Hay un compartimiento para las monedas. Las dejo caer sobre la mesa. Entre las monedas hay un diente. El mecánico se inclina sobre mí. Yo me inclino hacia atrás, apoyándome en él y cierro los ojos.
– Un diente de leche -dice.
Detrás de todo hay un fajo de fotografías. Las deposito sobre la mesa, como cartas en un solitario. Sobre un aparador de caoba hay un samovar. Al lado del aparador hay una estantería con libros. Entre las palabras danesas, que nunca he sabido considerar como otra cosa que como porras lingüísticas para golpear a los demás, está la palabra «cultivado». Pero quizá se pudiera aplicar, en esta ocasión, a la mujer que está en el primer plano de la foto. Tiene el pelo blanco, lleva gafas sin montura y un traje de lana blanca. Debe tener alrededor de los sesenta y cinco años. En las siguientes fotos se la ve rodeada de niños. De nietos. Así se explica lo del diente de leche. Posa junto a un niño en un columpio; corta un pastel que está sobre una mesa en un jardín; coge un bebé que le tiende una mujer más joven, con una mandíbula parecida a la del niño pero tan delgada como Ravn.
Estas fotos son en color. La siguiente es en blanco y negro. Parece una sobreexposición.
– Son las huellas en la nieve de Isaías -digo.
– ¿Por qué tiene ese aspecto la foto?
– Porque la policía no sabe fotografiar la nieve. Si se utilizan flashes o luces desde un ángulo superior a los cuarenta y cinco grados, desaparece todo entre reflejos. Hay que hacer la foto utilizando filtros polarizadores y lámparas que estén colocadas al ras de la nieve.
En la fotografía siguiente aparece una mujer sobre una acera. La mujer soy yo, la acera es la que hay delante de la casa de Elsa Lübing. La foto está movida, tomada desde el interior de un coche a través de la ventanilla. Parte de la ventana del coche ha salido en la foto.
Han tenido más suerte con el mecánico. El pelo parece demasiado corto pero, por lo demás, se le parece. Hay una foto suya de perfil y una de cara.
– Del ejército -exclama el mecánico-. Han encontrado las fotos antiguas de cuando estaba en el ejército.
La última fotografía vuelve a ser en color. Parece una foto de unas vacaciones, con sol y verdes palmeras.
– ¿Po-por qué tienen fotos de nosotros?
Ravn no toma apuntes; no necesitaría las fotos como apoyo para su memoria.
– Para enseñarlas -le contesto-. A otros.
Devuelvo los papeles, el diente y las monedas a su sitio. Lo pongo todo en su sitio. Saco la última fotografía. Palmeras bajo un sol, seguramente insufrible. La humedad del aire, sin duda, rozando los cien. A pesar de todo, el hombre que está en primer plano lleva camisa y corbata bajo su bata de laboratorio. Parece estar fresco y a gusto. Es Toerk Hviid.
He escogido una chaqueta de esmoquin con anchas solapas de seda verde. Pantalones negros que llegan hasta las rodillas, medias verdes, pequeños zapatos al estilo Pata Daisy y un diminuto fez de terciopelo que oculta mi pequeña calvicie.
El problema del esmoquin para mujeres consiste en que no hay manera de saber qué ponerse encima. Llevo un fino abrigo blanco de Burberry sobre los hombros. Pero le pido al mecánico que me lleve en coche hasta la puerta.
Tomamos la calle de Oesterbro y seguimos por la Strand. El mecánico también lleva esmoquin. Si hubiera estado de mejor humor, tal vez hubiera advertido en voz alta que lleva la talla más grande que existe y que, por lo tanto, le sienta mal, porque necesitaría cinco tallas más. El que lleva, en cambio, parece haberlo comprado en el bazar del Ejército de Salvación y más que mejorar las cosas, las empeora. Sin embargo, estamos demasiado unidos ya, demasiado cerca el uno del otro. Incluso ahora, embutido en su esmoquin, se parece, a mis ojos, a una mariposa saliendo de su capullo negro.
