Peter Høeg - La señorita Smila y su especial percepción de la nieve

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La señorita Smila y su especial percepción de la nieve: краткое содержание, описание и аннотация

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Un día, poco antes de Navidad, la señorita Smila de regreso a su casa encuentra muerto en la nieve a su vecino y amigo, el pequeño Isaías. La versión oficial es que debió de resbalar y caerse. Pero Smila, que le cuidaba a veces y sentía especial ternura por él, sospecha que no es así. Los dos pertenecen a la pequeña comunidad de esquimales groelandeses que viven en Copenhague. Y Smila es, además, experta en las propiedades físicas del hielo. La investigación que lleva a cabo en privado acerca de la muerte de Isaías la conduce a la misteriosa muerte del padre de éste en una expedición secreta a Groenlandia, misión encomendada por una poderosa empresa danesa involucrada en una extraña conspiración que se remonta a la segunda guerra mundial.

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Nos levantamos de nuestros asientos. Nos da la mano por encima del escritorio.

– Ha sido un verdadero placer conocerte, encanto.

Lo dice con toda franqueza.

Pasamos por el despacho de la blusa de blonda. En el despacho siguiente, doy media vuelta.

– Me he olvidado de algo.

Está sentado tras el escritorio. Todavía se ríe para sus adentros. Me acerco a él y le doy un beso en la mejilla.

– ¿Qué dirá Foejl? -me pregunta.

Le guiño el ojo.

– All negotiations what so ever to be kept strictly private and confidential.

Cada dos días, Moritz recoge a Benja después de los ensayos de la tarde y cenan juntos en el Savarin de Nyhavn.

Moritz escogió el restaurante por la cocina y porque los precios estimulaban su autoestima; y porque le gusta tener una buena visión, a través de los cristales que cubren la totalidad de la fachada del edificio, de la gente de la calle. Benja lo acompaña porque sabe que la gente de la calle, a través de los mismos cristales, dispone de una excelente visión de su persona.

Tienen mesa fija cerca de la ventana y un camarero asignado, y siempre cenan lo mismo. Moritz, riñones de cordero y Benja, un bol de aquello que se les da de comer a los conejos. A unos metros de su mesa, una familia ha conseguido colar a un niño pequeño en una zona que normalmente está vedada a los niños. Moritz contempla al niño.

– Nunca me has dado nietos -me dice.

– Los niños pequeños huelen a pis -dice Benja.

Moritz la mira, sorprendido.

– También los riñones de cordero -contesta.

Estoy pensando en el mecánico, que me espera fuera, en el coche.

– ¿No quieres sentarte, Smila?

– Tengo a alguien esperándome en la calle.

A través de los cristales, Benja puede ver el Morris pero no a la persona que ocupa el asiento de delante.

– Parece ser de tu misma edad -me dice-. En los cuarenta, a juzgar por su flamante coche.

Si tengo que contestar a esto, me veré obligada a ofender a Moritz. Se la dejo pasar, pues, sin comentarios.

Me inclino sobre la mesa. Siempre ha sido así. Benja y Moritz están reclinados cómodamente en sus sillas. Pertenecen al lugar. Yo estoy de pie, con el abrigo puesto, y con la sensación de haber entrado de la calle para venderles algo.

Moritz tiene dos sobres en la mano. Uno es gris y está manchado de algo que parece vino tinto. En el silencio que se abre entre nosotros, intenta utilizar los dos sobres para obligarme a que me siente en una silla. Pero no tiene éxito.

– Esto es muy desagradable para mí -me dice.

No entiendo lo que quiere decir.

– El nombre «Hviid» no es un nombre corriente. Hubo un compositor con este nombre: Johannes Hviid. Tuve que llamar a Victor Halkenhvad.

Benja levanta la cabeza. Incluso ella ha oído este nombre antes.

– No sabía que todavía estuviera vivo.

– Francamente, tampoco yo estoy muy seguro de que siga vivo.

Me pasa el sobre. Me lo acerco a la nariz. La mancha es, efectivamente, de vino tinto. Moritz mete un dedo en el cuello de cisne de su jersey y estira de él.

– No fue una experiencia agradable. Ha decaído mucho en los últimos tiempos. En una ocasión me colgó el teléfono con rabia. Cuando estaba a mitad de una frase. Sin embargo, me ha escrito, a pesar de todo.

Sólo he visto a Moritz sentirse apenado y embarazado en contadas ocasiones. Tengo la oportunidad de verlo ahora. Hasta que llego al coche, no me doy cuenta del porqué. Me da alcance en la puerta.

