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Álvaro Mutis: Un Bel Morir

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Álvaro Mutis Un Bel Morir

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`Un bel morir tutta la vita onora`, dice el verso de Petrarca que Mutis hace suyo para titular esta tercera novela dedicada a la figura de Maqroll. El singular aventurero de tierra caliente, contrabandista y filósofo, amante y marino, no morirá en esta ocasión. Anclado primero en un puerto fluvial, alojado en una extraña habitación suspendida entre las aguas del gran río, dentro de una singular pensión gobernada por una mujer ciega y repleta de extraños saberes, Maqroll termina involucrado en una turbia trama entre el ejército y bandas de criminales.

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Álvaro Mutis Un Bel Morir A Jorge Ruiz Dueñas amigo ejemplar y avezado - фото 1

Álvaro Mutis

Un Bel Morir

A Jorge Ruiz Dueñas amigo ejemplar y avezado seguidor de los asuntos del

Gaviero

Un bel morir tutta una vita onora.

FRANCESCO PETRARCA

Todo irá desvaneciéndose en el olvido

y el grito de un mono,

el manar blancuzco de la savia

por la herida corteza del caucho,

el chapoteo de las aguas contra la quilla en viaje, serán asunto más memorable que nuestros largos

abrazos.

Un bel morir…, ÁLVARO MUTIS, “Los trabajos perdidos”

Accumulons l'irréparable!

Renchérissons sur notre sort!

Tout n'en va pas moins à la Mort,

Y a pas de port.

Solo de Lune, JULES LAFORGUE

Todo hombre vive su vida como un animal acosado.

Escolios, NICOLÁS GÓMEZ DÁVILA

Todo comenzó cuando Maqroll se fue quedando en el puerto de La Plata y pospuso, por un tiempo indefinido, la continuación de su viaje río arriba. Se trataba, en esta navegación hacia las cabeceras del gran río, de encontrar alguna huella de vida de quienes compartieron, años atrás, algunas de sus miríficas empresas. Desalentado por la ausencia de la menor noticia sobre sus antiguos compañeros y con amargo sabor en el alma al ver cómo se agotaban las últimas fuentes que nutrían esa nostalgia que lo había traído desde tan lejos, concluyó que le daba igual quedarse allí, en el humilde caserío, o seguir remontando la corriente, ya sin motivo alguno que lo moviera a hacerlo.

Buscando alojamiento en La Plata encontró una habitación disponible en casa de una mujer ciega, muy estimada en el lugar. Todo el mundo la conocía como doña Empera. Después de convenir el precio del hospedaje y de otros servicios como las comidas y el arreglo de su escasa ropa, escogió un cuarto cuya ubicación era un tanto sorprendente. Para ganar espacio, la dueña había hecho construir dos habitaciones que avanzaban sobre la corriente del río y se sostenían sobre rieles de ferrocarril enterrados en la orilla en forma oblicua. La construcción se mantenía firme por uno de esos milagros de equilibrio que logran en esas tierras quienes saben aprovechar todas las posibilidades del grueso bambú, allí conocido como guadua, cuya ligereza y versatilidad para servir a los propósitos de la edificación, llegan a ser insuperables. Las paredes, levantadas con el mismo material, se completan y afirman con una arcilla de color rojizo que se encuentra en los acantilados que cava el río en los trayectos donde su curso se estrecha.

El cuarto parecía más bien una jaula suspendida sobre el arrullador borboteo de las aguas color tabaco, de las que subía un lenificante aroma a lodo fresco y a vegetales macerados por la siempre caprichosa e imprevisible corriente del río. Los demás cuartos eran arrendados por doña Empera a parejas ocasionales a las que sólo exigía el pago por adelantado de los días que fueran a estar allí y la conservación de un orden estricto en las pertenencias de los huéspedes. Ella misma se encargaba de arreglar las habitaciones y, en la forma más comedida, pero terminante, pedía a sus clientes que, desde el primer día, le indicaran el lugar escogido para cada objeto. Así podía limpiar la habitación siguiendo siempre el mismo orden. Cuando el Gaviero llegó a la casa para preguntar por un cuarto disponible, la dueña le contestó sin vacilar:

– Yo a usted lo conozco, don. Ha pasado por La Plata varias veces pero nunca se ha quedado aquí. He oído hablar de usted. Por cierto que nadie consigue decirme cuál es su oficio o de qué vive. Pero eso no es lo que me extraña. Lo que me intriga es que, si las que lo mencionan son mujeres, nunca lo hacen con rencor, pero les noto en la voz un como miedo que no les permite hablar mucho.

