Array Array - Lituma en los Andes
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— No le gustaría lo que usted le leyó en la coca–dijo Tomás.
— En la mano–lo corrigió la mujer-. Soy también palmista y astróloga. Sólo que estos indios no se fían de las cartas, ni de las estrellas, ni siquiera de sus manos. De la coca, nomás. — Tragó saliva y añadió-: Y no siempre las hojas hablan claro.
El sol le caía en los ojos pero ella no parpadeaba; los tenía alucinados, le rebalsaban de las órbitas y Lituma imaginó que hasta podían hablar. Si en las noches hacía eso que él y Tomás sospechaban, los que se la montaban tendrían que enfrentarse a esos ojazos en la oscuridad. Él no podría.
— ¿Y qué le vio en la mano a ése, señora?
— Lo que le ha pasado–respondió ella, con naturalidad.
— ¿Leyó en sus manos que lo iban a desaparecer? — Lituma la examinó, a poquitos. A su derecha, Carreño estiraba el cuello.
La mujer asintió, imperturbable.
— Me he cansado un poco con la caminata–murmuró-. Voy a sentarme.
— Cuéntenos qué le dijo a Demetrio Chanca–insistió Lituma.
La señora Adriana resopló. Se había dejado caer sobre una piedra y se hacía aire con el sombrerón de paja que acababa de quitarse. Tenía unos pelos lacios, sin canas, estirados y sujetos en su nuca con una cinta de colores, como las que los indios amarraban en las orejas de las llamas.
— Le dije lo que vi. Que lo iban a sacrificar para aplacar a los malignos que tantos daños causan en la zona. Y que lo habían escogido a él porque era impuro.
— ¿Y se puede saber por qué era impuro, doña Adriana?
— Porque se había cambiado de nombre–explicó la mujer-. Cambiarse el nombre que a uno le dan al nacer, es una cobardía.
— No me extraña que Demetrio Chanca no quisiera pagarle–sonrió Tomasito.
— ¿Quiénes lo iban a sacrificar? — preguntó Lituma.
La mujer hizo un ademán que podía ser de hastío o desprecio. Se abanicaba despacio, resoplando.
— Usted quiere que le responda «los terrucos, los de Sendero», ¿no es cierto? — Volvió a resoplar y cambió de tono-: Eso no estaba en sus manos.
— ¿Y quiere que me quede contento con semejante explicación?
— Usted pregunta y yo le contesto–dijo la mujer, muy tranquila-. Eso es lo que vi en su mano. Y se cumplió. ¿No ha desaparecido, acaso? Lo sacrificaron, pues.
Estaría loca, más bien, pensó Lituma. La señora Adriana resoplaba como un fuelle. Con su mano regordeta se alzó el ruedo de la falda hasta la cara y se sonó la nariz, dejando al descubierto dos pantorrillas gruesas y blancuzcas. Volvió a sonarse, haciendo ruido. Pese a su malestar, el cabo soltó una risita: vaya manera de limpiarse los mocos.
— ¿También a Pedrito Tinoco y al albino Huarcaya los sacrificaron al diablo?
— A ellos ni les eché los naipes, ni les vi las manos, ni les saqué su carta astrológica. ¿Puedo irme?
— Un momentito–la atajó Lituma.
Se quitó el quepis y se secó el sudor de la frente. El sol estaba en el centro del cielo, redondo y destellante. Hacía un calor norteño. Pero dentro de cuatro o cinco horas comenzaría a enfriar y a eso de las diez de la noche estarían crujiéndole los huesos de frío. Quién podía entender este clima tan enrevesado como los serruchos. Volvió a acordarse de Pedrito Tinoco. Cuando terminaba de lavar y enjuagar la ropa, se quedaba sentado en una piedra, inmóvil, mirando el vacío. Se estaba así, quieto, ensimismado, pensando en Dios sabe qué, hasta que la ropa se secara. Entonces la doblaba cuidadosamente y venía a entregársela al cabo, haciendo venias. Puta madre. Allá abajo, en el campamento, entre los brillos y relumbrones de las calaminas, se movían los peones. Unas hormiguitas. Los que no estaban dinamitando el túnel o tirando pala tenían ahora su recreo; se estarían comiendo sus fiambres.
