– Los cobertizos de Broenshoej -dice-. Me acuerdo de ellos. Estaban detrás del cine.
«Interrumpió las relaciones. Supe a través de la gente que se habían ido a vivir a Groenlandia. Ella había conseguido un trabajo de maestra. Mantenía a la familia mientras Jonathan componía para los osos polares. Cuando volvieron a Dinamarca, los visité en una ocasión. También estaba el hijo. Bello como un dios. Una especie de científico. Frío. Hablamos sobre música. Estuvo preguntándome constantemente acerca del dinero. Estropeado para siempre, como tú mismo, Moritz. Durante los últimos diez años, no me has visitado ni una sola vez. Ojalá te ahogues en tu propia fortuna. Reinaba una cierta obstinación o terquedad, también en el chico. Como en Schönberg. La música dodecafónica. Pura obstinación. Pero Schönberg no era frío. El chico era de hielo. Estoy cansado. He empezado a mearme en la cama. ¿Podrás soportar oírlo, Moritz? A ti también te llegará algún día.»
No ha firmado la carta.
El recorte que hay en el otro sobre es una simple nota de prensa. La policía de Singapur detuvo al danés Toerk Hviid el 7 de octubre de 1991. El Consulado ha formulado una protesta en nombre del Ministerio de Asuntos Exteriores. No me dice nada. Pero me hace recordar que también Loyen estuvo una vez en Singapur. Para fotografiar momias.
Vamos al puerto Norte. Pasamos ante la Sociedad Criolita Danmark, Peter reduce la marcha y nos miramos.
Abandonamos el coche delante de la central eléctrica de Svanemoellen y seguimos a pie hacia el puerto, por la calle de Sundkrog.
Sopla un viento seco que arrastra consigo cristales de hielo apenas visibles que queman nuestros rostros.
De vez en cuando andamos cogidos de la mano. De vez en cuando nos separamos. Llevamos botas. Sobre la acera se acumula la nieve en montones. A pesar de ello, siento como si fuéramos dos bailarines que se deslizan de abrazo en abrazo, asiéndose y soltándose. No me hace aminorar el paso. No me oprime contra el suelo, no me obliga a apretar la marcha hacia delante. Ora está a mi lado, ora un poco rezagado.
Un puerto industrial tiene cierto viso de honestidad. Aquí no hay puertos deportivos para yates, no hay paseos ni avenidas; no se han despilfarrado energías en las fachadas. Aquí sólo pueden encontrarse silos industriales, almacenes, grúas para transportar enormes contenedores.
Detrás de un portón abierto hay un casco de acero. Subimos por unas escaleras de madera y llegamos a la cubierta. Estamos sentados en el puesto de pilotaje, contemplando la cubierta blanca. Apoyo la cabeza en su hombro. Navegamos. Estamos en verano. Navegamos hacia el norte. Acaso bordeando las costas de Noruega. No muy lejos de la costa, porque tengo miedo del mar abierto. Pasamos por la desembocadura de uno de los grandes fiordos. Brilla el sol. El mar es azul, transparente y profundo. Como si, debajo de la quilla, hubiera un gran bloque de cristal líquido. Luce el sol de medianoche. Un disco de luz rojiza que parece dar brincos. Un débil canto del viento en los cables.
Caminamos hasta el puerto de las Embarcaciones. Pasan a nuestro lado varios hombres en ropa de trabajo montados en bicicletas. Se dan la vuelta al cruzarse con nosotros y nosotros les sonreímos, nos reímos, conscientes de que brillamos.
Paseamos por los muelles, sin rumbo fijo, hasta que estamos a punto de quedarnos congelados. Comemos en una pequeña fonda que está unida a un ahumadero de pescado. Fuera, las nubes se inclinan, por un instante, ante una fantástica puesta de sol que refleja tornasoles de colores en los cascos de los barcos de pesca, desde el azul blanquecino hasta el rosa y violeta.
Me habla de sus padres. De su padre, que nunca abre la boca y que es ebanista, uno de los pocos en Dinamarca que siguen sabiendo hacer escaleras de caracol que se enroscan hacia el cielo en una espiral perfecta de madera. De su madre, que hace pasteles para las páginas de cocina de una revista de mujeres, aunque ella misma no puede catarlos, porque es diabética.
