Peter Høeg - La señorita Smila y su especial percepción de la nieve

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La señorita Smila y su especial percepción de la nieve: краткое содержание, описание и аннотация

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Un día, poco antes de Navidad, la señorita Smila de regreso a su casa encuentra muerto en la nieve a su vecino y amigo, el pequeño Isaías. La versión oficial es que debió de resbalar y caerse. Pero Smila, que le cuidaba a veces y sentía especial ternura por él, sospecha que no es así. Los dos pertenecen a la pequeña comunidad de esquimales groelandeses que viven en Copenhague. Y Smila es, además, experta en las propiedades físicas del hielo. La investigación que lleva a cabo en privado acerca de la muerte de Isaías la conduce a la misteriosa muerte del padre de éste en una expedición secreta a Groenlandia, misión encomendada por una poderosa empresa danesa involucrada en una extraña conspiración que se remonta a la segunda guerra mundial.

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Dejo que se escape la necesidad. Es una presión. Ahora se eleva en el aire, desapareciendo a través del techo y él nunca sabrá que ha existido.

Está asando plátanos. Los deja en el horno hasta que las cáscaras empiezan a estar negras. Mientras tanto, tuesta unas nueces. En la tostadora de pan. Me asegura qu-que ofrece un tu-tueste mu-mucho más regular.

No tiene ganas de reírse. Es tan solemne como un sacerdote. Hace un corte en los plátanos que están amarillos y maduros. En la ranura del corte, vierte un poco de miel y unas gotas de licor.

Por mí, el mundo podría detenerse ahora mismo. No hay nadie que tenga que decir nada más.

Se lleva la servilleta a los labios, secándoselos con ligeros golpecitos. Labios sensuales y boca ancha. El labio superior algo grueso.

– En el 66 suben hasta Groenlandia. En los siguientes veinticinco años se mantienen quietos. Entonces vuelven a subir. Se mantienen en calma durante un año y medio. Entonces muere el Barón. Y la policía se muestra muy interesada. Entonces se quema el museo.

Ambos deseamos que sea el otro quien lo diga.

– Algo se está moviendo, Smila.

– Sí -digo.

– Están preparándose para volver a Groenlandia. En invierno. Es la época ideal para preparar el viaje. De ma-manera que puedan partir en primavera.

Es exactamente lo mismo que he pensado yo.

– Pero, ¿cómo pi-piensan hacerlo? No pueden organizar el viaje, ni fletar el barco y el equipo a través de la Sociedad Criolita. Está casi liquidada.

Tengo ganas de ver el cielo estrellado, por lo que apago la luz. Desde aquí el resplandor de la calle es sensiblemente distinto al que yo disfruto desde mi piso.

– Loyen, Licht, Ving -digo-. Ellos lo descubrieron. Sea lo que sea. Descubrieron que estaba allí. Quizá durante su estancia en Hamburgo. Ellos se encargaron de los primeros viajes. Pero ya son muy mayores. No podrían volver a hacerlo. Y alguien ha asesinado a Licht. Detrás de estos tres hombres, se esconde alguien más, algo más importante, mayor, que carece de escrúpulos.

Se acerca a mí y me abraza. Puedo apoyar mi cabeza contra su axila.

– Van a necesitar un barco -dice el mecánico pensativo-. Tengo un amigo que sabe de barcos.

Siento ganas de preguntarle, para llegar a saber parte de todo aquello que desconozco de él. Sin embargo, desisto.

– Estuve en el Registro Mercantil Central. Geoinform tiene a tres personas en su consejo de administración.

Menciono los tres nombres. Sacude la cabeza negativamente. Al otro lado de la ventana, en la oscuridad, las Pléyades asoman en el cielo. Las señalo con el dedo.

– Las Pléyades. En mi idioma se llaman qiluttuusat .

Pronuncia su nombre lenta y cuidadosamente. De la misma manera que cocina. Su aliento es aromático y fuerte. Sabe a nueces tostadas en la tostadora.

De pie en el dormitorio, nos quitamos la ropa el uno al otro.

Posee una ligera y torpe brutalidad que, en varias ocasiones, me lleva a considerar que, esta vez, me costará la razón. En nuestro mutuo entendimiento que ahora despunta, logro que abra la pequeña ranura en la cabeza del pene, para así poder introducir el clítoris en ella y follarlo.

