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Array Array: Lituma en los Andes

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— Somos franceses–dijo la petite Michèle.

— No haga eso, señor–gritó Albert-. Somos turistas franceses, señor.

Eran casi niños, sí. Pero de caras ásperas y requemadas por el frío, como esos pies crudos que dejaban entrever las ojotas de llanta que algunos calzaban, como esos pedrones de sus manos casposas con las que comenzaban a golpearlos.

— Mátenos de un tiro–gritó Albert, en francés, ciego, abrazando a la petite Michèle, interponiéndose entre ella y esos brazos feroces-. Somos también jóvenes, señor. ¡Señor!

— Cuando sentí que el tipo comenzaba a pegarle y ella a lloriquear, se me puso la carne de gallina–dijo el guardia-. Como la vez pasada, pensé, igualito que en Pucallpa. Vaya suerte que tienes, so cojudo.

Lituma notó que Tomás Carreño estaba encolerizado y ansioso, reviviendo aquello. ¿Se había olvidado de que él estaba aquí, escuchándolo?

— Cuando mi padrino me mandó a cuidar al Chancho la primera vez, me sentí muy orgulloso–explicó el muchacho, tratando de serenarse-.Imagínese. Estar tan cerca de un jefazo, viajar con él a la selva. Pero las pasé muy mal la noche de Pucallpa. E iba a ser la misma vaina ahora también en Tingo María.

— Ni te olías que la vida está llena de cosas sucias–comentó Lituma-. Dónde habías vivido, Tomasito.

— Sabía todo de la vida, pero eso del sadismo no me gustó. Carajo, eso sí que no. No lo entendía, tampoco. Me daba furia y hasta miedo. ¿Cómo podía volverse peor que un animal? Ahí entendí por qué le decían Chancho.

Hubo un chasquido silbante y la mujer chilló. Tomás mientras, le estaba dando. Lituma cerró los ojos y la inventó. Era rellenita, ondulante, de pechos redondos. El jefazo la tenía de rodillas, calatita, y los correazos le dejaban unos surcos morados en la espalda.

— No sé quién me dio más asco, si él o ella. Las cosas que hacen éstas por la plata, pensaba.

— Bueno, tú también estabas ahí por la plata, ¿no? Cuidando al Chancho, mientras se daba gusto sacándole el alma a la polilla.

— No la llame así–protestó Tomás-. Ni aunque lo fuera, mi cabo.

— Es sólo una palabra, Tomasito–se disculpó Lituma.

El muchacho escupió a los insectos de la oscuridad, con furia. Era noche alta y caliente y los árboles rumoreaban a su alrededor. No había luna y las luces aceitosas de Tingo María apenas se divisaban entre el bosque y los cerros. La casa estaba en las afueras de la ciudad, a unos cien metros de la carretera que llevaba al Aguatía y a Pucallpa, y sus delgados tabiques dejaban pasar ruidos y voces con total nitidez. Oyó otro chasquido y la mujer chilló.

— Ya no más, papacito–suplicó su voz apagada-. No me pegues más.

A Carreño le pareció que el hombre se reía, con esa risita sobradora que le había escuchado ya la vez anterior, en Pucallpa.

— Risa de jefazo, de mandón, de quien puede puede, de un pinga loca al que le sobraban los soles y los dólares–le explicó al cabo, con un viejo rencor.

Lituma imaginó los ojitos achinados del sádico: sobresalían de las bolsas de grasa, se inflamaban de arrechura cada vez que la mujer gemía. A él no lo excitaban esas cosas, pero, por lo visto, a algunos sí. Tampoco lo escandalizaban como a su adjunto, por supuesto. Qué se iba a hacer si la puta vida era la puta vida. ¿No andaban los terrucos matando a diestra y siniestra con el cuento de la revolución? A ésos también les gustaba la sangre.

— Termina de una vez, Chancho concha de tu madre, pensaba yo–continuó Tomás-. Date gusto, vacíate, échate a dormir. Pero él seguía.

— Ya está bien, papacito. Ya no más–le rogaba de cuando en cuando la mujer.

El muchacho estaba sudando y sentía ahogo. Un camión pasó rugiendo por la carretera y sus luces amarillentas iluminaron un momento la hojarasca, los troncos, los pedruscos y el fango de la acequia. Con la oscuridad, retornaron las fosforescencias.

