Array Array - La guerra del fin del mundo
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¿Crees que tengo miedo de morir? No tengo. Al contrario, te he estado esperando
para eso. ¿Crees que no estoy harta, que no estoy cansada? Ya me hubiera matado si no lo prohibiera Dios, si no fuera pecado. ¿Cuándo me vas a matar? ¿Por qué no lo haces ahora?
—No, no —balbucea el Enano, atorándose.
El rastreador sigue sin moverse ni responder. Están casi en la oscuridad. Un momento después, Rufino siente que ella se arrastra hasta tocarlo. Todo su cuerpo se crispa, en una sensación en la que se mezclan el asco, el deseo, el despecho, la rabia, la nostalgia. Pero no deja que nada de esto se note.
—Olvídate, olvídate de lo que pasó, por la Virgen, por el Buen Jesús —la oye implorar, la siente temblar—. Fue a la fuerza, yo no tuve la culpa, yo me defendí. Ya no sufras, Rufino.
Se abraza a él y, en el acto, el rastreador la aparta, sin violencia. Se pone de pie, busca a tientas las amarras y, sin proferir palabra, vuelve a atarla. Regresa a sentarse donde estaba.
—Tengo hambre, tengo sed, tengo cansancio, ya no quiero vivir —la oye sollozar—. Mátame de una vez.
—Voy a hacerlo —dice él—. Pero no aquí, sino en Calumbí. Para que te vean morir. Pasa un largo rato, en el que los sollozos de Jurema van acortándose, hasta extinguirse. —Ya no eres el Rufino que eras —la oye murmurar.
—Tú tampoco —dice él—. Ahora tienes adentro una leche que no es la mía. Ahora ya sé por qué Dios te castigó desde antes, no permitiendo que te preñara. La luz de la luna entra, de repente, oblicuamente por puertas y ventanas y revela el polvo suspendido en el aire. El Enano se hace un ovillo a los pies de Jurema y Rufino también se tiende. ¿Cuánto tiempo pasa, con los dientes apretados, cavilando, recordando? Cuando los oye es como si despertara pero no ha pegado los ojos. —¿Por qué sigues aquí, si nadie te obliga? —dice Jurema—. ¿Cómo soportas este olor, este qué va a pasar? Vete a Canudos, más bien.
—Tengo miedo de irme, de quedarme —gime el Enano—. No sé estar solo, nunca he estado desde que me compró el Gitano. Tengo miedo a morir, como todo el mundo. —Las mujeres que estaban esperando a los soldados no tenían miedo —dice Jurema. —Porque estaban seguras de resucitar —chilla el Enano—. Si yo estuviera tan seguro, tampoco tendría miedo.
—Yo no tengo miedo a morir y no sé si voy a resucitar —afirma Jurema y el rastreador entiende que le está hablando ahora a él, no al Enano.
Algo lo despierta, cuando el amanecer es apenas un fulgor azulado verdoso. ¿El chasquido del viento? No, algo más. Jurema y el Enano abren simultáneamente los ojos, y este último empieza a desperezarse pero Rufino lo calla: «Shhht, shhht». Agazapado tras la puerta, espía. Una silueta masculina, alargada, sin escopeta, viene por la única calle de Caracatá, metiendo la cabeza en las viviendas. Lo reconoce cuando está ya cerca: Ulpino, el de Calumbí. Lo ve llevarse ambas manos a la boca y llamar: «¡Rufino! ¡Rufino!». Se deja ver, asomando a la puerta. Ulpino, al reconocerlo, abre los ojos con alivio y lo llama. Va a su encuentro, cogiendo el mango de su faca. No dirige a Ulpino una palabra de saludo. Comprende, por su aspecto, que ha andado mucho. —Te busco desde ayer en la tarde —exclama Ulpino, en tono amistoso—. Me dijeron que ibas a Canudos. Pero encontré a los yagunzos que mataron a los soldados. He pasado la noche caminando.
Rufino lo escucha con la boca cerrada, muy serio. Ulpino lo mira con simpatía, como recordándole que eran amigos.
—Te lo he traído —murmura, despacio—. El Barón me mandó llevarlo a Canudos. Pero con Aristarco decidimos que, si te encontraba, era para ti. En la cara de Rufino hay asombro, incredulidad. —¿Lo has traído? ¿Al forastero?
—Es un cabra sin honor —Ulpino, exagerando su asco, escupe al suelo—. No le importa que mates a su mujer, a la que te quitó. No quería hablar de eso. Mentía que no era suya.
—¿Dónde está? —Rufino pestañea y se pasa la lengua por los labios. Piensa que no es verdad, que no lo ha traído.
Pero Ulpino le explica con muchos detalles dónde lo encontrará.
