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Álvaro Mutis: Un Bel Morir

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Álvaro Mutis Un Bel Morir

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`Un bel morir tutta la vita onora`, dice el verso de Petrarca que Mutis hace suyo para titular esta tercera novela dedicada a la figura de Maqroll. El singular aventurero de tierra caliente, contrabandista y filósofo, amante y marino, no morirá en esta ocasión. Anclado primero en un puerto fluvial, alojado en una extraña habitación suspendida entre las aguas del gran río, dentro de una singular pensión gobernada por una mujer ciega y repleta de extraños saberes, Maqroll termina involucrado en una turbia trama entre el ejército y bandas de criminales.

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Nadie se acercaba a la mesa donde se sentaba el Gaviero. Ni siquiera las mujeres que había conocido en La Plata y que entraban para comprar aguardiente y llevárselo a los hombres de la sierra. Cuando atracaban barcos o caravanas de barcazas en La Plata, la cantina solía llenarse de una clientela sedienta y rijosa, que el dueño, un negro de pelo y barba entrecanos, serio y de una fuerza descomunal, solía controlar con la sola expresión de su mirada. Una de las primeras veces en que Maqroll visitó el sitio, el mecánico de un remolcador, un zambo hercúleo de ojos estrábicos, al que el aguardiente convertía en una bestia torva, se paró frente al Gaviero y le increpó su aislamiento con palabras tartajeantes y babosas. Maqroll alzó el rostro y mirándolo con la cansada serenidad de quien sabe liquidar esos lances, le dijo en voz baja:

– Vete de aquí, bembón. Conmigo vas a encontrar lo que buscas… y no te va a gustar.

El hombre se alejó farfullaudo vagas maldiciones más contra él mismo que contra su improbable contrincante, quien apuró su brandy con una sonrisa de condescendencia, pero sin quitarle los ojos de encima.

Grande fue, por esto, la sorpresa de los parroquianos, cuando un sábado, en que el Gaviero había comenzado a beber desde muy temprano, vieron que un extranjero de barba rojiza y descuidada, rechoncho y de rostro rubicundo destilando una sospechosa bonachonería, se acercó primero a la barra y pidió algo que el cantinero no consiguió entender. El Gaviero, desde su rincón, alzó la cabeza y explicó al dueño en voz alta:

– Ginebra, quiere una ginebra con agua.

Y le habló al hombre en flamenco, invitándolo a venir a su mesa. Hacia allá se dirigió el recién venido mientras Maqroll retiraba un asiento enfrente suyo. Allí llevó la ginebra con agua el dueño en persona, que miraba al Gaviero como tratando de prevenirlo respecto a su invitado. Aquél tomó nota del aviso y se dispuso a escuchar al mofletudo personaje. Este se enzarzó en una interminable conversación, apoyada con enfáticos ademanes de los brazos, cortos, rosados y gordezuelos y con giros no menos expresivos de sus grandes ojos saltones, color gris pizarra, en los que congelaba la menor brizna de sinceridad que, por un descuido de su facundia inagotable, pudiera escapársele. El hombre resultó hablando al rato en español con cierta fluidez, aunque acudía a menudo a palabras inglesas, sobre todo al final de las frases. Se presentó como Van Branden, Jan van Branden, de profesión ingeniero ferroviario. El Gaviero, que estaba largamente familiarizado con la gente de Flandes, no conseguía ubicar a su interlocutor entre los diversos tipos de flamenco que recordaba. También en el idioma de su pretendida nacionalidad cometía errores y usaba algunos términos más comunes en Holanda que en Bélgica. Pero esto no era raro en gentes de Flandes que pasaban buena parte de su vida tocando puertos de Inglaterra y de los Países Bajos. A pesar de estas reservas, el Gaviero había caído, movido por la nostalgia de la vlaanderland, en una aburrida emboscada de la que no supo cómo librarse. Sus recuerdos se habían conjurado en un nudo inextricable y prefirió seguir adelante. Escuchó con paciencia benedictina la cháchara del ingeniero hasta que éste vino a preguntarle si conocía allí algún lugar donde arrendaran habitaciones. Fueron a casa de doña Empera y ésta accedió a darle hospedaje, no sin cierta reticencia pero pensando que se trataba de algún conocido de su huésped. Van Branden explicó que iba a quedarse en La Plata hasta que bajara el próximo barco, o sea un par de semanas.

