Álvaro Mutis
La Nieve del Almirante
A Ernesto Volkening
(Amberes, 1908 – Bogotá, 1983)
En recuerdo y homenaje
a su amistad sin sombras,
a su lección inolvidable.
N'accomplissant que ce qu'il doit,
Chaque pêcheur pêche pour soi:
Et le premier recueille, en les maules qu'il
serre,
Tout le fretin de sa misère;
Et celui-ci ramène à l'étourdie
le fond vaseux des maladies
Et tel ouvre les nasses
Aux desespoirs qui le menacent;
Et celu-là recueille au long des bords,
Les épaves de son remords.
Emile Verhaeren, Les Pêcheurs
Cuando creía que ya habían pasado por mis manos la totalidad de escritos, cartas, documentos, relatos y memorias de Maqroll el Gaviero y que quienes sabían de mi interés por las cosas de su vida habían agotado la búsqueda de huellas escritas de su desastrada errancia, aún reservaba el azar una bien curiosa sorpresa, en el momento cuando menos la esperaba.
Uno de los placeres secretos que me depara el pasear por el Barrio Gótico de Barcelona es la visita de sus librerías de viejo, a mi juicio las mejor abastecidas y cuyos dueños conservan aún esas sutiles habilidades, esas intuiciones gratificantes, ese saber cazurro que son virtudes del auténtico librero, especie en vías de una inminente extinción. En días pasados me interné por la calle de Botillers, y en ella me atrajo la vitrina de una antigua librería que suele estar la mayor parte de las veces cerrada y ofrece a la avidez del coleccionista piezas realmente excepcionales. Ese día estaba abierta. Penetré con la unción con la que se entra al santuario de algún rito olvidado. Un hombre joven, con espesa barba negra de judío levantino, tez marfileña y ojos acuosos, negros, detenidos en una leve expresión de asombro, atendía detrás de un montón de libros en desorden y de mapas que catalogaba con una minuciosa letra de otros tiempos. Me sonrió ligeramente y, como buen librero de tradición, me dejó husmear entre los estantes, tratando de mantenerse lo más inadvertido posible. Cuando apartaba algunos libros que me proponía comprar, me encontré de repente con una bella edición, encuadernada en piel púrpura, del libro de P. Raymond que buscaba hacía años y cuyo títu lo es ya toda una promesa: Enquête du Prévôt de Paris sur Passassinat de Louis Duc D'Orléans; editado por la Bibliothéque de l'Ecole de Chartres en 1865. Muchos años de espera eran así recompensados por un golpe de fortuna sobre el que de tiempo atrás ya no me hacía ilusiones. Tomé el ejemplar sin abrirlo y le pregunté al joven de la barba por el precio. Me lo indicó citando la cifra con ese tono rotundo, definitivo e inapelable, también propio de su altiva cofradía. Lo pagué sin vacilar, junto con los demás ya escogidos, y salí para gozar a solas mi adquisición con lenta y paladeada voluptuosidad, en un banco de la pequeña placita donde está la estatua de Ramón Berenguer el Grande. Al pasar las páginas noté que en la tapa posterior había un amplio bolsillo destinado a guardar originalmente mapas y cuadros genealógicos que complementaban el sabroso texto del profesor Raymond. En su lugar encontré un cúmulo de hojas, en su mayoría de color rosa, amarillo o celeste, con aspecto de facturas comerciales y formas de contabilidad. Al revisarlas de cerca me di cuenta que estaban cubiertas con una letra menuda, un tanto temblorosa, febril, diría yo, trazada con lápiz color morado, de vez en cuando reteñido con saliva por el autor de los apretados renglones. Estaban escritas por ambas caras, evitando con todo cuidado lo impreso originalmente y que pude comprobar se trataba, en efecto, de formas diversas de papelería comercial. De repente, una frase me saltó a la vista y me hizo olvidar la escrupulosa investigación del historiador francés sobre el alevoso asesinato del hermano de Carlos VI de Francia, ordenado por Juan sin Miedo, Duque de Borgoña. Al final de la última página, se leía, en tinta verde y en letra un tanto más firme: "Escrito por Maqroll el Gaviero durante su viaje de subida por el Río Xurandó. Para entregar a Flor Estévez en donde se encuentre. Hotel de Flandre, Antwerpen". Como el libro tenía numerosos subrayados y notas hechos con el mismo lápiz, era fácil colegir que nuestro hombre, para no desprenderse de esas páginas, prefirió guardarlas en el bolsillo destinado afines un tanto más trascendentes y académicos.
Mientras las palomas seguían mancillando la noble estampa del conquistador de Mallorca y yerno del Cid, empecé a leer los abigarrados papeles en donde, en forma de diario, el Gaviero narraba sus desventuras, recuerdos, reflexiones, sueños y fantasías, mientras remontaba la corriente de un río, entre los muchos que bajan de la serranía para perderse en la penumbra vegetal de la selva inmensurable. Muchos trozos estaban escritos en letra más firme, de donde era fácil deducir que la vibración del motor de la embarcación que llevaba al Gaviero era la culpable de ese temblor que, en un principio, atribuía las fiebres que en esos climas son tan frecuentes como rebeldes a todo medicamento o cura.
Este Diario del Gaviero, al igual que tantas cosas que dejó escritas como testimonio de su encontrado destino, es una mezcla indefinible de los más diversos géneros: va desde la narración intrascendente de hechos cotidianos hasta la enumeración de herméticos preceptos de lo que pensaba debía ser su filosofía de la vida. Intentar enmendarle la plana hubiera sido ingenua fatuidad, y bien poco se ganaría en favor de su propósito original de consignar día a día sus experiencias en este viaje, de cuya monotonía e inutilidad tal vez lo distrajera su labor de cronista.
Me ha parecido, por otra parte, de elemental equidad que este Diario lleve como título el nombre del sitio en donde por mayor tiempo disfrutó Maqroll de una relativa calma y de los cuidados de Flor Estévez, la dueña del lugar y la mujer que mejor supo entenderlo y compartir la desorbitada dimensión de sus sueños y la ardua maraña de su existencia.
También se me ocurre que podría interesar a los lectores del Diario del Gaviero el tener a su alcance algunas otras noticias de Maqroll, relacionadas, en una u otra forma, con hechos y personas a los que hace referencia en su Diario. Por esta razón he reunido al final del volumen algunas crónicas sobre nuestro personaje aparecidas en publicaciones anteriores y que aquí me parece que ocupan el lugar que en verdad les corresponde.
Marzo 15
Los informes que tenía indicaban que buena parte del río era navegable hasta llegar al pie de la cordillera. No es así, desde luego. Vamos en un lanchón de quilla plana movido por un motor diesel que lucha con asmática terquedad contra la corriente. En la proa hay un techo de lona sostenido por soportes de hierro de los que penden hamacas, dos a babor y dos a estribor. El resto del pasaje, cuando hay, se amontona en mitad de la embarcación, sobre un piso de hojas de palma que protege a los viajeros del calor que despiden las planchas de metal. Sus pasos retumban en el vacío de la cala con un eco fantasmal y grotesco. A cada rato nos detenemos para desvarar el lanchón encallado en los bancos de arena que se forman de repente y luego desaparecen, según los caprichos de la corriente.
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