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Array Array: Lituma en los Andes

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— ¿Llegamos a Andahuaylas? — preguntó, aturdido.

— No sé qué pasa–susurró, en su oído, la petite Michèle.

Se frotó los ojos y había cilindros de luces moviéndose dentro y fuera del ómnibus. Escuchó voces apagadas, cuchicheos, un grito que parecía un insulto, y percibió movimientos confusos por doquier. Era noche cerrada y, a través del vidrio trizado, destellaban miríadas de estrellas.

— Preguntaré al chofer qué pasa.

La petite Michèle no le permitió levantarse.

— ¿Quiénes son? — la oyó decir-. Creí que eran soldados, pero no, mira, hay gente llorando.

Las caras aparecían y desaparecían, fugaces, en el ir y venir de las linternas. Parecían muchos. Rodeaban al ómnibus y ahora, por fin despierto, sus ojos acostumbrándose a la oscuridad, Albert advirtió que varios llevaban cubiertas las caras con pasamontañas que sólo dejaban sus ojos al descubierto. Y esos reflejos eran armas, qué otra cosa podían ser.

— El de la embajada tenía razón–murmuró la muchacha, temblando de pies a cabeza-. Debimos tomar el avión, no sé por qué te hice caso. ¿Adivinas quiénes son, no?

Alguien abrió la puerta del ómnibus y una corriente de aire frío les alborotó los cabellos. Entraron dos siluetas sin rostro y Albert sintió que, por unos segundos, lo cegaban las linternas. Dieron una orden que no entendió. La repitieron, en tono más enérgico.

— No te asustes–musitó en el oído de la petite Michèle. No tenemos nada que ver, somos turistas.

Todos los pasajeros se habían puesto de pie y, con las manos en la cabeza, comenzaban a bajar del ómnibus.

— No pasará nada–repitió Albert-. Somos extranjeros, les voy a explicar. Ven, bajemos.

Bajaron, confundidos con el tropel y, al salir, el viento helado les cortó la cara. Permanecieron en el montón, muy juntos, cogidos del brazo. Oían palabras sueltas, murmullos, y Albert no alcanzaba a distinguir lo que decían. Pero era castellano, no quechua, lo que hablaban.

— ¿Señor, por favor? — silabeó, dirigiéndose al hombre abrigado en un poncho que estaba a su lado, y, al instante, una voz de trueno rugió: «¡Silencio!». Mejor no abrir la boca. Ya llegaría el momento de explicar quiénes eran y por qué estaban aquí. La petite Michèle ceñía su brazo con las dos manos y Albert notaba sus uñas a través del grueso casacón. A alguien -¿a él? — le castañeteaban los dientes.

Los que habían detenido el ómnibus apenas cambiaban palabra entre sí. Los tenían rodeados y eran muchos; veinte, treinta, tal vez más. ¿Qué esperaban? En la movediza luz de las linternas, Albert y la petite Michèle descubrieron mujeres entre los asaltantes. Algunas con pasamontañas, otras con las caras descubiertas. Algunas con armas de fuego, otras con palos y machetes. Todas jóvenes.

Estalló en las sombras otra orden que Albert tampoco entendió. Sus compañeros de viaje empezaron a rebuscarse los bolsillos, las carteras, a entregar papeles o carnets. Él y ella sacaron sus pasaportes del bolsón que llevaban sujeto a la cintura. La petite Michèle temblaba cada vez más, pero, para no provocarlos, no se atrevía a tranquilizarla, a asegurarle que, ahora que abrieran sus pasaportes y vieran que eran turistas franceses, habría pasado el peligro. Se quedarían con los dólares, tal vez. No eran muchos, felizmente. Los travellers viajaban ocultos en el cinturón de doble fondo de Albert y con un poco de suerte acaso no los descubrirían.

Tres de ellos comenzaron a recoger los documentos, metiéndose entre las filas de pasajeros. Cuando llegaron a su altura, a la vez que alcanzaba los dos pasaportes a la silueta femenina con un fusil en bandolera, Albert silabeó:

— Somos turistas franceses. No sabe español, señorita.

— ¡Silencio! — chilló ella, arrebatándole los pasaportes. Era una voz de niña, cortante y enfurecida-. Chitón.