Al Gaviero le había dicho que estaba a cargo de algunos aspectos técnicos relacionados con la construcción del tramo de vía férrea en la cuchilla del Tambo. Posiblemente, dejó entender de paso, Maqroll podría participar en alguna actividad relacionada con dichos trabajos. Como suele ser frecuente en esa clase de personas, Van Branden aceptó como naturales y merecidas las atenciones que para él tuvo su nuevo amigo. Era de aquéllos que dejan saber que todo el mundo puede sacar provecho de su valiosa compañía. La gratitud les es inconcebible, así como las buenas maneras. En Maqroll pudieron más las nostalgias de la platte land y acabó estableciendo con el belga una relación que, por desventura, estaba basada en un malentendido sin remedio: Van Branden no lograba explicarse cómo el Gaviero había ido a parar a ese perdido rincón de la cordillera, al borde de ese río de aguas lodosas y traicioneras. Tampoco el Gaviero acababa de entender la presencia del charlatán ingeniero, aunque el pretexto del ferrocarril fuera esgrimido por éste con tan convincente insistencia. Maqroll intuía la perplejidad del belga y le divertía pensar que igual interrogante se planteaba el otro en relación con él. Pero Van Branden, sintiéndose excepcional y al margen de toda sospecha, no creía necesario entrar en más detalles sobre su pasado. Venciendo esa trama de reservas, los dos hombres acabaron por entenderse, sin traspasar, desde luego, ciertos límites no establecidos, pero evidentes, cuya contravención hubiera sido impensable. Solían encontrarse en la cantina cada dos o tres días. El Gaviero se limitaba a tomar su brandy que hacía durar lo más posible, mientras Van Branden liquidaba sin ningún esfuerzo medio litro de ginebra mezclada con agua. Siempre acababa hablando en su hablando en su flamenco salpicado de anglicismos, a medida que una sórdida agresividad contra todo lo circundante iba en aumento. Maqroll no hacia caso de esto y, cerca de la medianoche, regresaban a la pensión a pasos lentos y acompasados.

De seguro doña Empera había informado a Van Branden sobre la conducta a seguir en su casa y debió hacerle el usual ofrecimiento de proporcionarle compañía femenina de vez en cuando. “Mujeres conocidas y de confianza”, era su lema. El hombre optó por recibir, cada semana, siempre que paraba en La Plata, a una mujer de edad ya madura, alta, desgarbada y casi sin dientes, que descendía de la sierra con dos criaturas de cinco y siete años, que se quedaban jugando a orillas del río mientras su madre atendía al ingeniero. A menudo se asomaba a la ventana, cubierta apenas con un absurdo camisón de un blanco dudoso, para vigilar que sus hijos no se acercasen a la orilla. El Gaviero, entretanto, había comenzado a recibir regularmente la visita de una joven de tez morena, ojos muy negros y expresivos, cuerpo nervudo y recio, pero espigado y de bellas proporciones. Se llamaba Amparo María. Tenía algo de princesa circasiana que le intrigó sobremanera. La muchacha era discreta y de pocas palabras. En el amor mantenía una retención pudorosa, un como alejamiento súbito ante el desencadenamiento de los sentidos, que al Gaviero le pareció que se ajustaba perfectamente al tipo físico de su nueva amiga.

Sobre este particular de las compañías femeninas, de sobra está decir que entre los dos huéspedes de la ciega era evitado, rigurosamente, cualquier comentario. Pero un día, infringiendo el tácito convenio, Van Branden, después de despedirse de su amiga, de regreso a su cuarto se encontró con Maqroll que salía y, tomándolo del brazo, cosa que al Gaviero molestó notoriamente, le comentó de sopetón, mientras una expresión lúbrica y porcina le invadía el rostro y entrecerraba sus ojos saltones: -¡Estas mujeres del trópico! ¡Qué temperamento y qué gracia! ¿No lo cree usted?- El Gaviero se zafó discretamente de la garra que lo retenía y prefirió no hacer comentario alguno, contentándose con insinuar una sonrisa que no intentaba asentir ni rechazar las palabras del belga. Tenía, más bien, cierta dosis de asombro.

Por entonces fue cuando Maqroll aceptó la propuesta de Van Branden para trabajar en las obras de la cuchilla del Tambo. No solía el belga hablar mucho a este respecto. Apenas, cuando le llegaba alguna correspondencia, comentaba a su compañero de pensión, siempre de manera imprecisa y pasajera, sobre los planes de la vía y su trazado. Pero un día invitó a Maqroll a la cantina para almorzar. Se trataba de comer un sancocho de pescado que servían allí en ocasiones y que, en verdad, preparaba doña Empera en su casa. Cuando estaba listo, el dueño enviaba por él para ofrecerlo a sus comensales. El plato se había convertido en La Plata en una ceremonia destinada a celebrar alguna fecha excepcional. En esta oportunidad, explicó Van Branden, se trataba del comienzo efectivo y concreto de las obras en la cuchilla del Tambo. En el próximo barco, llegarían los ingenieros y el personal a cuyo cargo iba a estar la tarea. Con ellos venía también el primer cargamento de equipo técnico y maquinaria pira la obra. -He pensado en usted -le comentó Van Branden mientras se debatían con el sancocho hirviendo, en el ambiente, ya de por sí bastante caldeado, de la cantina- para un trabajo que exige mucha confianza y que no encargaría a ninguna de las personas que he conocido por estos rumbos. Se trata, mi querido amigo -el nuevo tratamiento alarmó al Gaviero más que halagarlo; él conocía su gente- de subir en mulas, hasta la cuchilla del Tambo, las cajas con maquinaria, muy delicada y costosa, que se necesita allá para los cálculos y trazado de la vía. Dispongo de una suma interesante para pagar ese trabajo. Usted podría hacerlo con la eficiencia y la discreción indispensables en este caso.

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