Almudena Grandes - EL CORAZÓN HELADO
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blancos mis oídos, mi cerebro blanco en su blanquísima inutilidad.
—No me mires así, Álvaro —y mi madre, blanca ella también, de arriba abajo, sonrió con sus labios blancos—. Eres mi hijo y lo vas a seguir siendo, siempre, por encima de todo. Ya sé que esto ahora te parece gravísimo, pero no lo es, yo sé que no lo es. El tiempo pondrá cada cosa en su sitio, yo me moriré y tú te arrepentirás de lo que me has dicho hace un momento, pero hasta entonces no estoy dispuesta a perderte, y por otra parte, esa chica… Peor que tu cuñada Verónica no puede ser, y ya ves. Ahora es la madre de dos de mis nietos. Lo mismo que las demás.
No sufras, mamá, en ese instante pude volver a pensar. No sufras, por favor, no sufras nunca, no sufras por mí, no sufras por nadie, no sufras ni siquiera un poco, no pruebes jamás el consuelo del sufrimiento, porque eso es lo único que no podría entender, ahora que las cosas empiezan a recobrar su forma, su color, ahora que estoy recuperando el control de mi cuerpo, cuando mis ojos, mis oídos, mi cerebro distinguen por fin algo más que blancura, ahora que ya sé lo que quería saber, quién soy y quién voy a ser, no sufras, mamá, no se te ocurra sufrir ni un instante, porque yo ya no sufriré por ti. No podré volver a hacerlo nunca, nunca más.
Me marché sin decir nada ni despedirme de nadie, arranqué el coche sin ponerme el cinturón y salí de allí tan deprisa como pude. Avancé sin saber adónde iba hasta que logré escuchar el sonido de la alarma y aparqué en una parada de autobús. Las piernas me temblaban, me temblaban las manos, todo el cuerpo, y me habría venido bien llorar, pero ni siquiera lo intenté. Yo lloro poco, muy poco, casi nunca.
No sé cuánto tiempo estuve allí, pero sé que volví a Madrid, que aparqué de milagro en la puerta del cuartel del Conde–Duque, que Raquel me abrió la puerta sin decir nada, y que entré en un ascensor diminuto con la maleta de los viajes largos y mi historia a cuestas.
Sé que entonces pensé que tal vez no fuera para tanto. El maquillado cinismo de mi madre, sus sonrisas despiadadas y exactas, la corteza [918] de piedra de su alma, una muesca endurecida, seca, en el lugar donde habría debido estar su corazón, me picaban en los ojos y abultaban mis encías como un sabor amargo y ácido a la vez, que mis sentidos confundían con el gusto imaginario de la sangre. Y sin embargo, la mía no era más que una historia, una de muchas, tantas y tan parecidas, historias grandes o pequeñas, historias tristes, feas, sucias, que de entrada siempre parecen mentira y al final siempre han sido verdad.
Sólo una historia española, de esas que lo echan todo a perder. [919]
… para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo estará claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro… Quizá la hemos ganado.
Antonio Machado (diciembre de 1938)
Al otro lado del hielo
Nota de la autora
La primera nota sobre esta novela que conservo en un cuaderno, lleva la fecha del 2 de diciembre de 2002. Desde entonces hasta hoy, una pequeña multitud de historiadores y escritores españoles, en su mayor parte de mi generación —la de los nietos de quienes se enfrentaron hace setenta años—, ha producido un considerable número de libros, tan importantes en sí mismos como relacionados con el argumento del mío. Con muchos de ellos he contraído una profunda deuda de gratitud mientras lo escribía. A algunos, como Enrique Moradiellos (1936. Los mitos de la guerra civil) o Ricardo Miralles (Juan Negrín. La República en guerra), tengo que agradecerles sobre todo la compañía, que ha representado para mí un bien mucho más precioso de lo que podría parecer a simple vista. Con otros, tengo deudas más específicas.
