Daniel Muxica - El vientre convexo

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Un pequeño grupo peronista – los uturuncos – es el punto de partida real de la novela de Daniel Muxica, narrador y poeta argentino. El punto de partida y también el núcleo de la acción. Al funcionar como un ensayo de montoneros en una época de tolerancia cero, este "experimento nacional" proporciona ya algunas de las claves de lo que será el esplendor montonero de los tempranos setenta.

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El comunicado mimeografiado pasó de mis manos a las de ella. Caminábamos calle abajo hacia el almacén de Eusebio; en pleno mediodía decidimos protegernos debajo de un plátano de copa voluminosa. Quedamos muy juntos, el pudor la hizo vacilar. Para un porteño los lugares que citaba el comunicado parecían lejanos, otro país; pero a la Tetona, que todos sus amigos consideraban demasiado carnívora, El Churqui le sonó a comida.

– El Churqui es una localidad, Tetona -le aclaré sin saber dónde quedaba.

La Tetona dormía seguido con don Grimaldo, sabía parte de sus manías personales y estaba acostumbrada a los delirios; quizá por eso no se dejaba impresionar por el conocimiento de nadie. Mientras leía percibí que el plátano florecía en un tris cobrando verdes, dorados inusuales; una brisa de calor acompañó la complicidad; sus pechos comenzaron a inflamarse y sus muslos, descarados, con la fuerza de las bacantes, rozaban en su ropa interior, ahora de raso azul italiano y finas puntillas de seda negra; era una Nini Marlene vernácula, Mecha Ortiz, invitándome a desviar el camino con un gesto tan sensual como sugestivo.

Llegamos rápidamente hasta la puerta del Irupé. Enhiesto, el oscuro pezón quedó entre mis labios; la urgencia marcaba el camino de mi lengua. Veinte minutos más tarde, estábamos desnudos en el bañito del fondo, mojándonos en la improvisada ducha hecha con un balde agujereado.

– ¿Qué es una épica? -preguntó sin que mediara razón alguna.

Para desembarazarme, no sabiendo discernir en forma sencilla el tema, gesticulé levantando el cuello y montando los labios uno sobre otro; sus ojos, cada vez más felices, demostraron no saber y que, además, no le importaba.

Me confesó que días antes, en la cama del profesor Serrao, hizo la misma pregunta…

– Algo así como decir que el General es el Cid Campeador -le contestó el profesor.

Días más tarde, la Tetona hizo la misma pregunta entre las sábanas de Zarza.

– Algo así como decir que Fidel Castro es Espartaco -sintetizó.

No pudo terminar con su intriga, porque nada conocía de ninguno de los dos. De ninguno de los cuatro.

No pude decir que mi encuentro con Gauderio fue exactamente casual, pero algo de eso había. Nunca hablé de política desde los sentimientos, lo había hecho con intelectuales que adulteraban la emoción clasista con un desapego formal y una distancia, que desde su privilegio de "pensadores progresistas" enclaustraban a los obreros en un gueto cultural; artistas ligados al existencialismo que discutían el estreno de Los secuestrados de Altona coincidiendo con el compromiso del arte para con las causas de liberación nacional, como era el caso de Argelia, ya que bien enterados estábamos de los métodos del coronel Massu que aplicaban allí los paracaidistas franceses. Luego de la cita obligada de Fanon y Reich nos sumergíamos en las encantadoras delicias del carpe diem. En estas charlas ni la revolución ni el sexo resultaban urgentes, sino que eran signos civilizadores contra aquello que no dudábamos en llamar el establishment. No tenía conocimiento de la cotidianidad, lo que se llamaba praxis y que, en el fondo, me hizo sentir como un chef al que lo mandan a lavar las ollas.