Albert pensó en lo tranquilo y limpio que estaba todo allá arriba, en ese cielo profundo, tachonado de estrellas, y el contraste con la amenazadora tensión de aquí abajo. Se le había evaporado el temor. Cuando todo esto fuera recuerdo, cuando ya lo hubiera contado decenas de veces a los copains en el bistró y a los alumnos de la escuela, en Cognac, le preguntaría a la petite Michè!e: «¿Tuve o no razón de preferir ese ómnibus al avión? Nos hubiéramos perdido la mejor experiencia del viaje».

Había quedado cuidándolos una media docena de hombres con fusiles ametralladores, que todo el tiempo les buscaban los ojos con los haces de luz de las linternas. Los demás se habían apartado unos metros y parecían en conciliábulo. Albert dedujo que examinaban los documentos, que los sometían a un cuidadoso escrutinio. ¿Sabrían leer todos ellos? Cuando vieran que no eran de aquí, sino franceses paupérrimos, de mochila y ómnibus, les pedirían excusas. El frío le calaba los huesos. Abrazó a la petite Michèle, pensando: «Tenía razón el de la embajada. Debimos tomar el avión. Cuando podamos hablar, te pediré disculpas».

Los minutos se volvían horas. Varias veces estuvo seguro de que iba a desmayarse, de frío y fatiga. Cuando los pasajeros empezaron a sentarse en el suelo, él y la petite Michèle los imitaron, sentándose muy juntos. Permanecieron mudos, apretados uno contra el otro, dándose calor. Los captores volvieron al cabo de largo rato y, tino a uno, levantándolos, mirándoles las caras, metiéndoles las linternas por los ojos y empujándolos, fueron devolviendo a los pasajeros al ómnibus. Amanecía. Una orla azulada asomaba por el entrecortado perfil de las montañas. La petite Michèle estaba tan quieta que parecía dormida. Pero sus ojos seguían muy abiertos. Albert se incorporó con esfuerzo, sintiendo crujir sus huesos, y tuvo que levantar a la petite Michèle de los dos brazos. Se sentía amodorrado, con calambres, la cabeza pesada, y se le ocurrió que ella debía sufrir otra vez con ese mal de altura que la atormentó tanto las primeras horas, escalando la Cordillera. La pesadilla terminaba, por lo visto. Los pasajeros habían formado una fila india e iban subiendo al ómnibus. Cuando les tocó el turno, los dos muchachos con pasamontañas que estaban a la puerta del vehículo les pusieron los fusiles en el pecho, sin decir palabra, indicándoles que se apartaran.

— ¿Por qué? — preguntó Albert-. Somos turistas franceses.

Uno de ellos avanzó hacia él en actitud amenazadora, y acercándole mucho la cara le rugió:

— ¡Silencio! ¡Shhht!

— ¡No habla español! — gritó la petite Michèle. ¡Turista! ¡Turista!

Fueron rodeados, sujetados de los brazos, empujados, alejados de los pasajeros. Y, antes de que acabaran de entender qué ocurría, el motor del ómnibus comenzó a hacer gárgaras y su armatoste a animarse y su motor a vibrar. Lo vieron partir zangoloteando, por esa trocha perdida en la meseta andina.

— ¿Qué hemos hecho? — dijo Michèle en francés-. ¿Qué nos van a hacer?

— Pedirán un rescate a la embajada–balbuceó él.

— A ése no lo han dejado acá por ningún rescate. — La petite Michèle ya no parecía miedosa; más bien revuelta, sublevada.

El viajero que habían retenido con ellos era bajo y gordito. Albert reconoció su sombrero y su bigote milimétrico. Viajaba en la primera fila, fumando sin descanso e inclinándose a veces a conversar con el chofer. Gesticulaba e imploraba, moviendo la cabeza, las manos. Lo tenían rodeado. Se habían olvidado de él y la petite Michèle.

— ¿Ves esas piedras? — gimió ella-. ¿Ves, ves?

La luz del día avanzaba rápidamente por la meseta y se distinguían muy nítidos los cuerpos, los perfiles. Eran jóvenes, eran adolescentes, eran pobres y algunos eran niños. Además de los fusiles, los revólveres, los machetes y los palos, muchos tenían pedruscos en las manos. El hombrecito del sombrero, caído de rodillas y con dos dedos en cruz, juraba, levantando la cabeza al cielo. Hasta que el círculo se cerró sobre él, quitándoselo de la vista. Lo oyeron gritar, suplicar. Empujándose, azuzándose, emulándose unos a otros, las piedras y las manos bajaban y subían, bajaban y subían.

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