Por un momento creo que lograré dejar que pase, que me supere; creo que podré permanecer tendida, percibiendo lo que ahora tengo, sin llegar a desear nada más.
En el instante siguiente, deseo quedarme suspendida en el presente. Quiero que perdure. Él estará a mi lado, también mañana. Es mi oportunidad. Mi única, mi última oportunidad.
Saco las piernas de la cama. Ahora sufro un ataque de pánico.
Esto es justamente lo que me he esforzado en evitar durante los últimos treinta y siete años. He estado entrenándome sistemáticamente en lo único que verdaderamente vale la pena aprender en este mundo. Renunciar. He dejado de esperar algo de la vida. Cuando la humildad hecha práctica se convierta en disciplina olímpica, yo formaré parte del equipo nacional.
Nunca he sido capaz de ser indulgente con las penas amorosas de los demás. Odio su flaqueza y debilidad. Los veo encontrarse con el tipo de sus sueños al final del arco iris. Veo cómo tienen hijos y compran un carrito Silver Cross Royal Blue; los veo pasear juntos por el baluarte bajo el sol de primavera, dirigiéndome una risa condescendiente mientras piensan: «Pobre Smila, no sabe lo que se pierde, no sabe cómo es nuestra vida, la vida de los que tenemos bebés y un documento que nos une».
Cuatro meses después, el antiguo grupo de preparación para el parto celebra una reunión íntima y entrañable y su querido Ferdinand sufre una pequeña recaída y echa una cana al aire. Ella misma se lo encuentra en el baño donde se está tirando a una de las otras mamás felices y, en cuestión de una milésima de segundo, la mamá orgullosa, soberana e invulnerable se ve reducida a una enana espiritual. En un único movimiento, ha descendido, ha caído hasta mi nivel e incluso por debajo de él, convirtiéndose en un insecto, una lombriz, una escalopendra.
Y entonces es cuando me vuelven a sacar del armario y me quitan el polvo. Es cuando tengo que escuchar lo duro que resulta ser madre soltera tras el divorcio; cómo se pelearon cuando tuvieron que repartirse el equipo de música; cómo se pierde su juventud, absorbida por el niño, que se ha convertido, súbitamente, en una máquina que sólo la utiliza, sin ofrecer nada a cambio.
Nunca he querido escucharlo. ¡Qué coño os habéis creído!, les replico. ¿Acaso creéis que tengo un consultorio sentimental? ¿Que soy vuestro diario? ¿O un contestador automático?
Si hay una cosa absolutamente prohibida en las travesías en trineo es gimotear. Los lamentos son un virus; una enfermedad mortal, infecciosa y epidémica. No quiero escucharlos. No quiero que me agobien con estas orgías de mediocridad emocional.
Por todo ello ahora me asusto. Allí, en su propio terreno, sobre el suelo, al lado de su cama, percibo un sonido. Proviene de mí misma, de mi interior: es un gemido. El temor a que aquello que me ha sido dado no persista. El rumor de todas aquellas historias de amor que nunca he querido escuchar. Ahora suena como si yo misma las abrazara todas.
Sin embargo, todavía estoy a tiempo, todavía puedo salvarme. Puedo recoger mis ropas y llevármelas bajo el brazo. Ni siquiera necesito malgastar el tiempo vistiéndome. Puedo limitarme a salir disparada por la puerta y bajar las escaleras de dos en dos. Una vez en mi piso, empaquetaré lo necesario o, quizá, ni tan siquiera haga eso; simplemente llamaré a una casa de mudanzas y les pediré que trasladen los enseres a un almacén y bastará con que me lleve la caja de caudales en una mano y la cinta de Isaías en la otra y me aloje en un hotel. Habré desaparecido cuando él se despierte y nunca más tendré que mirarle a los ojos.
Abre los ojos y me mira. Se queda tendido en la cama sin moverse, intentando discernir dónde está. Entonces me sonríe.
