Peter Høeg - La señorita Smila y su especial percepción de la nieve

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La señorita Smila y su especial percepción de la nieve: краткое содержание, описание и аннотация

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Un día, poco antes de Navidad, la señorita Smila de regreso a su casa encuentra muerto en la nieve a su vecino y amigo, el pequeño Isaías. La versión oficial es que debió de resbalar y caerse. Pero Smila, que le cuidaba a veces y sentía especial ternura por él, sospecha que no es así. Los dos pertenecen a la pequeña comunidad de esquimales groelandeses que viven en Copenhague. Y Smila es, además, experta en las propiedades físicas del hielo. La investigación que lleva a cabo en privado acerca de la muerte de Isaías la conduce a la misteriosa muerte del padre de éste en una expedición secreta a Groenlandia, misión encomendada por una poderosa empresa danesa involucrada en una extraña conspiración que se remonta a la segunda guerra mundial.

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– Llegado el momento, pues, hubo que tomar una determinación. Algunos se hicieron jueces suplentes y, con el tiempo, titulares. A menudo, solían tener una confianza natural en la justicia, en el sistema. Una fe en que es posible curar y edificar. Los demás nos convertimos en subjefes de policía, fiscales policiales y, más adelante, en fiscales adjuntos. Con el tiempo, incluso en subfiscales. Nosotros éramos los desconfiados. Pensábamos que una declaración, una confesión, un hecho, raras veces eran lo que aparentaban ser. Esta desconfianza era, para nosotros, una buena herramienta. Siempre que no fuera dirigida contra nuestro trabajo o contra el Ministerio. Un funcionario del Ministerio público no debe dudar nunca, bajo ningún concepto, de que tiene razón. Cualquier pregunta insidiosa de la prensa debe remitirse a tus superiores. Cualquier artículo, aunque sólo insinúe una leve crítica, bueno, en realidad, cualquier artículo que puedas llegar a publicar en la prensa, sería interpretado como un acto de deslealtad hacia el Ministerio. De alguna manera hemos dejado de existir como individuos en el Ministerio de Justicia. La mayoría se somete voluntariamente a esta exigencia. Puedo decirle que la mayoría lo vive, en secreto, como una liberación cuando el Estado les despoja de los problemas que supone ser una persona independiente. Los pocos que no se dejan someter son apartados rápidamente.

Lo he podido experimentar durante viajes largos. Cuando una persona ya no puede más, suele encontrar repentinamente paisajes de cinismo alegre y jocoso en su propio interior.

– A pesar de todo, ocurre de vez en cuando que un personaje de poca confianza permanezca dentro del sistema. Un hombre capaz de ocultar su verdadera personalidad hasta que ya es demasiado tarde. Hasta que se ha hecho tan relativamente imprescindible que el Ministerio difícilmente puede desprenderse de él. Un hombre como éste, nunca podrá llegar hasta arriba. Pero sí podrá ascender un trecho. Quizás hasta el punto de convertirse en subfiscal. Alcanzado ese nivel ya será demasiado viejo o, quizá, dentro de su campo, demasiado competente para que puedan permitirse prescindir de él. Sin embargo, se ha vuelto demasiado incómodo para que pueda ser empujado hacia arriba en el escalafón. Un hombre así se convertirá en una pequeña piedra en el zapato del Ministerio. No llega a doler de verdad. Pero, sin embargo, irrita. A una persona así, intentarán, tarde o temprano, colocarla en un nicho desde donde poder tirar de ella y de su tenacidad, terquedad y memoria, pero donde mantenerlo fuera de la vista del público. Quizá termine por encargarse de los asuntos especiales. Como, por ejemplo, tareas del servicio de inteligencia, en los que el hecho de permanecer en la sombra forma parte del trabajo. A él podría llegar también un escrito de queja sobre la investigación de la muerte de un niño, en el caso de que se mostrara que ya existía un informe anterior sobre el asunto.

No nos mira a ninguno de los dos. Está hablando al aire.

– A veces ocurre que, desde arriba, te ordenan que tranquilices al recurrente. Que lo «presiones», como dicen en Slotsholmen. Dispongo de cierta experiencia en este campo. Sin embargo, el caso parece ser más complejo en esta ocasión. La muerte de un niño. Las fotografías de sus huellas sobre el tejado. Podría fácilmente convertirse en una cuestión de conciencia. Por lo tanto, dejo caer que podrían existir ciertas irregularidades en relación con la muerte del niño. Pero no recibo ningún tipo de respaldo, ni por parte de la policía ni por parte del Ministerio.

Se levanta de la silla con dificultad.