Cuando le pregunto de qué conoce a Birger Lander, sacude la cabeza y enmudece. Acaricio su mandíbula, cerca de los músculos masticadores, por encima de la mesa, mientras pienso que la vida que llevamos nos permite gozar escandalosamente de la felicidad y del éxtasis con una persona que nos es totalmente extraña.
Fuera se ha hecho de noche.
Incluso en la oscuridad, incluso en invierno, Hellerup se encuentra en una dimensión distinta a Copenhague. Hemos estado en una calle silenciosa. A lo largo del bordillo y cerca de los altos muros que rodean las casas, la nieve resplandece en su blancura. En los jardines, sobre una alfombra blanca de nieve, los árboles y arbustos perennes crean negras superficies compactas que se asemejan a los linderos de un bosque o a las laderas de una montaña.
Aquí no hay alumbrado público. A pesar de ello, podemos ver la casa. Un chalet blanco y alto en el otro extremo de la calle en la que hemos aparcado, justo donde ésta desemboca en una alameda.
La casa no está rodeada por ningún seto ni por ningún cercado. Desde la acera puedes pisar directamente el césped. Arriba de todo, en el segundo piso, hay una luz en una ventana. Todo parece estar bien cuidado, recién pintado, apartado y lujoso.
A unos metros del borde, en medio del césped, hay un cartel iluminado por una lámpara. En el cartel se lee geoinform.
Sólo pretendíamos echarle un vistazo al edificio. Ahora ya llevamos aquí una hora. No tiene nada que ver con la casa en sí. Podíamos haber aparcado en cualquier otro sitio. Durante el tiempo que fuera.
Un coche de policía se acerca, deteniéndose a nuestro lado. Nos ha sobrepasado dos veces ya. Ahora los agentes sienten curiosidad.
El agente me ignora y se dirige, por encima de mí, al mecánico.
– Bueno, ¿qué, muchacho?
Saco la cabeza por la ventanilla y la meto en el coche patrulla.
– Vivimos en un estudio de un solo ambiente, señor comisario. Un estudio alquilado en la calle de Jaegersborg. Tenemos tres hijos y un perro. De vez en cuando necesitamos un poco de intimidad y de vida privada. Y ésta tiene que salimos necesariamente gratis. Venimos, pues, aquí.
– De acuerdo, señora -me dice el agente-. Pero haga el favor de llevarse su vida privada a otro lado. Ésta es la zona de las embajadas.
Se van. El mecánico arranca el coche y pone la primera.
En ese mismo instante se apaga la luz en la casa delante de nosotros. El mecánico disminuye la velocidad. Tres siluetas salen a la escalera. Dos de ellas son únicamente puntos oscuros en la noche. Pero la tercera busca instintivamente la luz. Es la mujer que vi conversando con Andreas Licht en el entierro de Isaías. Echa la cabeza a un lado y la cabellera oscura se desliza, perdiéndose en la noche. Ahora que veo el gesto repetido, me doy cuenta de que no denota vanidad, sino, más bien, presunción. Se abre la puerta del garaje. El coche sale en medio de un halo de luz. Las luces barren por encima de nosotros, desapareciendo en la noche. La puerta del garaje se cierra lentamente.
Seguimos al coche. No demasiado cerca, ya que la avenida está desierta, pero tampoco demasiado lejos.
Si atraviesas Copenhague de noche y dejas que lo que te rodea quede desenfocado y se vele, aparecerá ante tus ojos una nueva imagen, invisible para nuestra mirada cotidiana, acostumbrada a enfocar. La ciudad como un campo de luz móvil, como una tela de araña de blancos y rojos cubriendo la retina.
El mecánico conduce relajado, casi introvertido, como si estuviera en los límites del sueño. Sin movimientos bruscos ni repentinos frenazos. Ningún aspaviento, ningún uso innecesario de la fuerza, sino un lento fluir a través de las calles y su tráfico. En algún lugar delante de nosotros se encuentra, todo el tiempo, como una silueta ancha y baja, el coche que nos dirige.
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