— Trato de hacer mi trabajo, doña Adriana–dijo de pronto, sorprendiéndose de su tono confidencial-. Han desaparecido tres fulanos. Los familiares vinieron a dar el parte. Pueden haberlos matado los terroristas. Metido a la fuerza a su milicia. Tenerlos secuestrados. Hay que averiguar. Para eso estamos aquí en Naccos. Para eso existe este puesto de la Guardia Civil. ¿O para qué cree?
Tomás había cogido unas piedrecitas del suelo y hacía puntería contra los costales de la empalizada. Cuando acertaba, brotaba un ruidito desafinado.
— ¿Me echa la culpa de algo? ¿Es mi culpa que haya terroristas en los Andes?
— Usted es una de las últimas personas que vio a Demetrio Chanca. Tuvo una pelea con él. ¿Qué es eso de que se había cambiado el nombre? Denos una pista. ¿Es mucho pedir?
La mujer resopló de nuevo, con un ruidito pedregoso.
— Le he contado lo que sé. Pero ustedes no creen nada de lo que oyen, les parecen cuentos de bruja. — Buscó los ojos de Lituma y éste sintió que su mirada lo acusaba-. ¿Acaso cree algo de lo que le digo?
— Trato, señora. Hay quienes creen y hay quienes no creen en eso del más allá. Ahora no importa. Yo sólo quiero averiguar lo de esos tres. ¿Está ya Sendero Luminoso en Naccos? Mejor saberlo. Lo que les pasó a ellos podría pasarle a cualquiera. A usted misma y a su marido, doña Adriana. ¿No ha oído que los terrucos castigan los vicios? ¿Que azotan a los chupacos? Imagínese lo que les harían a Dionisio y a usted, que viven emborrachando a la gente. Estamos aquí para protegerlos a ustedes, también.
La señora Adriana esbozó una sonrisa burlona.
— Si ellos quieren matarnos, nadie se lo impedirá–murmuró-. Lo mismo si quieren ajusticiarlos a ustedes, por supuesto. Eso lo sabe muy bien, cabo. Ustedes y nosotros somos iguales en eso, estamos vivos de puro milagro.
Tomasito tenía una mano levantada para tirar otra piedra, pero no lo hizo. Bajó el brazo y se dirigió a la mujer:
— Nos hemos preparado para recibirlos, señora. Dinamitando medio cerro. Antes de que uno solo pise el puesto, habrá fuegos artificiales de senderistas sobre Naccos. — Le guiñó un ojo a Lituma y volvió a dirigirse a doña Adriana-: El cabo no le habla como a sospechosa. Más bien como a una amiga. Corresponda a su confianza, pues.
La mujer volvió a resoplar y abanicarse, antes de asentir. Levantando despacio la mano señaló las cumbres que se sucedían, filudas o romas, con sus capuchones de nieve, plomizas, verdosas, macizas y solitarias, bajo la bóveda azul.
— Todos estos cerros están llenos de enemigos–dijo suavemente-. Viven ahí dentro. Se la pasan urdiendo sus maldades día y noche. Hacen daños y más daños. Esa es la razón de tantos accidentes. Los derrumbes en los socavones. Los camiones a los que se les vaciaron los frenos o les faltó pista en las curvas. Las cajas de dinamita que estallan llevándose piernas y cabezas.
Hablaba sin alzar la voz, de modo mecánico, como esas letanías de las procesiones o la quejumbre de las lloronas en los velorios.
— Si todo lo malo es cosa del diablo, no hay casualidades en el mundo–comentó Lituma, con ironía-. ¿A esos dos francesitos que iban a Andahuaylas los mató a pedradas Satanás, señora? Porque ésos enemigos son los diablos, ¿no?
— También empujan los huaycos–concluyó ella, señalando las montañas.
¡Los huaycos! Lituma había oído hablar de ellos. No había caído ninguno por aquí, felizmente. Intentó imaginarse esos desprendimientos de nieve, rocas y barro, que, desde lo alto de la cordillera, bajaban como una tromba de muerte, arrasándolo todo, creciendo con las laderas que arrancaban, cargándose de piedras, sepultando sembríos, animales, aldeas, hogares, familias. ¿Caprichos del diablo, los huaycos?
La señora Adriana volvió a señalar las cumbres:
— Quién si no podría desprender esas rocas. Quién llevaría el huayco justo por donde puede causar más daño.
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