Herta Müller - En tierras bajas

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Censurada en Rumanía y aclamada por la crítica alemana como una revelación, la primera obra de Herta Müller describe, desde la perspectiva de una niña, la brutalidad de una supuestamente idílica aldea durante la dictadura de Ceaucescu. Con imágenes críticas y escenas surrealistas, se compone de historias de represión permanente y de incomunicación, que empiezan en las relaciones familiares y continúan en las de los individuos con el Estado.
La crítica al régimen rumano subyacente en esta obra motivó que le fuera prohibido viajar y publicar y finalmente desembocó en el exilio de la autora en Alemania.
«Fantasía y realidad en unos textos que están muy cercanos a lo que en español llamamos Realismo Mágico.» Jesús Munárriz, El Mundo
«Honra de algún modo a todos los autores perseguidos y a todos los que han sido forzados a marcharse al exilio.» Bei Ling

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Nevaba en el largo portal, situado sólo un peldaño por encima de la calle. En el patio se quebraba la hierba seca. Las gallinas se acurrucaban en las puertas, unas contra otras. Por toda la casa había ramas desperdigadas. En los cuartos se oían chasquidos como en el bosque. En el centro de la habitación había un tajo, y a su lado, un hacha.

En el pozo nada el ruido del hacha. La bruja está otra vez cortando leña en su habitación. De su chimenea sale un olor a manzanas quemadas.

Los Papas Noel recorren el pueblo de un extremo a otro.

Los niños tienen miedo de sus nueces y naranjas.

Feliz Navidad.

Por Año Nuevo llega una carta al pueblo. El cartero mira largo rato el matasellos. Es de una localidad desconocida dentro del país. En el pueblo nadie se llama Lena. La carta sólo puede ser para aquella colona, para esa joven bruja de cabello blanco.

Mi abuelo sabe a veces que no sabe lo que sabe. Y entonces se pasea solo por la casa y por el patio, hablando a solas. Una vez lo vi cortando remolachas en el establo y él no me vio. Hablaba solo en voz alta y agitaba los brazos sin soltar el hacha. Cortaba el aire a su alrededor, se levantaba y daba vueltas en torno al cesto de remolachas, y la cara se le descomponía más y más. Y por un instante adquirió un aspecto juvenil que no había tenido en mucho tiempo.

Mi abuelo se alisa el espeso bigote. Le quedan algunos pelos en la mano. Los mira y luego los tira al suelo, sin olvidar pisarlos una y otra vez.

Hace varias noches que mi abuelo duerme en el establo, sobre una carretada de heno. La vaca tiene que parir. Se yergue con el trasero vuelto hacia él y deja caer en la paja una fina bosta de remolacha verdosa que salpica las paredes y se queda pegada al muro de cal como las moscas y despide vapor. En esa atmósfera caliente, la vaca se olvida de parir.

En el calendario de pared católico de la cocina el plazo fijado ha quedado atrás hace ya tiempo. Junto a un número encerrado en un círculo se lee: vaca cubierta. Y junto a otros números puede leerse: gallina clueca empieza a empollar, entregué tabaco, compré cerdos.

Contemplo el vientre duro y grueso de la vaca, y dudo que pueda sobrevivir con semejante barriga. Creo que en su interior sólo tiene una roca.

Esta vez tampoco me dejan ver parir a la vaca. Siempre veo al ternero recién parido en la paja, a su lado. Cruje al moverse y le tiemblan las patas. Le han dado un baño de salvado y la vaca le lame la envoltura viscosa de la piel.

Y una vez más me indigna el truco de bañar al ternero en salvado. Sé que eso también es un engaño.

También la gata me muestra su oreja herida, y ve la nieve salpicada de sangre. La mancha seguirá allí aunque llegue el verano, siempre estará allí porque yo la vi en aquel sitio.

Mi muñeca dormilona está con la cara apoyada sobre el cojín de la silla. La pongo boca arriba. Tiene la nariz chafada. Lleva ropa de invierno gruesa. Los ojos se le han roto. Miro al interior: un agujero profundo con dos bolas de plástico pegadas a un muelle. Así son los bellos ojos azules de mi muñeca.

Las flores de escarcha tejen sus laberintos sobre el cristal de las ventanas. Un grato escalofrío recorre mi piel. Mamá me corta tanto las uñas que las puntas de los dedos me hacen daño. Con las uñas recién cortadas siento que no podré caminar como es debido.

Continuamente camino sobre las manos. Siento además que con estas uñas cortas no podré hablar ni pensar como es debido. Y el día no es otra cosa que un esfuerzo gigantesco.