El exilio republicano español en Toulouse (1939–1999), una conmovedora recopilación de historias personales coordinada por una historiadora española, Alicia Alted, y otra francesa, Lucienne Domergue, me enseñó a mirar hacia el exilio francés. Sin el magnífico libro de Xavier Moreno Julia, La División Azul. Sangre española en Rusia 1941–1945, la aventura oriental de Julio Carrión González habría sido mucho más pobre, y más torpe. A Secundino Serrano, que ha soportado mis constantes peticiones de ayuda con tanta generosidad como paciencia, tengo que agradecerle algo semejante. Su libro La última gesta. Los republicanos que vencieron a Hitler (1939–1945), me emocionó tanto como me ayudó a comprender a sus protagonistas. Con mi vecino —y vecino de los Fernández Muñoz—, Jorge Martínez Reverte, tengo tantas deudas que no sabría por dónde empezar a contarlas, pero a cualquier lector le bastará con leer La batalla de Madrid., un libro de no ficción tan apasionante como la mejor de las ficciones, para descubrirlas. Y quiero agradecer también a Valentina Fernández Vargas, autora de Memorias no vividas, Madrid qué bien resiste. La vida cotidiana en el Madrid sitiado, que su trabajo me haya ayudado a sistematizar y profundizar en mi propia crónica familiar, un relato que ha llegado hasta mí a través, sobre todo, de mis tías abuelas, Concha y Charo Grandes Pérez, [923] campeonas de las perdices evacuadas del número 10 de la calle Velarde, donde mi padre, Manolito, no se asustaba al escuchar las sirenas que alertaban de los bombardeos a la población civil. Para él, que había nacido en 1933, aquel sonido formaba parte de la normalidad cotidiana.
El corazón helado es una novela en el sentido más clásico del término. Es, de principio a fin, una obra de ficción, y sin embargo no quiero ni puedo advertir a sus lectores que cualquier semejanza de su argumento o sus personajes con la realidad sea una mera coincidencia. Lo que ocurre es más bien lo contrario. Los episodios más novelescos, más dramáticos e inverosímiles de cuantos he narrado aquí, están inspirados en hechos reales.
Los pozos de Arucas, en Gran Canaria, existen. Yo he estado allí de la mano de Pino Sosa, hija del alcalde socialista que fue sepultado en vida, junto con otros sesenta y tantos republicanos también vivos, en un pozo que sus vecinos se apresuraron a bautizar como «Pozo de los gritos de las brujas». Y he estado también en la plaza de tientas que sigue existiendo en el sótano de Los Gabrieles, en la calle Echegaray. Aunque resulte difícil de creer, las mujeres madrileñas se iban al frente a insultar a los desertores en los peores momentos de noviembre de 1936, y preferían aguantar los bombardeos de pie, en plena calle, para vitorear a sus pilotos, en lugar de correr a los refugios. Todavía hoy, en la tapia del cementerio del Este —ahora llamado de la Almudena—, en Madrid, donde fusilaron a casi tres mil personas en la inmediata posguerra, hay flores encajadas en los agujeros que dejaron aquellas balas. Yo las he visto.
En todas las estaciones francesas por las que pasó el tren que transportaba a la División Azul a su campamento de Baviera, había refugiados republicanos dispuestos a acribillarlo a pedradas, y dentro, muchos rojos camuflados, que cruzaron Europa de punta a punta para pasarse a las tropas soviéticas a la menor oportunidad, convencidos de que aquella guerra también era la suya. Por ellos, y desde luego no por Stalin, me gustaría poder escribir que, después de la derrota del fascismo, no fueron a parar a los mismos campos de concentración que los voluntarios falangistas, pero ésa es la verdad. Como es verdad que, al final de la segunda guerra mundial, los aliados volvieron a traicionar de una manera vergonzosa, por segunda y definitiva vez, a la democracia española en general y, en particular, a las decenas de miles de antifascistas españoles que habían combatido contra los nazis —sobre todo, pero no exclusivamente, en el sur de Francia— y que se encontraron con que su lucha, y su sacrificio, sólo habían servido para afianzar a Francisco Franco en el poder.
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