Almudena Grandes - EL CORAZÓN HELADO
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La Ley de Responsabilidades Políticas del 9 de febrero de 1939, cuyos términos parecen el delirio de un mal guionista de cómic aficionado a las [924] parafernalias totalitarias, existió en realidad, hasta tal punto que, aunque fue suprimida por decreto en 1945, se siguió aplicando —nada por aquí, nada por allá— hasta 1966. Eran objetos de dicha ley «las personas, tanto jurídicas como físicas, que desde el primero de octubre de 1934 y antes del 18 de julio de 1936, contribuyeron a crear o a agravar la subversión (sic) de todo orden de que se hizo víctima a España», las que hubieran «ocupado cargos políticos durante el Frente Popular» o, sin ir más lejos, las que se hubieran «declarado públicamente a su favor». En el caso de las sanciones económicas, la Ley de Responsabilidades Políticas establecía que «se harán efectivas aunque el responsable falleciere antes de iniciar el procedimiento o durante su tramitación, con cargo a su caudal hereditario, y serán transmisibles a los herederos que no hayan repudiado su herencia».
Y en la realidad, el general Camilo Alonso Vega, director general de la Guardia Civil, se apropió después de la guerra de un chalet en la colonia de El Viso, en Madrid, que era propiedad de Francisco López Ganivet, sobrino de Ángel, que logró exiliarse en Londres, y de su mujer, Matilde Landa, dirigente del Socorro Rojo Internacional en el Madrid sitiado, que se suicidó en la cárcel de Palma de Mallorca en 1941, incapaz de resistir la presión que ejercían sobre ella las autoridades franquistas, que llegaron a amenazarla con quitarle la leche a las presas con hijos si no accedía a bautizarse. Cuando decidió que no podía asumir esa responsabilidad pero tampoco traicionarse a sí misma, se tiró por una ventana. Los testimonios de las otras reclusas coinciden en que no sobrevivió al impacto, pero el director de la prisión bautizó su cadáver para declarar después que, en aquel momento, Matilde todavía estaba viva y había pedido el bautismo con su propia voz.
Todos estos y muchos otros episodios de la historia española reciente, algunos de los cuales aparecen en este libro, parecen mentira pero, para nuestra desgracia, han sido verdad.
En este sentido, sólo hay dos excepciones deliberadas.
La primera tiene que ver con el golpe de Estado del coronel Casado, que quizás sea, por razones obvias, el hecho más oscuro, peor contado y documentado, de toda la guerra civil. Al margen de los combatientes comunistas, que sólo pueden aportar el punto de vista de las víctimas, sus contemporáneos suelen pasar por él de puntillas, seguramente por miedo a ensuciarse. Por eso, aunque estoy segura de que esos datos existen en alguna parte, yo no he sido capaz de encontrar una referencia geográfica concreta de los lugares donde los sublevados de marzo del 39 encerraron a sus prisioneros. Si he elegido los calabozos de la Puerta del Sol para Ignacio [925] Fernández Muñoz, ha sido por su tristemente célebre notoriedad. Pura tradición.
El segundo momento en el que me he apartado de una manera consciente de la realidad, ha sido en el instante en que Pancho Serrano Romero cruza el río Voljov. Sé que ese río no puede cruzarse a pie ni siquiera en verano, ni siquiera en su tramo más estrecho y pedregoso, pero me he tomado la licencia de hacerlo encoger porque el discurso de Pancho, sus vivas a la República y a la gloriosa lucha del pueblo español, habría perdido fuerza, y emoción, si su autor hubiera tenido que pronunciarlo sentado o haciendo equilibrios, de pie, en una barca.
Aparte de estos dos detalles, he podido cometer muchos errores que serán sólo culpa mía. Los aciertos, en cambio, se deberán siempre a la ayuda desinteresada de todas estas personas, a las que quiero dar las gracias:
A Juan Pérez Mercader, que en los primeros días de diciembre de 2002, y a propósito del hundimiento del Prestige, definió las emergencias en sistemas de muchos componentes como lo que ocurre cuando el todo resulta mayor que la suma de las partes. En aquella reunión interdisciplinar que se celebró en el Coto de Doñana y a la que yo también estaba invitada, Álvaro Carrión, que por aquel entonces ni siquiera tenía nombre, empezó a ser
físico.
