Array Array - La guerra del fin del mundo

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Es una patrulla de diez soldados de uniformes grises y rojos, encabezada por un Sargento joven y rubio. Los guía un pistero que, sin duda, piensa Rufino, es cómplice de los yagunzos. Como presintiendo algo, el Sargento comienza a tomar precauciones. Tiene el dedo en el gatillo del fusil y salta de un árbol a otro, seguido por sus hombres que progresan también, escudándose en los troncos. El pistero va por media trocha. En torno a Rufino, los yagunzos parecen haberse esfumado. No se mueve una hoja en la caatinga. La patrulla llega a la primera vivienda. Dos soldados echan abajo la puerta y entran, mientras los demás los cubren. El pistero se acuclilla detrás de los soldados y Rufino nota que comienza a retroceder. Luego de un momento, los dos soldados reaparecen y con manos y cabezas indican al Sargento que no hay nadie. La patrulla avanza hacia la próxima vivienda y se repite la operación, con el mismo resultado. Pero, de pronto, en la puerta de una casa más grande que las otras, asoma una mujer greñuda y luego otra, que observan, asustadas. Cuando los soldados las divisan y apuntan sus fusiles hacia ellas, las mujeres hacen gestos de paz, dando grititos. Rufino siente un atolondramiento parecido al que tuvo cuando oyó a la Barbuda nombrar a Galileo Gall. El pistero, aprovechando la distracción, desaparece en la maleza.

Los soldados rodean la casa y Rufino comprende que hablan con las mujeres. Por fin, dos uniformados entran tras ellas, mientras el resto aguarda afuera, con los fusiles listos. Poco después, retornan los que entraron, haciendo gestos obscenos y animando a los otros a imitarlos. Rufino escucha risas, voces y ve que todos los soldados, con caras exultantes, avanzan hacia la casa. Pero el Sargento hace que dos permanezcan en la puerta, de guardia.

La caatinga comienza a moverse, a su alrededor. Los emboscados se arrastran, gatean, se empinan y el rastreador advierte que son treinta, cuando menos. Va tras ellos, de prisa, hasta alcanzar al jefe: «¿Está ahí la que era mi mujer?», se oye decir. «¿La acompaña un enano, no es cierto?» «Sí. » «Debe ser ella, entonces», asiente el yagunzo. En ese instante una salva de tiros acribilla a los dos soldados que hacen guardia, al mismo tiempo que en el interior rompen gritos, alaridos, carreras, un disparo. Mientras corre, entre los yagunzos, Rufino saca su cuchillo, única arma que le queda, y ve aparecer por la puerta y las ventanas de la casa, a soldados disparando o tratando de huir. Apenas consiguen alejarse unos pasos, antes de ser alcanzados por los dardos o las balas o arrollados por los yagunzos que los rematan con sus facas y machetes. En eso, Rufino resbala y cae al suelo. Cuando se levanta, escucha ulular a los pitos y ve que están arrojando desde una ventana el cadáver sanguinolento de un soldado al que han arrancado la ropa. El cuerpo se estrella en tierra con un golpe seco. Cuando Rufino entra a la casa, la violencia del espectáculo lo aturde. Hay soldados agonizantes en el suelo, sobre los que se encarnizan racimos de hombres y mujeres que esgrimen cuchillos, palos, piedras; los golpean y hieren sin misericordia, ayudados por los que siguen invadiendo el lugar. Las mujeres, cuatro o cinco, son las que chillan y también ellas quitan los uniformes a jalones a sus víctimas para, muertos o moribundos, afrentarlos en su hombría. Hay sangre, pestilencia y, en el suelo, unos boquetes donde deben haber estado escondidos los yagunzos, esperando a la patrulla. Una mujer, torcida bajo una mesa, tiene una herida en la frente y se queja.