No mira hacia mi lado. Clava la mirada en el retrovisor. Su conducción sigue siendo fluida y suelta. Sin embargo, sus ojos memorizan los coches que tenemos delante y detrás.
Giramos por Sundvaenget, una de las pequeñas calles que desembocan en la calle Strand del lado del Oresund. Tiempos atrás, solía desembocar en la verja de un jardín que llegaba hasta la playa. Ahora desemboca en un alto muro amarillo y en una barrera blanca con su correspondiente garita de cristal, en la que un guardia de uniforme recoge nuestros pasaportes, introduce nuestros nombres en un ordenador y sube la barrera, dejándonos avanzar hasta la siguiente, donde una mujer, vestida con un uniforme similar, nos exige el pago de doscientas cincuenta coronas por persona y nos deja entrar en el aparcamiento, sitio en el que pagamos setenta y cinco coronas más a otro guardia a cambio de una mirada llena de desprecio dirigida al Morris, que ahora deberá vigilar para que podamos atravesar una puerta giratoria en una fachada de mármol, y llegar a un guardarropa, donde nos vuelven a esquilmar cincuenta coronas a cada uno, para que una chica teñida de rubio y tan estirada que es posible verle las ventanas de la nariz sin hacer el menor esfuerzo, recoja nuestros abrigos.
Delante de un espejo que cubre toda una pared pongo remedio a pequeños accidentes con un lápiz de labios, alegrándome por haber ido al lavabo antes de salir de casa y, al menos, de momento, evitar tener que saber lo que cuesta orinar en este lugar.
A mi lado está el mecánico, observando su imagen en el espejo, como si ésta perteneciera a un desconocido. Nos encontramos en el vestíbulo del Casino Oresund, el número doce de Dinamarca y el más nuevo y prestigioso de todos. Un lugar del que he oído hablar pero en el que, sin embargo, nunca hubiera imaginado poner mis pies.
Aquí nos ha citado Birgo Lander y, en este mismo momento, viene a nuestro encuentro. Lleva zapatos blancos, pantalones blancos con una raya longitudinal de color azul marino en cada pierna, jersey cisne de color gris, fular de seda con pequeñas áncoras bordadas y una pequeña gorra de uniforme con visera. Sus ojos están vidriosos, se tambalea ligeramente al andar y brilla como un sol. Con la ayuda de ambas manos retoca cuidadosamente mi mariposa.
– Tienes un aspecto extraordinariamente apetitoso esta noche, tesorito.
– Tú tampoco estás nada mal. ¿Es tu uniforme de cuando eras un joven explorador marino?
Se pone tieso por un instante. Sólo han pasado doce horas desde que nos vimos por última vez. Pero ya había olvidado la sensación.
Entonces sonríe al mecánico.
– Tiene un cheque en blanco en mi corazón.
Se dan un apretón de manos y, de nuevo, vuelvo a notar el apenas perceptible cambio en el semblante del hombre de negocios. Por un instante, mientras sujeta la mano del otro, su borrachera, su vulgaridad autoimpuesta y minuciosamente cultivada, ceden, dando paso a un agradecimiento que roza la veneración. A continuación nos invita a entrar.
Nunca aprenderé a moverme en los lugares caros. Cada paso que doy, lo doy con una sensación de que, en cualquier momento, vendrá alguien y me dirá que no tengo derecho a estar allí. Al mecánico le pasa algo parecido. Camina con mirada furtiva unos metros detrás de nosotros, intentando introducir la cabeza entre los hombros. Birgo Lander se pasea como si el casino fuera de su propiedad.
– ¿Sabías que soy propietario de una parte del pastel, tesorito? ¿Acaso no lees los periódicos? Junto con Unibank, que ha financiado el Marienlyst, y con el Casino Austria, que dirige el casino del Hotel Scandinavia y los de Aarhus y Odense. Me he embarcado en esta aventura para evitar jugar yo mismo. Les está prohibido a los propietarios jugar en sus propios casinos, lo mismo vale para los croupiers y los dealers. El estado austriaco edita un libro con fotografías de todos ellos y ninguno puede jugar en los demás casinos de la sociedad.
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