A Manuel Toharia, que me ayudó a encontrar trabajo para Álvaro en un museo de la ciencia.
A Ernesto Páramo, director del Parque de las Ciencias de Granada, que me regaló un péndulo caótico cuando estaban agotados en todas las tiendas de todos los museos de España, y no me preguntó por qué no podía esperar un par de semanas a que los recibieran.
Y, sobre todo, en el capítulo de los científicos, a mi amigo Jorge Wagensberg, físico, profesor universitario y director del museo CosmoCaixa de Alcobendas, así como del CosmoCaixa de Barcelona, que es su modelo y su hermano mayor. Casi todo lo que sabe Álvaro Carrión de física, lo he aprendido yo antes de Jorge, un prestigioso académico y ensayista que se entusiasma cada vez que deja con la boca abierta a un grupo de niños de diez años. Yo le aprecio y le admiro también por eso.
A mi amiga Laura García Lorca, que me contó la historia de su abuelo Federico, que al marcharse de España dijo «nunca volveré a poner un pie en este país de mierda». Aquí dejaba los cuerpos sin vida de uno de sus hijos —Federico, poeta— y de su yerno —Manuel Fernández–Montesinos, alcalde socialista de Granada—, ambos fusilados en el verano del 36 [926] con pocos días de diferencia. Dejaba también todas sus propiedades a cargo de un vecino de Valderrubio que era «muy simpático, muy simpático», y del que precisamente por eso nunca se fió su mujer, Vicenta Lorca. Años después, cuando se acabó la segunda guerra mundial y comprendió que su profecía iba a cumplirse, don Federico empezó a escribir a aquel conocido tan simpático, tan simpático, pero él no contestó a ninguna de sus cartas hasta que recibió un pasaje para viajar a Nueva York en un transatlántico. Esa oferta sí la aceptó. Al llegar allí, los García Lorca fueron a recibirle y le invitaron a comer. A los postres, su anfitrión se atrevió a proponer por fin, «bueno, pues vamos a ver ahora esos papeles…». Y aquel vecino de Valderrubio que era tan simpático, tan simpático, se dio una palmada en la frente y exclamó: «¡Ay, don Federico! ¿Se lo puede usted creer? Se me han olvidado en Granada los papeles».
A mi amiga Rosana Torres, que acabó de explicarme cómo habían sucedido las cosas cuando me contó la historia de su madre, que al final de la guerra, con veintidós años, embarazada de cuatro meses y sola en el mundo —sus dos hermanos fusilados, sus padres en la cárcel, su marido, comandante de Carabineros, preso también, y condenado a muerte—, se atrevió a ir a su casa, un piso en el centro de Valencia donde se había instalado la familia del hombre que denunció a sus padres, a pedir que le dejaran llevarse su máquina de coser, para poder ganarse la vida con ella. Le dijeron que no, y entonces les pidió que le dejaran llevarse su ropa. Volvieron a decirle que no, y por fin les pidió que le dejaran llevarse su ropa interior, «porque mis bragas no os las vais a poner, ¿verdad?». Y volvieron a decirle que no.
Y a Juana Reines Simó, la madre de Rosana, por haber sacado adelante a aquel hijo ella sola, por haber tenido tres hijos más cuando el
comandante Torres salió de la cárcel, y por haber llegado hasta aquí tan guapa, tan lista y, sobre todo, tan joven que hace un par de años, en un homenaje a las mujeres republicanas, cuando un fotógrafo le pidió que se colocara con las demás, le dijo que no, «pero ni hablar, vamos, ¿cómo voy a hacerme yo una foto con estas señoras tan mayores?».
A mi amigo Benjamín Prado, porque si no lo hubiera sido, yo no habría ido al entierro de su padre, Benjamín Rodríguez, motorista en su juventud de la guardia de Franco. Y si no hubiera estado en el cementerio de Las Rozas aquella mañana de abril de 2002, no habría visto a una mujer joven y atractiva que se quedó a un lado, sin acercarse a saludar a nadie hasta el final de la ceremonia, y cuya aparición, misteriosa sólo en apariencia y sólo para mí, me regaló la imagen de la que ha nacido esta novela. [927]
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