Array Array - La guerra del fin del mundo

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Sintió, por su respiración, que ahora el Consejero dormía. Escuchó en dirección del cubículo donde se amontonaban las beatas: también dormían, hasta Alejandrinha Correa. ¿Permanecía desvelado por la guerra? Era inminente, ni Joáo Abade, ni Pajeú, ni Macambira, ni Pedráo, ni Táramela, ni los que cuidaban los caminos y las trincheras habían venido a los consejos y el León había visto a las gentes armadas detrás de los parapetos erigidos alrededor de las iglesias y los hombres yendo y viniendo con trabucos, escopetas, sartas de balas, ballestas, palos, trinches, como si esperaran el ataque en cualquier momento.

Oyó cantar el gallo; por entre los carrizos, amanecía. Cuando se escuchaban las bocinas de los aguateros anunciando el reparto del agua, el Consejero despertó y se tumbó a rezar. María Quadrado entró al momento. El León estaba ya incorporado, pese a la noche en blanco, dispuesto a registrar los pensamientos del santo. Éste oró largo rato y, mientras las beatas le humedecían los pies y le calzaban las sandalias, permaneció con los ojos cerrados. Sin embargo, bebió la escudilla de leche que le alcanzó María Cuadrado y comió un panecillo de maíz. Pero no acarició al carnerito. «No sólo por el Padre Joaquim está tan triste —pensó el León de Natuba—. También por la guerra. » En eso entraron Joáo Abade, Joáo Grande y Táramela. Era la primera vez que el León veía a este último en el Santuario. Cuando el Comandante de la Calle y el jefe de la Guardia Católica, después de besar la mano del Consejero, se pusieron de pie, el lugarteniente de Pajeú continuó arrodillado. —Táramela recibió anoche noticias, padre —dijo Joáo Abade.

El León pensó que, probablemente, tampoco el Comandante de la Calle había pegado los ojos. Estaba sudoroso, sucio, preocupado. Joáo Grande bebía con fruición la escudilla que acababa de darle María Quadrado. El León los imaginó, a ambos, corriendo toda la noche, de trinchera en trinchera, de entrada a entrada, acarreando pólvora, revisando armas, discutiendo. Pensó: «Será hoy». Táramela seguía de rodillas, el sombrero de cuero arrugado en su mano. Tenía dos escopetas y tantos collares de proyectiles que parecían adorno de carnaval. Se mordisqueaba los labios, incapaz de hablar. Al fin, balbuceó que habían llegado a caballo, Cintio y Cruces. Uno de los caballos reventó. El otro tal vez había reventado ya, porque lo dejó sudando a chorros. Los cabras habían galopado dos días sin parar. Ellos también por poco reventaron. Se calló, confuso, y sus ojitos achinados pidieron socorro a Joáo Abade.

—Cuéntale al Padre Consejero el mensaje de Pajeú que traían Cintio y Cruces —lo orientó el ex–cangaceiro. También a él había alcanzado María Quadrado un tazón de leche y un panecillo. Hablaba con la boca llena.

—La orden está cumplida, padre —recordó Táramela—. Calumbí ardió. El Barón de Cañabrava se fue a Queimadas, con su familia y unos capangas.

Luchando contra la timidez que le producía el santo, explicó que, luego de quemar la hacienda, Pajeú, en vez de adelantarse a los soldados, se había colocado detrás del Cortapescuezos, para caerle por la retaguardia cuando se lanzara contra Belo Monte. Y, sin transición, pasó a hablar nuevamente del caballo muerto. Había dado orden de que se lo comieran en su trinchera y de que, si el otro animal moría, lo entregaran a Antonio Vilanova, para que él dispusiera… pero, como en ese momento el Consejero abrió los ojos, enmudeció. La mirada profunda, oscurísima, aumentó el nerviosismo del lugarteniente de Pajeú; el León vio la fuerza con que estrujaba su sombrero. —Está bien, hijo —murmuró el Consejero—. El Buen Jesús premiará su fe y su valentía a Pajeú y a los que están con él.

