afueras de Madrid, una casa construida en los años veinte que había pertenecido a los padres de Mateo y que habían arreglado entre los dos con muebles traídos de Asia, cortinas hechas de cáñamo y alfombras afganas de nudo finísimo.
Mateo ocupaba un puesto importante en una empresa multinacional de esas que nadie sabe qué fabrican ni a qué se dedican exactamente. Tenía que viajar bastante, y Laura confesaba llevar regular las continuas ausencias de su marido. Hace como año y medio, la empresa de marras celebró en Valencia una especie de congreso o algo así, y Mateo se pasó fuera de Madrid casi toda la semana. Pensaba volver el jueves al final de la tarde, pero perdió el avión de las siete y ya no quedaban plazas en otro vuelo. Cuando llamó a Laura para contarle que tenía que hacer noche en Valencia, ella se cabreó. Mucho, según nos dijo, aunque cuesta trabajo imaginar muy enfadada a una persona como ella, que es de natural pausado y maneras suaves. Pero aquella noche Laura quería ver a su marido, quería dormir con él, quería hacer el amor y comentarle los pequeños acontecimientos de la semana. Y cuando supo que tendría que acostarse sola una noche más, que tendría que aplazar veinticuatro horas el encuentro con Mateo, se enojó más de la cuenta.
Él intentó apaciguarla, pero Laura colgó el teléfono y luego lo desconectó. Mateo intentó arreglar las cosas. Localizó a una secretaria que había viajado a Valencia en coche y que estaba a punto de emprender viaje de vuelta por carretera, y le pidió que le llevara a Madrid. Mateo quería aparecer en plena noche para darle una sorpresa a su mujer. Pero las cosas iban a torcerse: Mateo y aquella chica se salieron en una curva de la autovía y se mataron los dos. Cuando el teléfono sonó de madrugada en casa de Laura, ella ya no estaba enfadada. Sólo esperando que pasasen las horas que la separaban de la llegada de Mateo y de su inmediata reconciliación.
Es fácil imaginar cómo recibió Laura la noticia de la muerte de su marido, y hasta qué punto se sintió culpable de lo ocurrido en aquella carretera entre Valencia y Madrid. Todo el mundo le decía que no debía pensar esas cosas, que el accidente había sido una pura fatalidad. Pero Laura sólo tenía en la cabeza aquella discusión estúpida, los reproches infantiles que había hecho a Mateo y la rabieta que le había llevado a él a cambiar de planes y hacer precipitadamente en coche el camino de regreso que tendría que haber emprendido en avión doce horas después.
Durante el funeral, Laura parecía sólo un bosquejo de la mujer que yo conocía. Tenía el pelo revuelto y los ojos vacíos de toda expresión, los labios pálidos y el rostro hinchado por el llanto. Creo que nunca había visto a nadie tan desesperado. Supongo que la tristeza y la culpa forman una mezcla peligrosa. Su hermano me dijo que había rechazado todos los sedantes que quisieron administrarle, como si estuviese empeñada en asumir hasta la más mínima fracción de dolor, en mortificarse todo lo posible.
Supe por la gente de la editorial que había pedido unos días de baja. Se los dieron sin problemas: en su estado, la pobre Laura era una perfecta inútil desde el punto de vista laboral. No podía concentrarse ni participar en reuniones, de forma que aún iba a ser menos capaz de recomendar libros para su publicación o de tratar con los autores. Se decía que quizá solicitase una baja definitiva. El dinero no iba a faltarle. Mateo tenía un buen seguro de vida, y su empresa, en un raro alarde de magnanimidad, había considerado su muerte como un accidente laboral, de forma que Laura se había convertido en una viuda muy rica. La llamé un par de veces para interesarme por su estado, pero nunca logré entablar con ella algo que pudiera calificarse de conversación. Sólo era posible escuchar sollozos y monosílabos. Me dije que quizá era mejor dejarla en paz durante una temporada, y eso fue lo que hice, aunque a veces me acordaba de lo que le había ocurrido y me preguntaba si algún día aquella mujer podría superar su complejo de culpa e iniciar una vida nueva al margen de la que había tenido al lado de Mateo.
Un día, Silvia me contó que Laura había pasado por la editorial para hablar con los jefes. Al parecer, quería pedir el alta, y también unas vacaciones sin sueldo. Iba a hacer un viaje, dijo. Y así fue. Estuvo desaparecida durante un par de meses. Cuando volvió y le preguntaron cómo se encontraba, dijo tranquilamente que estaba muchísimo mejor, y la verdad es que nadie pudo ponerlo en duda: estaba más delgada y más guapa, se había cortado el pelo y su nuevo estatus de mujer bien situada le había permitido renovar su vestuario, así que la ropa de Zara y Massimo Dutti habían dejado paso a impecables trajes de chaqueta de MaxMara, y los zapatos que compraba rebajados en los muestrarios de Hortaleza, a exquisitas sandalias de Sonia Rykel y Jimmy Choo. Luego me dijeron que también se había cambiado de casa tras vender el chalet de las afueras y comprarse un apartamento de lujo en la zona de Princesa. Había vuelto a hacer vida social y trabajaba más que nunca. Antes de cumplirse un año de la muerte de Mateo, ya estaba viviendo con otro tipo, un autor argentino cuya novela -que había publicado la editorial por sugerencia de la propia Laura- llevaba tres semanas en la lista de libros más vendidos.
No hace falta decir que prácticamente todo el mundo criticó a Laura, y los que, como yo, no lo hicimos en público, fue simplemente por llevar la contraria. Dije a todo el que quiso escucharme que me alegraba de que hubiese sido capaz de superar su desgracia y salir adelante. Pero, en mi fuero interno, a mí también me espantaba la idea de que en sólo nueve meses aquella viuda desconsolada y llorosa hubiese sido capaz de renacer de sus propias cenizas, de empezar otra vida pasando por encima del recuerdo del hombre al que había amado y que se había matado por adelantar unas horas el encuentro con ella. ¿Cómo había conseguido Laura dejar atrás su pena? ¿Qué había hecho para pasar la página del dolor de una forma tan contundente?
Cuando mi madre tuvo su recaída, Laura me llamó varias veces, ofreciéndose incluso a echarme una mano «en cualquier cosa que puedas necesitar». Agradecí su gesto, sobre todo porque llevábamos meses sin hablar. Supongo que, al ser testigo de su milagrosa recuperación, tenía el convencimiento de que Laura se había convertido en una persona distinta a la que yo conocía y, consecuentemente, yo ya no tenía gran cosa que ver con ella. Luego, tras morir mi madre, volvió a ponerse en contacto conmigo, y hablamos por teléfono en un par de ocasiones. Un día me invitó a comer a su casa. Supongo que puse alguna excusa más bien poco convincente, porque la idea de pasar dos horas con ella no me seducía demasiado.
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