Las flores de escarcha devoran sus propios pétalos, te miran como ojos lechosos, ciegos.

Sobre la mesa humea la sopa de fideos. Mamá dice: venga, a comer, y si no me presento a la primera llamada ni me siento bien pegada a la mesa, su mano dura no tarda en surcar mi mejilla.

El abuelo se hace llamar varias veces. A menudo pienso que lo hace por mí. Me gusta cuando no escucha a mamá.

Se enjuaga el serrín de las manos y se instala en su puesto de siempre, a un extremo de la mesa.

Y nadie dice una palabra más. Tengo la garganta seca.

Y no puedo pedir agua, porque está prohibido hablar durante las comidas.

Cuando sea grande cocinaré flores de escarcha, hablaré durante las comidas y beberé agua con cada bocado.

Papá entró por la puerta con las botas tachonadas de esquirlas diáfanas y relucientes. Se quitó los guantes y se sentó en la silla.

Un charquito de agua fría y temblorosa quedó en el sitio donde acababa de estar, y al caminar fue dejando tras de sí una suela húmeda sobre el entarimado.

Luego se quitó las botas. Eran de una piel de vaca durísima y muy estrechas.

Papá sacó de las cañas sus peales, empapados por el agua de lluvia y el sudor, y arrugados por la caminata.

El pie de papá tenía una planta, y esa planta tenía un talón áspero y agrietado también en invierno. Y cuando por la noche papá se restregaba sus talones ásperos y agrietados con una teja, no se le ponían más lisos ni más suaves. Formaban parte de él tal como eran, duros y ásperos. Y creo que no había en el pueblo nadie que no tuviera esos mismos talones ásperos y agrietados. Quizá fuera el suelo sobre el que se alzaba el pueblo, y que todos llamaban campo, la causa de aquellos talones. Era un suelo pegajoso y levantisco. Mamá colgó los peales en el tubo de la cocina económica. Los había hecho con la tela a rayas de uno de los vestidos domingueros que me habían regalado por Pascua y me quedaba corto, y del que llegué a sentirme muy orgullosa.

Por entonces estaba el fotógrafo en el pueblo. Yo era rolliza y tenía hoyuelos en las muñecas. En la cabeza usaba un rodete que en los días de fiesta mamá me humedecía siempre con agua azucarada y me enroscaba luego con el mango de un cucharón. Y esa vez se me había torcido, como siempre en los días de fiesta, porque mamá rompió a llorar mientras me peinaba: papá había vuelto otra vez borracho del bar.

El día de fiesta se fue al agua como todos los días de fiesta en esa casa.

Y eso también se nota en el torcido rodete de pelo y agua azucarada, y en la sonrisa torva que tengo en esa foto.

Una vez peinada y vestida salí al patio interior y me encerré en el retrete, me bajé los pantalones, me senté en la taza hedionda y rompí a llorar con fuerza. Me fui a llorar allí para no ser sorprendida, y cuando oía pasos fuera, enmudecía en el acto y hacía ruido con el papel higiénico, pues sabía que en casa no se podía llorar sin motivo. A veces mamá me pegaba cuando me oía llorar y me decía: pues nada, ahora al menos tienes un motivo.

Pese a todo, me limpié el trasero con el papel higiénico y miré luego el agujero y vi la caca, en la que se agitaban unos gusanillos blancos. Vi unas bolitas de caca negras y supe que la abuela estaba otra vez estreñida, y vi la caca amarillo claro de mi padre vi la caca rojiza de mi madre. Me disponía a buscar también la del abuelo, cuando mamá gritó mi nombre en el patio: en cuanto llegué a su habitación, dejó resbalar la media que se estaba poniendo y me dio una bofetada, contesta cuando te llame.

Y cuando llegamos a casa de la abuela, que vive al otro extremo del pueblo, mamá se echó a llorar y dijo que papá llegaba borracho a casa cada día. Papá estaba sentado a la mesa y no tocó la copa de vino que la abuela le había puesto delante; de pronto se levantó, se puso la americana bajo el brazo y se marchó. Mamá apoyó las palmas de la mano contra la estufa de azulejos y estalló en sollozos. Yo estaba saboreando un trozo de tarta.

Mamá apoyó todo su cuerpo contra la estufa de azulejos y empezó a llorar a gritos. De pronto me vio sentada en el taburete, mirándola, y nos gritó inesperadamente a Heini y a mí: ¡Idos a jugar los dos al patio!

Heini y yo salimos al patio sin decir ni pío. Heini se mordisqueaba el índice.

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