– Entonces sobreviene este desastroso incendio. Desgraciadamente, también tiene que ver con Groenlandia. Y el señor que perece está mencionado en el informe al que antes he hecho referencia. Esta mañana fui apartado del caso. «Debido al carácter complejo del asunto», etc., etc.

Se coloca bien el sombrero y se acerca al escritorio. Da unos ligeros golpecitos sobre la cinta adhesiva roja pegada en el teléfono.

– Muy inteligente -dice-. No tiene límite la cantidad de desventuras que estos aparatos ocasionan a los inocentes ciudadanos. Pero hubiera sido preferible que no hubiera contestado a ninguna llamada, ni hubiera dado su número por ahí. El barco estaba prácticamente consumido por las llamas. Sin embargo, el teléfono debe de estar hecho de un material difícilmente inflamable. Además, lo encontramos tirado por el suelo. Tenía una memoria incorporada que recuerda el último número marcado. El último número que se había marcado desde ese teléfono era el suyo. Me imagino que pronto será requerida para una entrevista.

– ¿No cree que ha sido un poco arriesgado venir hasta aquí? -le pregunto.

Tiene una llave en la mano.

– Pedimos una llave prestada al portero durante las investigaciones previas. Me permití hacer una copia. Por lo que he llegado hasta aquí atravesando el sótano. Pienso tomar el mismo camino apacible de vuelta.

Durante un instante fugaz se produce una transformación en él. Detrás de su rostro se enciende una luz, como si se estuviera ardiendo una puntita de humor y de humanidad detrás de la lava. El recuerdo fósil de la piedra pómez de otros tiempos en que todo era todavía cálido y líquido. Es precisamente esa luz la que me hace preguntar.

– ¿Quién es Toerk Hviid?

La luz se extingue, su rostro se vuelve inexpresivo, como si el alma hubiera abandonado el cuerpo.

– ¿Acaso eso es un nombre?

Recojo su abrigo y le ayudo a ponérselo. Es un poco más bajo que yo. Le quito una mota de polvo del hombro con las uñas. Él posa sus ojos sobre mí.

– Mi número privado está en el listín de teléfonos. Considere la posibilidad de hacerme una llamada, señorita Smila. Pero desde una cabina, si es tan amable.

– Gracias -le digo.

Pero ya se ha marchado.

Resuenan las campanadas de la iglesia del Redentor. Miro al mecánico. Mantengo las manos detrás de la espalda. La estancia está saturada de lo que Ravn ha traído y dejado: sinceridad, amargura, insinuaciones, una especie de calor humano. Y algo más.

– Mintió -digo-. Al final, mintió. Sabe muy bien quién es Toerk Hviid.

Nos miramos a los ojos. Hay algo que anda mal.

– Odio la mentira -digo-. Si hay que mentir, ya me encargaré yo de hacerlo.

– Entonces tendrías que habérselo dicho. En vez de toquetearle, tal como has hecho.

No puedo creer lo que oigo pero, sin embargo, veo que es cierto lo que he oído. En sus ojos reluce el reflejo de los más puros, genuinos y estúpidos celos.

– No le estuve sobando -le digo-. Le ayudé a ponerse el abrigo. Por tres razones. En primer lugar, porque es una cortesía que debes tener para con un señor mayor y enjuto. En segundo lugar, porque seguramente ha arriesgado su posición y su pensión viniendo aquí.

– ¿Y en tercer lugar?

– En tercer lugar -le espeto-, porque, de esta manera, tuve la oportunidad de robarle la cartera.

La deposito sobre la mesa, bajo la luz, donde, hace un tiempo, estaba la caja de puros de Isaías. Es una gruesa cartera de piel de vaca de color marrón.

El mecánico me mira fijamente.

– Hurto -digo-. Se castiga según un indulgente artículo del Código Penal.

Vacío el contenido de la cartera sobre la mesa. Tarjetas de crédito, billetes. Un estuche de plástico con una tarjeta blanca en la que, bajo una corona negra impresa en relieve, se notifica que Ravn tiene derecho a hacer uso del aparcamiento de los ministerios, en Slotsholmen. Una factura de la sastrería de los Hermanos Andersen. Asciende a ocho mil coronas. Una pequeña muestra de tela de lana gris está fijada al papel con un clip. «Abrigo de caballero, de tweed Lewis, entregado el 27 de octubre de 1993.» Hasta este momento, había considerado sus abrigos como meros errores. Pensé que procedían seguramente de una partida de abrigos usados que le habían regalado. Ahora veo que tienen un sentido. Con unos ingresos normales de funcionario se ha comprado, por unos precios exorbitantes, la ilusión de medio metro más de anchura de hombros. De alguna manera, esto le confiere un cierto aire reconciliador.

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