Tomás no había visto nunca una luciérnaga y se las imaginaba como linternitas volantes. Si por lo menos el gordo Iscariote hubiera estado con él. Conversando, bromeando, oyéndole describir sus comilonas, se pasaría el rato. No oiría lo que estaba oyendo ni imaginando lo que imaginaba.

— Y ahora te voy a meter este fierro hasta el cogote–ronroneó el hombre, loco de felicidad-. Para que chilles como chilló tu madre cuando te parió.

A Lituma le pareció que oía la risita cachacienta del Chancho, una carcajada de hombre al que la vida le sonríe y consigue siempre lo que se propone. A él podía adivinarlo con facilidad, no a ella; la mujer era una forma sin cara, una silueta que nunca se llegaba a concretar.

— Si Iscariote hubiera estado conmigo, conversando, me habría olvidado de lo que pasaba en la casa–dijo Tomás-. Pero el gordo vigilaba el camino y yo sabía que nada lo haría moverse de su puesto, que se estaría allí toda la noche soñando con manjares.

La mujer volvió a chillar y esta vez continuó llorando. ¿Esos golpes medio apagados serían puntapiés?

— Por lo que más quieras–le rezaba.

— Y, entonces, me di cuenta que ya tenía el revólver en la mano–dijo el muchacho, bajando la voz como si alguien lo pudiera oír-. Lo había sacado de la cartuchera y jugaba con él, moviendo el gatillo, girando el tambor. Sin darme cuenta, mi cabo, se lo juro.

Lituma se ladeó para mirarlo. En el catre vecino, el perfil de Tomasito se divisaba apenas, difuminado en la tenue claridad de las estrellas y la luna que entraba por la ventana.

— Qué ibas a hacer, so cojudo.

Había trepado la escalerilla de madera en puntas de pie y empujaba quedito la puerta de la casa, hasta que sintió la resistencia de la tranca. Era como si manos y piernas se hubieran independizado de su cabeza. «Ya no más, papacito», rogaba monótonamente la mujer. Los golpes caían de tanto en tanto, amortiguados, y ahora el muchacho oía el jadeo del Chancho. La puerta no tenía cerrojo. Apenas presionó con el cuerpo, comenzó a ceder: el crujido se mezclaba a los golpes y a los ruegos. Cuando se abrió de par en par con un ruido de clavos, cesaron los gemidos y los golpes y estalló un carajo. Tomás vio al hombre desnudo revolverse en la penumbra, carajeando. Un mechero se balanceaba de un clavo en la pared. Había sombras enloquecidas. Enredado en el mosquitero, el tipo trataba de zafarse, manoteando, y Tomás encontró los ojos espantados de la mujer.

— Ya no le pegue más, señor–imploró-. No se lo permito.

— ¿Esa cojudez le dijiste? — se burló Lituma-. ¿Tratándolo encima de señor?

— No creo que me oyera–dijo el muchacho-. Tal vez no me salía la voz, tal vez hablaba para mis adentros.

El hombre encontró lo que buscaba y, a medio incorporarse, enredado en el mosquitero, estorbado por la mujer, lo apuntó, carajeando siempre a voz en cuello, como para darse ánimos. A Tomás le pareció que los tiros estallaban antes de que él apretara el gatillo, pero no, fue su mano la que disparó primero. Oyó aullar al hombre al tiempo que lo veía caer hacia atrás, soltando la pistola, encogiéndose. El muchacho dio dos pasos hacia la cama. Medio cuerpo del Chancho se había descolgado del otro lado. Sus piernas seguían entreveradas sobre la sábana. Estaba quieto. No era él, era la mujer la de los gritos.

— ¡No me mate! ¡No me mate! — chillaba despavorida, tapándose la cara, torciéndose, cubriéndose con manos y pies.

— Qué me cuentas, Tomasito. — Lituma estaba pasmado-. ¿Quieres decir que te lo cargaste?

— ¡Cállate tú! — ordenó el muchacho. Ahora podía respirar. El tumulto de su pecho se había aplacado. Las piernas del hombre se deslizaron hacia el suelo, trayéndose abajo parte del mosquitero. Lo oyó quejarse, bajito.

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