Almudena Grandes - EL CORAZÓN HELADO

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Escuché de nuevo carreras, pasos, risas, luego el ruido de la puerta principal al cerrarse, y comprendí que mi sobrino no volvería a molestarnos.

—Por eso necesito que me lo expliques. Hazlo, mamá, explícamelo. Dime tú también que no puedo entenderlo, que no lo viví y que no tengo derecho a escandalizarme, ni siquiera a opinar, a juzgar a nadie…

Cuando el silencio se consolidó, lo celebré con una pausa y me dolió mi propio aliento, me dolió la lengua dentro de la boca.

—Que esto no era un país, sino el Salvaje Oeste, dímelo, mamá, dime que todo el mundo se vendía por un plato de lentejas, que la vida de las personas no valía ni el precio de la ropa que llevaban puesta, que nadie se acordaba de qué cosa era la dignidad y que no sé de lo que estoy hablando, porque a mí me tocó nacer en el bando de los afortunados y que con eso tendría que darme por satisfecho. Dime lo que quieras, lo que se te pase por la cabeza, cualquier cosa menos que tú nunca te enteraste de nada, que no sabías lo que pasaba, lo que pasó, lo que hicieron tu madre, tu marido… No me digas eso porque no me lo voy a creer. Eso no puedo creérmelo, mamá, aunque quizás sea verdad, la única que me falta por aprender, porque es difícil resistirse al ambiente, ¿no?

Sonreí para mí mismo, después para ella, y por fin volví a mirarla, pero me encontré sus ojos cerrados, parapetados tras sus manos.

—Debió de ser muy difícil vivir con la cabeza alta, con los ojos

abiertos, con los oídos dispuestos a escuchar, eso sí puedo imaginarlo, porque el miedo humilla, y la vileza sólo engendra sentimientos viles, la indecencia no puede generar más que indecencia… Debió de ser algo así, ¿no? Puedo imaginarlo pero eso no me consuela, porque tú estabas viva, mamá, tú tenías ojos, tenías oídos, y en otras familias no habría discrepancias, nadie por quien llorar, por quien preocuparse, otros no tendrían ni deudas ni cadáveres sobre su conciencia, pero tú, tú, mamá, que tú me hables así, que nunca te hayas preguntado nada, que papá se haya muerto tan tranquilo… Por eso prefiero otra cosa, que me digas al menos que fue hace mucho tiempo, que ya no te acuerdas, o que no me entiendes, que no comprendes lo que me pasa, que no sabes [915] qué salgo ganando yo con remover todo esto, a estas alturas. Que soy un ingenuo, que soy un imbécil…

Entonces se destapó la cara, abrió los ojos, volvió a mirarme.

—Dime por lo menos eso, mamá.

Ya no tenía nada más que decir, y ella se dio cuenta.

Estaba tan quieta como si hubiera dejado de respirar, y la inmovilidad acentuaba sus arrugas, las hacía más graves, más profundas, subrayaba la presencia pastosa del maquillaje sobre los surcos, pero sus ojos, ahora más azules, más que fríos, helados de cólera, sostenían la mirada de una mujer joven. Era guapa, mi madre, siempre lo había sido, pero aquella vez, mientras la dureza afloraba a su rostro como si la piel fuera apenas un adorno, la funda de una máscara de metal, no me gustó. Por un instante, creí que me daba miedo, luego pensé que me daba pena, y más tarde que lo mejor sería que me diera igual. Pero eso nunca iba a suceder, y lo sabía.

—¿Me das un cigarrillo?

—¿Qué? —al principio creí que había oído mal, pero su dedo seguía señalando hacia mi paquete de tabaco.

—Que si me das un cigarrillo —repitió, con voz neutra.

—Claro —y le acerqué el paquete—. Toma, pero no creo que debas fumar…

—No debo —lo encendió con manos temblorosas, pese a todo, y aspiró el humo con ansiedad—. Pero me gusta.

Fumamos juntos, en silencio, y me dio tiempo a arrepentirme de lo que le había dicho y a comprender que no habría podido decir nada distinto, mientras ella se recobraba mucho más deprisa que yo, para volver a instalarse en aquella impasibilidad casi insultante.