Lo reconocí de inmediato mientras sacaba el boleto, estaba en la segunda fila y me saludó levantando la mano. No reconocí en él al héroe. Dejó el asiento para poder conversar saltando un molesto intermediario que mantuvo los ojos en el diario sin preocuparse. De pie, soportando los barquinazos, me preguntó si había leído el panfleto y comenzó a describir la ruta por la que, de seguro, andarían los Uturuncos. Algo ligado a la acción nominativa de la demostración generaba un clima distinto. No atiné a contestarle. Me comentó que se hacían estallar algunos "caños" de fabricación casera, a los que me atreví a otorgarles un poder un tanto inofensivo pero de alto valor emocional: pólvora prensada dentro de un bulón más la sal gruesa fría. Sabotaje tras sabotaje, para apoyar a los compañeros y responder a la represión que desde hacía cuatro años se había instaurado, "caños" que acompañan y refuerzan la gelinita que llegaba desde las minas bolivianas a Jujuy, donde se la colocaba debajo de los vagones hasta Tucumán para ser distribuida por todo el país.

Me comentó también que a principios de año se desató una huelga de aquellas y en la Capital, un enorme sector de la ciudad, comprendido entre las Avenidas Olivera y General Paz, que abarcaba los barrios de Mataderos, Villa Lugano, el Bajo Flores, Villa Luro y parte de Floresta, fue ocupado durante cinco días consecutivos por obreros y jóvenes que se sumaban a la lucha; cortaron totalmente el alumbrado público de la zona, voltearon árboles para obstruir calles y aprovechando el adoquinado levantaron barricadas en las avenidas de acceso; de esta manera, al amparo de la oscuridad total, los grupos combatientes pudieron moverse con relativa facilidad y neutralizar la acción del ejército.

Desconocía los lugares que nombró; el micro, sin suspensión, parecía quebrarse a cada barquinazo. Se acomodó el peine o los documentos en el bolsillo trasero del pantalón y mencionó que se venía otra igual, acá en el sur, a la que se sumarían los Uturuncos; para alquilar balcones dijo, suponiéndolo un espectáculo imperdible para alguien que escribía. Me preguntó, rascándose la cabeza, si podía darle una mano. Entendí que su deseo era que escribiera o corrigiera algún comunicado, pero no: la cosa era otra, comentó que algunos sindicatos, sobre todo los menos intransigentes, tenían trabajando a suboficiales del ejército que se habían plegado a la lucha clandestina, pero no se fiaba de ellos. Necesitaba de alguien que no conocieran para esperar unos impresos, él me diría tiempo y forma; yo le caía bien y no deseaba enterarse de mi nombre ni mi circunstancia; lo mejor era alguien que no tuviera apariencia de pobre, evitando poner en evidencia el envío.

El colectivo aminoró la marcha, se me ocurrió preguntarle por qué depositaba tanta confianza en alguien que había visto una sola vez. Se sonrió y dijo, aunque no con estas palabras, que intuía mi debilidad por las causas justas y que además él era un baqueano en viajes hacia lo extraño.

Me bajé tres cuadras antes de la pensión camino a la farmacia.

No era un lugar altamente concurrido, estaba mucho más cerca de ser una herboristería que una farmacia, como el consejo de profesionales exigía; no faltaba la carqueja para los bronquios, el té sedante de manzanilla, la muña muña, la cola de quirquincho para la virilidad y otro montón de pastos sanadores; bien podría haber sido una casa de especias, un campo perceptivo para los olores de este lado del mundo.

Ese día el viejo Zarza reetiquetaba los frascos color caramelo cuando la Rupe, acompañada por la Tetona, entró en la botica dispuesta a comprar unas gotas para los oídos del Pepe Saldívar, que después de una charla con Gauderio y un desconocido, no pudo quitarse un ruido extraño, parecido al zumbido del moscardón, que no lo dejaba dormir.

– Necesito un preparado pa' las orejas.

– Cómo no.

Aprovechó mi extranjería y la desaparición de Zarza tras la cortina floreada de narcisos rojos sobre fondo blanco, que dividía el despacho al público del laboratorio, para comentarle a la Teto na lo del sobre blanco.

– Una carta, sí, ella asegura que adentro del auto estaba el embajador en persona que no quiso verla.

– ¿El embajador?

Serrao, al que la abuela Juana recomendó largar la peperina si quería tener contenta a alguna hembra, golpeó la vidriera mirando hacia adentro, indiferente a la presencia de las mujeres.

– ¿Cuánto es? -dijo la Rupe extrayendo la plata del delantal que llevaba puesto, para retirarse mientras contaba las moneditas del vuelto.

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