Mientras los yagunzos desnudan a los soldados y cogen sus fusiles y morrales, Rufino, seguro de que en la habitación no está lo que busca, se abre camino hacia los cuartos. Son tres, en hilera, uno abierto, en el que no ve a nadie. Por las rendijas del segundo divisa un catre de tablas y unas piernas de mujer, estirada en el suelo. Empuja la puerta y ve a Jurema. Está viva y su cara, al encontrarse con él, se frunce y toda ella se encoge, golpeada por la sorpresa. Al lado de Jurema, desfigurado por el miedo, minúsculo, el rastreador ve al Enano, que le parece conocer desde siempre, y, sobre la cama, al Sargento rubio a quien, pese a estar exánime, dos yagunzos siguen acuchillando: ambos rugen con cada golpe y las salpicaduras de sangre llegan hasta Rufino. Jurema, inmóvil, lo mira con la boca entreabierta; está desencajada, se le ha afilado la nariz y en sus ojos hay pánico y resignación. El rastreador se da cuenta que el yagunzo aindiado y descalzo ha entrado y que ayuda a los otros a alzar al Sargento y a echarlo a la calle por la ventana. Salen, llevándose el uniforme, el fusil y el morral del muerto. Al pasar junto a Rufino, el jefe, señalando a Jurema, murmura: «¿Ves? Era ella». El Enano se pone a proferir frases que Rufino oye pero no entiende. Sigue en la puerta, quieto y, ahora, de nuevo con el rostro inexpresivo. Su corazón se calma y al vértigo del principio sigue una total serenidad. Jurema continúa en el suelo, sin fuerzas para levantarse. Por la ventana se llega a ver a los yagunzos, hombres y mujeres, alejándose hacia la caatinga.

—Se están yendo —balbucea el Enano, sus ojos saltando de uno a otro—. Tenemos que irnos también, Jurema. Rufino mueve la cabeza.

—Ella se queda —dice, con suavidad—. Vete tú.

Pero el Enano no se va. Confuso, indeciso, miedoso, corretea por la casa vacía, entre la pestilencia y la sangre, maldiciendo su suerte, llamando a la Barbuda, persignándose y rogándole a Dios. Mientras, Rufino revisa los cuartos, encuentra dos colchones de paja y los arrastra a la habitación de la entrada, desde la cual puede ver la única calle y las viviendas de Caracatá. Ha sacado los colchones maquinalmente, sin saber qué se propone, pero, ahora que están allí, lo sabe: dormir. Su cuerpo es como una esponja blanda que el agua estuviera llenando, hundiendo. Coge las amarras de un gancho, va donde Jurema y ordena: «Ven». Ella lo sigue, sin curiosidad, sin temor. La hace sentar junto a los colchones y le ata manos y pies. El Enano está ahí, desorbitado de terror. «¡No la mates, no la mates!», grita. El rastreador se echa de espaldas y, sin mirarlo, le ordena:

—Ponte ahí y si viene alguien me despiertas.

El Enano pestañea, desconcertado, pero un segundo después asiente y brinca hasta la puerta. Rufino cierra los ojos. Se pregunta, antes de desaparecer en el sueño, si no ha matado a Jurema todavía porque quiere verla sufrir o porque, ahora que la tiene, su odio ha amainado. Siente que ella, a un metro suyo, se tumba en el otro colchón. Con disimulo, por entre las pestañas, la espía: está mucho más flaca, con los ojos hundidos y resignados, la ropa deshecha y los cabellos revueltos. Tiene un rasguñón en el brazo. Cuando Rufino despierta, se incorpora de un salto, como escapando de una pesadilla. Pero no recuerda haber soñado. Sin echar un vistazo a Jurema, pasa junto al Enano, quien sigue en la puerta y lo mira entre asustado y esperanzado. ¿Puede ir con el? Rufino asiente. No cambian palabra, mientras el rastreador busca, en las últimas luces, algo que pueda aplacar el hambre y la sed. Cuando están regresando, el Enano le pregunta: «¿Vas a matarla?». Él no contesta. Saca de su alforja yerbas, raíces, hojas, tallos y los pone sobre el colchón. No mira a Jurema mientras la desata o la mira como si no estuviera allí. El Enano tiene un puñado de yerbas en la boca y mastica empeñosamente. Jurema también comienza a masticar y a tragar, de manera mecánica; a ratos se soba las muñecas y los tobillos. En silencio, comen, mientras afuera anochece del todo y aumentan los ruidos de los insectos. Rufino piensa que esta hediondez se parece a la que sintió la noche que pasó en una trampa, junto al cadáver de un tigre. De pronto, oye a Jurema:

—¿Por qué no me matas de una vez?

Él sigue mirando el vacío, como si no la oyera. Pero está pendiente de esa voz que va exasperándose, desgarrándose:

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