—¿Sabes una cosa, Álvaro? —aplastó la colilla en el cenicero y ya era otra mujer, mi madre de antes, la de siempre—. Deberías cortarte el pelo. Es una pena que lo lleves siempre tan largo, porque te come mucho la cara y eres muy guapo, el chico más guapo de la familia, desde luego…

También soy el más listo, mamá, ¿no te acuerdas?, estuve a punto de decir, y he entendido el mensaje, no te preocupes, que ya me voy. Pero me levanté sin decir nada y no despegué los labios hasta después de haberlos posado sobre su frente. Nunca había vivido un instante más duro que aquél, y me di cuenta.

—Adiós, mamá.

Le di la espalda, y al empezar a andar hacia la puerta, descubrí que estaba mejor de lo que esperaba, quizás porque ya no era capaz de sentir

nada, más allá de una repentina insensibilidad nacida del estupor [916] que había consumido hasta su agotamiento, y de la derrota que aún no había empezado a padecer pero que ya pintaba de blanco todas las cosas presentes y pasadas, dentro y fuera de mí.

—Oye, Álvaro… —pero no habría piedad, no todavía—. Me acabo de acordar… El domingo que viene no, el otro, o sea, el día 16… —y frunció el ceño—, 16 será, ¿no…?, sí, es el 16… Bueno, pues, vamos a hacer una barbacoa en el jardín para celebrar que María cumple veinte años, nada menos…

Entonces sonreí yo, me encontré sonriendo de repente. Sonreía de puro asombro, por la absoluta incapacidad de creer lo que estaba viendo, lo que estaba escuchando, y no podía ser, aquello no podía estar pasando, pero yo también tenía ojos, tenía oídos, los conocía bien, confiaba en ellos, y aquella mujer era mi madre, pensé, yo era su hijo, no podía estar hablando así, pronunciando aquellas palabras dulces, alegres, triviales, y mirándome a los ojos a la vez. No podía, y sin embargo siguió adelante, llegó hasta el final como si yo no estuviera allí, como si no fuera yo el hombre que masticaba la arena de un desierto helado y árido, blanco sobre blanco y todo blanco, en el centro del salón de su casa.

—Parece mentira, ¿verdad? —pero aquel hombre era yo y ella también sonreía—. Todavía me acuerdo de cuando Angélica se quedó embarazada, mi primera nieta, no me lo podía creer, a veces me digo, ¡qué barbaridad, si fue hace nada!, pero no, ya ves. Total, que a tu sobrina le hace ilusión lo de lo barbacoa, que no sé yo, porque en estas fechas, igual nos llueve que nos pelamos de frío, pero en fin, vamos a intentarlo, y estoy pensando que… Bueno, espero que vengas tú, por supuesto, y que me traigas al niño, Álvaro, por favor…

Y en ese instante, precisamente en ese instante, ni antes ni después, se le llenaron los ojos de lágrimas. Yo ya no pude pensar que aquello no podía ser, que no estaba pasando. No pude pensar nada excepto que, quizás, ya no podría volver a pensar.

—Estoy deseando verle, esto es lo que llevo peor de vuestros divorcios, de verdad, es que lo llevo fatal, lo de no ver a los nietos, es horrible… Así que cuento contigo, y con Miguelito, y no te preocupes por Rafa, que ya hablaré yo con él, pero, aparte de eso…

Desvió sus ojos de los míos un momento, se arregló la falda con las manos, volvió a mirarme.

—Quiero que sepas que, si tú quieres, puedes venir también con esa chica, Raquel, ¿no?

La blancura me deslumbró, me cegó, atravesó mis sienes como una aguja burlona y afilada. [917]

—Me acuerdo de su nombre porque me llamó mucho la atención que en esa familia hubiera una niña con un nombre bíblico. Me imagino que será muy guapa, porque de pequeña era monísima, pero una monada, de eso me acuerdo también, y además estoy segura de que será una persona muy educada, muy culta, y de que sabrá estar…

Todas las cosas presentes y pasadas eran blancas dentro y fuera de mí. Eran blancos mis dedos, blancas mis manos, blanca la corbata que me quité y el bolsillo donde la guardé, blancos mis ojos y lo que contemplaban,

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