2

Primero entramos en el salón. Los ojos de buey son de latón; las paredes y el techo de caoba. Los asientos tienen almohadones de piel clara y están asegurados al suelo con herrajes metálicos. Están equipados con unos portavasos de bronce sujetados mediante una suspensión cardán. Los vasos de whisky son, por lo demás, tan altos que incluso en medio de un tifón ártico sería posible disfrutar del tintineo plácido de los cubitos de hielo en el triple Laphroig.

La siguiente habitación es un largo pasillo de veinticinco metros en la dirección de navegación, que se abre paso a través de más caoba y a lo largo de más ojos de buey pulidos, pasando junto a diversos relojes de barcos y escritorios de prestigio fijados con pernos al suelo. Detrás de los escritorios trabaja una docena de personas a un ritmo acelerado, como si todo tuviera que quedar liquidado y listo dentro de los próximos treinta segundos. Las mujeres escriben con sus procesadores de texto; los hombres hablan por tres teléfonos a la vez y el techo ha desaparecido tras una nube de humo de cigarrillos y prisas.

A esta estancia le sigue un antedespacho. Allí se sienta una señora de mediana edad, con maquillaje y blusa de blonda debajo de una chaqueta ajustada con antebrazos, como si hubiera sido contratada en calidad de herrero. Me hubiera sentido intimidada, incluso asustada, de no haber estado acompañada por el mecánico.

Él la conoce. Se dan la mano de una manera que parece que estén a punto de echar un pulso y después proseguimos hasta el camarote del capitán. De camino pasamos junto a unas vitrinas con maquetas de petroleros, de esos en los que la tripulación se ve obligada a acampar tres veces para ir de un extremo a otro.

Aquí dentro, los ojos de buey son grandes como las tapas de los pozos, y más bajos, para que puedas pasear la mirada por los arbustos del pequeño parque que hay en medio de la plaza de Santa Ana y recordar que toda esta parafernalia marítima se encuentra en un segundo piso de un palacete cuya parte trasera da a Amalienborg, y que constituye la peor extravagancia de interiorismo que recuerdo haber visto en toda mi vida.

Detrás del escritorio, provisto de listones de madera para que los bolígrafos dorados no puedan rodar al suelo durante el imaginario oleaje, está sentado un niño que no parece tener más de catorce años, repeinado y con la confirmación recién superada, cabello color arena y pecas en la nariz.

Cuando habla, lo hace con una voz fina y aguda, rebosante de dignidad.

– Sé perfectamente que te mueres de ganas de decirme algo, tesorito. Tienes ganas de decir: ¿dónde está tu papá, amiguito? Porque, de hecho, hemos venido a hablar con él. Pero te equivocas. Voy a cumplir los treinta y tres el mes que viene. Si un infanticida me asesinara por equivocación, mi mujer y mis tres hijos recibirían veinticinco millones de coronas cuando vendieran el negocio.

Me guiña el ojo.

Se llama Birgo Lander. Es el amigo del mecánico. Es armador y director de su propia empresa naviera. Su infancia y adolescencia han transcurrido repartidas en todos los correccionales de Dinamarca, es huérfano, rico, carece de escrúpulos, todavía más disléxico que el mecánico, borrachín, dado a los juegos de azar y con un aspecto que le permitiría fácilmente viajar con un billete infantil si no fuera porque es innecesario, ya que tiene un Jaguar, un custom-made .

Algunas de estas cosas las sé yo y el resto de la población danesa por los periódicos y las revistas del corazón. El resto, me lo ha contado el mecánico en el camino.

Toma la mano derecha del mecánico entre las suyas. No dice nada, pero lo mira como si se hubiera reencontrado con su hermano mayor, añorado durante largo tiempo. Tomamos asiento. El mecánico empuja su silla un poco hacia atrás y se desentiende de la conversación. Soy yo la que debe dar las explicaciones pertinentes.

– Si deseo alquilar un barco de unas cuatro mil toneladas para transportar una carga de la que no pienso dar detalles, hasta un lugar que tampoco quiero revelar, ¿cómo podría hacerlo? Y si ya estuviera buscando el barco idóneo, ¿podría alguien seguir mis esfuerzos desde fuera?

Se pone de pie. Lleva botas vaqueras con tacón. La verdad es que no modifican su altura de manera ostensible. De un armario colgado en la pared, saca una gran botella transparente de aguardiente de frutas. El mecánico y yo rehusamos amablemente. Se sirve a sí mismo en un vaso de agua largo y cilíndrico.

Huele a peras frescas en todo el despacho. Da unos pequeños sorbos al vaso. Siete, uno detrás de otro. Entonces me observa para ver si me he indignado.

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