– Siempre hablan de más, señora -comentó el Gaviero. Tres o cuatro veces había pasado por allí en busca de un lugar en donde detener sus pasos y las mujeres con las que había estado, hembras de ocasión, de rostro anónimo y ningún rasgo memorable de carácter, no merecían haber despertado la curiosidad de doña Empera-. Nunca les dejo mucho de qué hablar y tal vez por eso se quedan imaginando tonterías.

– Puede ser eso -repuso ella no muy convencida-. A mí lo que me importa es que usted es persona de fiar y merece mi confianza. El resto vaya el diablo y averigüe. Los ciegos sabemos más sobre la gente que los que tienen ojos para ver y no ven. Cuando nos engañan es porque queremos y dejamos que lo hagan. Usted, que ha vivido tanto, me comprenderá.

La dueña se despidió y Maqroll se quedó ordenando sus cosas e instalándose en su habitación. Cuando terminó de hacerlo, la mujer regresó y él fue indicándole cada objeto y el lugar que ocupaba.

– No es mucho lo que trae -comentó la dueña con cierta curiosidad no exenta de compasión.

– Lo indispensable, señora, sólo lo indispensable -contestó el Gaviero tratando de dar fin al diálogo.

– Y esos libros ¿también son indispensables? -le preguntó doña Empera con esa sonrisa desvaída con la que los ciegos tratan de hacerse perdonar su curiosidad-. ¿Sobre qué son? -insistió con franco interés que no dejó de intrigar al Gaviero.

– Uno es la vida de san Francisco de Asís, escrita por un danés; ésta es la traducción francesa. El otro, en dos tomos, contiene las cartas, también en francés, del Príncipe de Ligne. En ellas se aprende mucho sobre la gente, en especial sobre las mujeres. -La curiosidad de la ciega merecía, exigía casi, esos detalles por parte del lector y dueño de los libros.

– Mi nieto -siguió diciendo la dueña- me leía mucho, sobre todo libros de historia. Los vendí cuando me lo mató la federal. Sospecharon que estaba en la guerrilla porque siempre andaba leyendo. Lo hacía sobre todo para distraerme. Pero esa gente no pregunta; entra matando. Siempre andan muertos de miedo.

– ¿Vienen mucho a La Plata? -preguntó el Gaviero interesado por esa mención de las fuerzas armadas con las que jamás, en parte alguna, había tenido buenas relaciones.

– No, señor. Hace mucho no bajan hasta aquí. Todo está ahora muy tranquilo. Pero eso no quiere decir nada. Nunca se sabe con ellos.

El Gaviero guardó silencio y siguió acomodando sus cosas y cambiando de lugar los precarios muebles del cuarto. El tema no le atraía. Su relación con las armas había ocurrido en otros ámbitos por completo extraños a éste y con gentes de muy distinta condición. Además, todo aquello era para él asunto olvidado, una experiencia que había venido a sumarse a muchas otras que cargaba a la cuenta de la sandez humana. Antes de partir, doña Empera le hizo una especie de declaración de principios o, mejor, de reglas de conducta respecto a las visitas femeninas. Documento oral que no dejó de intrigarlo y proyectarle ciertas luces sobre la aguda inteligencia de la patrona del lugar.

– Si quiere traer alguna amiga para pasar la noche con ella -indicó doña Empera- en principio yo no tengo ninguna objeción. Pero como este caserío es lo que usted ya ha podido ver y todos nos conocemos hace mucho tiempo, le aconsejaría, por su propio bien, que antes de invitar alguna amiga hable conmigo. No lo tome como una intromisión en sus asuntos, sino como el deseo de que no nos metamos los dos en problemas. Yo puedo darle algunas indicaciones muy útiles que le evitarán compromisos engorrosos. Ya sabe a qué me refiero. Otra cosa: cuide su dinero. No pase por generoso en un poblacho como éste en donde nos estamos hundiendo en la miseria. Bueno, que descanse y buena suerte.

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