—Aunque no es asunto mío, me gustaría saber algo —añade—. ¿Has matado a Jurema? No hace ningún comentario cuando Rufino, moviendo la cabeza, le responde que no. Parece, un momento, avergonzado de su curiosidad. Señala la caatinga que tiene atrás. —Una pesadilla —dice—. Han colgado en los árboles a esos que mataron aquí. Los urubús los picotean. Pone los pelos de punta. —¿Cuándo lo dejaste? —lo corta Rufino, atropellándose.
—Ayer tarde —dice Ulpino—. No se habrá movido. Estaba muerto de cansancio. Tampoco tendría dónde ir. No sólo le falta honor, también resistencia, y no sabe orientarse por la tierra… Rufino le coge el brazo. Se lo aprieta. —Gracias —dice, mirándolo a los ojos.
Ulpino asiente y suelta su brazo. No se despiden. El rastreador vuelve a la vivienda a saltos, con los ojos brillando. El Enano y Jurema lo reciben de pie, atolondrados. Desata los pies de Jurema, pero no sus manos y, con movimientos rápidos, diestros, le pasa la misma cuerda por el cuello. El Enano chilla y se tapa la cara. Pero no está ahorcándola sino haciendo un lazo, para arrastrarla. La obliga a seguirlo al exterior. Ulpino se ha ido. El Enano va detrás, brincando. Rufino se vuelve y le ordena: «No hagas ruido». Jurema tropieza contra las piedras, se enreda en los matorrales, pero no abre la boca y mantiene el ritmo de Rufino. Tras ellos, el Enano a ratos desvaría sobre los soldados colgados que se están comiendo los urubús.
—He visto muchas desgracias en mi vida —dijo la Baronesa Estela, mirando el suelo desportillado de la estancia—. Allá, en el campo. Cosas que aterrarían a los hombres de Salvador. —Miró al Barón, que se mecía en la mecedora, contagiado por el dueño de casa, el anciano coronel José Bernardo Murau, que estaba también hamacándose en la suya—. ¿Te acuerdas del toro que enloqueció y embistió a los niños que salían del catecismo? ¿Acaso me desmayé? No soy una mujer débil. En la gran sequía, por ejemplo, vimos cosas atroces ¿no es cierto?
El Barón asintió. José Bernardo Murau y Adalberto de Gumucio —que había venido desde Salvador a dar el encuentro a los Cañabrava a la hacienda de Pedra Vermelha y que apenas llevaba con ellos un par de horas — la escuchaban esforzándose por mostrarse naturales, pero no podían disimular la incomodidad que les producía el desasosiego de la
Baronesa. Esa mujer discreta, invisible detrás de sus maneras corteses, cuyas sonrisas levantaban una muralla impalpable entre ella y los demás, ahora divagaba, se quejaba, monologaba sin tregua, como si tuviera la enfermedad del habla. Ni siquiera Sebastiana, que venía de rato en rato a humedecerle la frente con agua de colonia, conseguía hacerla callar. Ni su marido, ni el dueño de casa ni Gumucio habían podido convencerla que se retirara a descansar.
—Estoy preparada para las desgracias —repitió, estirando hacia ellos las blancas manos, de manera implorante—. Ver arder Calumbí ha sido peor que la agonía de mi madre, que oírla aullar de dolor, que aplicarle yo misma el láudano que la iba matando. Esas llamas siguen ardiendo aquí dentro. —Se tocó el estómago y se encogió, temblando—. Era como si se carbonizaran ahí los hijos que perdí al nacer. Su cara giró para mirar al Barón, al coronel Murau, a Gumucio, suplicándoles que la creyeran. Adalberto de Gumucio le sonrió. Había intentado desviar la conversación hacia otros temas, pero, cada vez, la Baronesa los regresaba al incendio de Calumbí. Intentó, de nuevo, apartarla de ese recuerdo:
—Y, sin embargo, Estela querida, uno se resigna a las peores tragedias. ¿Te he dicho alguna vez lo que fue para mí el asesinato de Adelinha Isabel, por dos esclavos? ¿Lo que sentí cuando hallamos el cadáver de mi hermana ya descompuesto, irreconocible por las puñaladas? —Carraspeó, moviéndose en el sillón—. Por eso prefiero los caballos a los negros. En las clases y razas inferiores hay unos fondos de barbarie y de ignominia que dan vértigo. Y, sin embargo. Estela querida, uno acaba por aceptar la voluntad de Dios, se resigna y descubre que, con todos sus viacrucis, la vida está llena de cosas hermosas. La mano derecha de la Baronesa se posó sobre el brazo de Gumucio: —Siento haberte hecho recordar a Adelinha Isabel —dijo, con cariño—. Perdóname. —No me la has hecho recordar porque no la olvido nunca —sonrió Gumucio, cogiendo entre las suyas las manos de la Baronesa—. Han pasado veinte años y es como si hubiera sido esta mañana. Te hablo de Adelinha Isabel para que veas que la desaparición de Calumbí es una herida que va a cicatrizar.
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