Array Array - La guerra del fin del mundo
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Sintió que la cólera lo ahogaba. Rugió, atropellándose, que no tenía mujer: ¿cómo se atrevía a preguntarle algo que ya le había contestado? Sentía odio contra él y ganas de insultarlo.
—Es algo que no se puede entender —oyó que mascullaba Ulpino. Le dolían las piernas y tenía los pies tan hinchados que, a poco de reanudar la marcha, dijo que necesitaba descansar algo más. Pensó tumbándose: «Ya no soy el de antes». Había enflaquecido mucho, también: miraba, como si fuera ajeno, ese antebrazo huesudo en el que se apoyaba la cabeza.
—Voy a ver si encuentro algo de comer —dijo Ulpino—. Duérmase un rato. Gall lo vio perderse detrás de unos árboles sin hojas. Cuando cerraba los ojos percibió, en un tronco, medio desclavada, una madera con una inscripción borrosa: Caracatá. El nombre quedó revoloteando en su mente mientras dormía.
Aguzando el oído, el León de Natuba pensó: «Me va a hablar». Su cuerpecillo se estremeció de felicidad. El Consejero permanecía mudo en su camastro, pero el escriba de Canudos sabía si estaba despierto o dormido por su respiración. Volvió a escuchar, en la oscuridad. Sí, velaba. Tendría cerrados sus ojos profundos y, debajo de los párpados, estaría viendo alguna de esas apariciones que bajaban a hablarle o que él subía a visitar sobre las altas nubes: los santos, la Virgen, el Buen Jesús, el Padre. O estaría pensando en las cosas sabias que diría mañana y que él anotaría en las hojas que le traía el Padre Joaquim y que los futuros creyentes leerían como los de hoy los Evangelios. Pensó que, puesto que el Padre Joaquim ya no vendría a Canudos, pronto se le acabaría el papel y tendría que escribir en esos pliegos del almacén de los Vilanova en los que se corría la tinta. El Padre Joaquim rara vez le había dirigido la palabra y, desde que lo vio —la mañana en que entró trotando a Cumbe detrás del Consejero—, había advertido también en sus ojos, muchas veces, esa sorpresa, incomodidad, repugnancia, que su persona provocaba siempre y ese movimiento rápido de apartar la vista y olvidarlo. Pero la captura del párroco por los soldados del Cortapescuezos y su muerte probable lo apenaban por el efecto que habían causado en el Consejero. «Alegrémonos, hijos», había dicho esa tarde, durante los consejos, en la torre del nuevo Templo: «Belo Monte tiene su primer santo». Pero luego, en el Santuario, el León de Natuba había comprobado la tristeza que lo embargaba. Rehusó los alimentos que le alcanzó María Quadrado y, mientras las beatas lo aseaban, no hizo los cariños que solía a la cabrita que Alejandrinha Correa (los ojos hinchados de tanto llorar) mantenía a su alcance. Al apoyar la cabeza en sus rodillas, el León no sintió la mano del Consejero y, más tarde, lo oyó suspirar: «No habrá más misas, nos ha dejado huérfanos». El León tuvo un presentimiento de catástrofe.
Por eso tampoco él conseguía dormir. ¿Qué ocurriría? Otra vez la guerra estaba próxima y, ahora, sería peor que cuando los elegidos y los canes se enfrentaron en el Tabolerinho. Se pelearía en las calles, habría más heridos y muertos y él sería uno de los primeros en morir. Nadie vendría a salvarlo, como lo había salvado el Consejero de morir quemado en Natuba. Por gratitud había partido con él y por gratitud había seguido pegado al santo, brincando por el mundo, pese al esfuerzo sobrehumano que para él, desplazándose a cuatro patas, significaban esas larguísimas travesías. El León entendía que muchos añoraran aquellas andanzas. Entonces eran pocos y tenían al Consejero exclusivamente para ellos. ¡Cómo habían cambiado las cosas! Pensó en los millares que lo envidiaban por estar día y noche junto al santo. Sin embargo, tampoco él tenía ocasión ya de hablar a solas con el único hombre que lo había tratado siempre como si fuera igual a los demás. Porque nunca había notado el León el más ligero indicio de que el Consejero viera en él a ese ser de espinazo curvo y cabeza gigante que parecía un extraño animal nacido por equivocación entre los hombres.