De repente, recuerdo que estoy desnuda. Me doy la vuelta, dándole la espalda, y camino de lado hasta donde está mi ropa. Me la ha doblado, como nunca había estado doblada desde que la compré. Me pongo la ropa interior. El pudor forma una parte importante de la naturaleza del hombre. Me da náuseas, sólo de pensar en el concepto de los europeos, que creen poder solucionar sus propias neurosis sexuales, creadas por ellos mismos, poniendo la carne sobre la mesa y colocándola debajo del microscopio.
Me voy al salón. No sé qué hacer conmigo misma.
Él entra un instante después. Lleva calzoncillos de boxeador. Son blancos, le llegan hasta las rodillas y son tan grandes que parecen haber salido de una funda de edredón. Parece un jugador de críquet a medio vestir.
Ahora lo reconozco de nuevo y recuerdo que también lo vi ayer. Alrededor de las muñecas y los tobillos tiene como unas correas negras y estrechas. Son cicatrices. No pienso interrogarle al respecto.
Se acerca a mí y me besa. Aunque no hayamos estado borrachos en ningún momento, es acertado decir que se trata de nuestro primer abrazo sobrio.
Hasta este momento yo no había vuelto a recordar el día de ayer. En cambio, ahora se me aparece con toda nitidez. Como si el resplandor del incendio se reflejara sobre las paredes del piso.
Ponemos la mesa juntos. Tiene una licuadora. En ella introduce manzanas y peras y vierte el zumo en dos vasos altos. El zumo de las manzanas es verde, con un ligero tono rojizo; el de las peras amarillento. Al menos durante los primeros minutos. Luego, empiezan a cambiar de sabor y de color.
Apenas comemos nada. Bebemos un poco de zumo, mientras contemplamos la vajilla, la mantequilla, el queso, el pan tostado, la mermelada, las pasas y el azúcar.
No hay tráfico en el puerto y es muy escaso sobre el puente. Es día festivo.
Aunque está varios metros detrás de mí, lo siento muy cerca, como si todavía estuviéramos abrazados.
Cuando me despido de él con un beso y subo a mi piso, sólo en ropa interior, con el resto de la ropa bajo el brazo, no hemos intercambiado ni una sola palabra.
Al llegar a casa, decido no bañarme. Puede haber muchas razones para no lavarse. En Qaanaaq hubo una madre que dejó de lavarle la mejilla izquierda a su hijo durante tres años porque la reina Ingrid la había besado.
Me visto y bajo a la cabina telefónica que hay en la plaza. Desde allí, llamo al Hospital del Reino, al Instituto Forense, al Centro de Autopsias del Estado y pregunto por el doctor Lagermann.
Ha estado ventilando. Pero lo ha hecho para disponer del oxígeno suficiente que le permita encender su próximo puro. Durante unos instantes, disfrutamos del aire renovado y del frescor.
– ¿Está seguro de que los cactus soportarán tanto aire fresco?
Parece difícil llegar a percibir intereses de las inversiones hechas en Lagermann mediante la ironía.
– En el Sahara, en las ollas del Níger, la temperatura baja hasta los siete grados bajo cero durante la noche. Durante el día, sube hasta los cincuenta grados al sol. Ésta es la mayor diferencia de temperatura sobre la faz de la tierra en un período de veinticuatro horas. Luego deja de llover durante cinco años.
– ¿Pero exhalan humo de puro sobre ellos?
Suspira profundamente.
– Allí dentro, mi familia no me permite fumar. Aquí fuera, mis invitados me molestan, metiéndose conmigo.
Devuelve el puro a la caja. Una caja de madera plana, con un dibujo de Romeo que besa a Julieta en el balcón.
– Y ahora -dice- exijo una explicación.
Debo esforzarme para ordenar mis pensamientos. Sin embargo, éstos insisten en colgarse de la caja de puros.
– ¿Conoce los Elementos de Euclides? -pregunto.
Entonces le cuento todo detalladamente. Le hablo de la muerte de Isaías. De la policía. De la Sociedad Criolita Danmark. Del Museo Ártico. Algo del mecánico. De Andreas Licht.
En cuanto empiezo a hablarle, se despreocupa, olvidándose de su propósito de no fumar, y saca un puro de la caja.
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