Estiró su mano y Táramela se la besó, reteniéndola un momento en las suyas y mirándola con unción. El Consejero lo bendijo y él se persignó. Joáo Abade le indicó con un gesto que partiera. Táramela retrocedió, haciendo unos movimientos reverentes de cabeza, y antes de que saliera, María Quadrado le dio de beber del mismo cazo en el que habían bebido Joáo Abade y Joáo Grande. El Consejero los interrogó con la mirada. —Están muy cerca, padre —dijo el Comandante de la Calle, acuclillándose. Habló con acento tan grave que el León de Natuba se asustó y sintió que las beatas también se estremecían. Joáo Abade sacó su faca, trazó un círculo y ahora le añadía rayas que eran los caminos por donde se acercaban los soldados.

—Por este lado no viene nadie —dijo, señalando la salida a Geremoabo—. Los Vilanova están llevando allí a muchos viejos y enfermos, para librarlos de los tiros. Miró a Joáo Grande, para que éste continuara. El negro apuntó con un dedo al círculo. —Hemos construido un refugio para ti, entre los establos y el Mocambo —murmuró—. Hondo y con muchas piedras, para que resista la bala. Aquí no puedes quedarte, porque vienen por este lado.

—Traen cañones —dijo Joáo Abade—. Los vi, anoche. Los pisteros me hicieron entrar al campamento de Cortapescuezos. Son grandes, lanzan fuego a gran distancia. El Santuario y las iglesias serán su primer blanco.

El León de Natuba sentía tanto sueño que la pluma se le resbaló de los dedos. Empujando, apartó los brazos del Consejero y consiguió apoyar la cabezota, que sentía

zumbando, en sus rodillas. Oyó apenas las palabras del santo: —¿Cuándo estarán aquí?

—Esta noche a más tardar —repuso Joáo Abade.

—Voy a ir a las trincheras, entonces —dijo suavemente el Consejero—. Que el Beatito saque los santos y los Cristos, y la urna con el Buen Jesús, y que haga llevar todas las imágenes y las cruces a los caminos por donde viene el Anticristo. Van a morir muchos pero no hay que llorar, la muerte es dicha para el buen creyente.

Para el León de Natuba la dicha llegó en ese momento: la mano del Consejero acababa de posarse en su cabeza. Se hundió en el sueño, reconciliado con la vida.

Cuando vuelve la espalda a la casa grande de Calumbí, Rufino se siente aligerado: haber roto el vínculo que lo ligaba al Barón le da, de pronto, la sensación de disponer de más recursos para lograr sus propósitos. A media legua, acepta la hospitalidad de una familia que conoce desde niño. Ellos, sin preguntarle por Jurema ni por la razón de su presencia en Calumbí, le hacen muchas demostraciones de afecto y, a la mañana siguiente, lo despiden con provisiones para el camino.

Viaja todo el día, encontrando, aquí y allá, peregrinos que van a Canudos y que, siempre, le piden algo de comer. De este modo, al anochecer, se le han terminado las provisiones. Duerme junto a unas cuevas donde solía venir con otros niños de Calumbí a quemar a los murciélagos con antorchas. Al otro día, un morador le advierte que ha pasado una patrulla de soldados y que rondan yagunzos por toda la comarca. Prosigue su marcha, con un presentimiento oscuro en el ánimo.

Al atardecer llega a las afueras de Caracatá, puñado de viviendas salpicadas entre arbustos y cactos, a lo lejos. Después del sofocante sol, la sombra de las mangabeiras y cipos resulta bienhechora. En ese momento siente que no está solo. Varias siluetas lo rodean, surgidas felinamente de la caatinga. Son hombres armados con carabinas, ballestas y machetes que llevan campanillas y pitos de madera. Reconoce a algunos yagunzos que iban con Pajeú, pero el caboclo no está con ellos. El hombre aindiado y descalzo que los manda, se lleva un dedo a los labios y le indica con un gesto que los siga. Rufino duda, pero la mirada del yagunzo le hace saber que debe ir con ellos, que le está haciendo un favor. Piensa en Jurema al instante y su expresión lo delata, pues el yagunzo asiente. Entre los árboles y matorrales descubre a otros hombres emboscados. Varios llevan mantos de hierbas que los cubren enteramente. Inclinados, en cuclillas, tumbados, espían la trocha y el poblado. Indican a Rufino que se esconda. Un momento después el rastreador oye un rumor.

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