Recordó esa noche, en las afueras de Tepidó, hacía muchos años. ¿Cuántos peregrinos había alrededor del Consejero? Después de los rezos, habían comenzado a confesarse en voz alta. Cuando le tocó el turno, el León de Natuba, en un arrebato impensado, dijo de pronto algo que nadie le había oído antes: «Yo no creo en Dios, ni en la religión. Sólo en ti, padre, porque tú me haces sentir humano». Hubo un gran silencio. Temblando de su temeridad, sintió sobre sí las miradas espantadas de los peregrinos. Volvió a escuchar las palabras del Consejero, esa noche: «Has sufrido tanto que hasta los diablos escapan de tanto dolor. El Padre sabe que tu alma es pura porque está todo el tiempo expiando. No tienes de qué arrepentirte, León: tu vida es penitencia». Repitió mentalmente: «Tu vida es penitencia». Pero también había en ella instantes de incomparable felicidad. Por ejemplo, hallar algo nuevo que leer, un pedazo de libro, una página de revista, un fragmento impreso cualquiera y aprender esas cosas fabulosas que decían las letras. O imaginar que Almudia estaba viva, era aún la bella niña de Natuba y que él le cantaba y que, en vez de embrujarla y matarla, sus canciones la hacían sonreír. O apoyar la cabeza en las rodillas del Consejero y sentir sus dedos abriéndose camino entre sus crenchas, separándolas, sobándole el cuero cabelludo. Era adormecedor, una sensación cálida que lo atravesaba de pies a cabeza y él sentía que, gracias a esa mano en sus pelos y a esos huesos contra su mejilla, los malos ratos de la vida quedaban recompensados. Era injusto, no sólo al Consejero debía agradecimiento. ¿No lo habían cargado los otros cuando ya no le daban las fuerzas? ¿No habían rezado tanto, sobre todo el Beatito, para que creyera? ¿No era buena, caritativa, generosa con él María Cuadrado? Trató de pensar con cariño en la Madre de los Hombres. Ella había hecho lo imposible por ganárselo. En las peregrinaciones, cuando lo veía extenuado, le masajeaba largamente el cuerpo, como hacía con las extremidades del Beatito. Y cuando tuvo las fiebres lo hizo dormir en sus brazos, para darle calor. Ella le procuraba la ropa que vestía y había ideado los ingeniosos guantes–zapatos de madera y cuero con que andaba. ¿Por qué, entonces, no la quería? Sin duda porque también a la Superiora del Coro Sagrado la había oído, en los altos nocturnos del desierto, acusarse de haber sentido asco del León de Natuba y de haber pensado que su fealdad provenía del Maligno. María Quadrado lloraba ^ al confesar estos pecados y, golpeándose el pecho, le pedía perdón por ser tan pérfida. Él decía que la perdonaba y la llamaba Madre. Pero, en el fondo, no era verdad. «Soy rencoroso — pensó—. Si hay un infierno, arderé por los siglos de los siglos. » Otras veces, la idea del fuego le daba terror. Hoy lo dejó frío.
Se preguntó, recordando la última. procesión, si debía asistir a alguna más. ¡Cuánto miedo había pasado! ¡Cuántas veces había estado a punto de ser sofocado, pisoteado, por la multitud que trataba de acercarse al Consejero! La Guardia Católica hacía esfuerzos inauditos para no ser rebasada por los creyentes que, entre las antorchas y el incienso, estiraban las manos para tocar al santo. Él León se vio zarandeado, empujado al suelo, tuvo que aullar para que la Guardia Católica lo izara cuando la marea humana iba a tragárselo. Últimamente, apenas se aventuraba fuera del Santuario, pues las calles se habían vuelto peligrosas. Las gentes se precipitaban a tocarle el lomo, creyendo que les traería suerte, y se lo arranchaban como un muñeco y lo tenían horas en sus casas haciéndole preguntas sobre el Consejero. ¿Tendría que pasar el resto de sus días encerrado entre estas paredes de barro? No había fondo en la infelicidad, las reservas de sufrimiento eran inextinguibles.
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