– Te has dejado esto.

Es el otro sobre.

– Un solo recorte sobre Toerk Hviid. Del Servicio de Prensa Danés.

Se trata de una firma de recortes de prensa a la que está abonado. Recogen todas las menciones que se hacen de él en la prensa.

Quiere tocarme. No se atreve. Quiere decirme algo. No lo consigue.

En el coche leo la carta en voz alta. La letra apenas es legible: «Joergen, pequeño bastardo de ayudante de barbero barato».

El mecánico parece desorientado.

– El primer nombre de mi padre es Joergen -le explico-. Y Victor siempre ha sido irritable.

Deben de haber transcurrido unos quince años desde que lo vi por última vez. La Opera le había adjudicado una vivienda de honor en la calle de Store Kannike. Estaba sentado en un sillón que habían colocado cerca del piano de cola. Llevaba un batín, nunca lo vi de otra manera. Sus piernas estaban desnudas e hinchadas. No sé si todavía era capaz de ponerse de pie. Pesaba más de ciento cincuenta kilos. Todo en él colgaba. Me miraba a mí y no a Moritz. No eran bolsas lo que tenía debajo de los ojos, sino verdaderos petates.

– No me gustan las mujeres -me dijo-. Aléjate más.

Me alejé.

– Eras muy mona de pequeña -dijo-. Pero eso ya se acabó.

Firmó la cubierta de un disco y se la tendió a Moritz.

– Sé lo que estás pensando -dice-. Piensas que ya ha vuelto el viejo idiota a grabar un disco.

Era Gurrelieder . Todavía conservo el disco. Sigue siendo una grabación inolvidable. A veces he pensado que el cuerpo, es decir nuestra presencia física en sí, demarca sus limitaciones en función de la cantidad de dolor que puede soportar un alma. Y que Victor Halkenhvad, en ese disco, llega hasta esos límites. Para que los demás podamos escucharlo y aprovechar el viaje sin tener que hacerlo nosotros mismos.

A pesar de conocer tan poco de la historia cultural de Europa, en esa pieza de música, en ese disco, creo percibir todo un mundo escondido debajo. La pregunta es, en todo caso, si ha llegado algo nuevo que la pueda sustituir. Victor no lo creía así.

«He estado consultando mi diario. Es todo lo que queda de mi memoria. Hace diez años que me visitaste por última vez. Deja que te cuente que tengo la enfermedad de Alzheimer. Incluso un médico adinerado como tú debe de saber lo que esto significa. Cada nuevo día me despoja de un trocito de mi cerebro. Pronto, gracias a Dios, no me acordaré ni siquiera de todos los que me habéis abandonado, a mí y a vosotros mismos.»

Lo que resultó determinante fue la indiferencia. Al mismo tiempo que cantaba, tembloroso, al límite, henchido insoportablemente del romanticismo y sus sentimientos, había en él un grado de visión de las cosas, un dominio de la situación, que le permitía enviarlo todo al garete.

«Jonathan y yo fuimos juntos al Conservatorio. Ingresamos en el 33 El año en que Schönberg se convirtió al judaísmo. El mismo año en que incendiaron el Reichstag. Jonathan era igual. Poseía el peor y más jodido sentido de lo inoportuno. Compuso una pieza para ocho flautas traveseras y la tituló Pólipos de Plata . En medio de la cursi estrechez de miras de la posguerra danesa, durante la cual incluso se tenía a Nielsen por un provocador. Escribió un concierto genial para piano y orquesta. Sobre las cuerdas del piano de cola deberían depositarse unos antiguos fogones de hierro porque éstos ofrecían un sonido determinado y muy especial. Su obra nunca se estrenó. Nunca, ni una sola vez, la representaron. Se casó con una mujer sobre la que ni siquiera yo tenía nada que objetar. Ella tenía veinte y pocos años cuando tuvieron un hijo. Vivían en Broenshoej, en un barrio que ya ha dejado de existir. Cobertizos de chapa ondulada. Los visité mientras vivían allí. Jonathan no ganaba ni un céntimo. El niño estaba desaliñado: agujeros en la ropa, ojos enrojecidos, no tuvo nunca una bicicleta, recibía una paliza tras otra en la escuela proletaria local porque estaba demasiado débil por el hambre para defenderse. En definitiva, porque Jonathan iba a ser un gran artista. Todos habéis desatendido y abandonado a vuestros hijos a su propia suerte. Y necesitáis de una vieja maricona como yo para que os lo diga.»

El mecánico ha detenido el coche y lo ha aparcado sobre la acera para poder escuchar.

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