Daniel Muxica - El vientre convexo

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Un pequeño grupo peronista – los uturuncos – es el punto de partida real de la novela de Daniel Muxica, narrador y poeta argentino. El punto de partida y también el núcleo de la acción. Al funcionar como un ensayo de montoneros en una época de tolerancia cero, este "experimento nacional" proporciona ya algunas de las claves de lo que será el esplendor montonero de los tempranos setenta.

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Aprender a vivir como un elegido era aprender a morir de igual manera. En esa convicción grandilocuente, mandó también a construir un féretro de nogal oscuro, amplio, con herrajes plateados, para lucimiento de una delicada mortaja de seda color marfil y tres almohadillas magníficamente blandas.

Un féretro, por diseño, puede navegar. Lo ubicó, cerrado, en la pared que enfrentaba al escudo, desprovista en parte del revoque fino y cruzada por una grieta que, en más de una ocasión, resultó una herida narcisista para sus pensamientos de grandeza. La grieta no cerraba por sí sola, ni era una enfermedad que se venía a manifestar justamente ahora. Decidió taparla y para ello nada mejor que encargarse un retrato. Un retrato, sí. Se dio cuenta de que eso lo había impresionado siempre.

El almacén y bar de Eusebio era el punto obligado de cualquier reunión para aquellos que nunca cruzaban el río. Los parroquianos se juntaban allí para jugar al tute cabrero y escuchar en disco de pasta a Merentino cantando con la orquesta de Troilo, o los revolucionarios discos de vinilo que, desde los parlantes adicionados al Wincofon, dejaban escuchar la voz del Tarateño Rojas.

Se está poniendo de moda

en toda la Capital,

el vaivén del zucu zucu

zucu zucu te voy a dar…

El lineal ir y venir de los versos y los naipes permitía sobradas muestras de crudeza verbal y burla en los juicios, cosa que siempre terminaba lastimando a alguien. Gauderio No Hallado insistió con la historia de los guerrilleros. Habían robado un camión de Obras Sanitarias de la provincia y lo condujeron por la ruta que va desde Catamarca a Lujan, donde se encontraron con otros guerrilleros llevados allí por un camión de gitanos. El operativo fue en Frías, tres armas para ocho personas: una ametralladora PAM, una 45 y un 36 corto; después del asalto, al mando del Uturunco, el Taño, Polo, Búfalo, Rulo, Azúcar y el Mejicano se internaron en el monte; los diarios anunciaron más de mil seiscientos allanamientos. Restregándose las manos y dele frotarse las rodillas, desafiaba las inclemencias de un invierno recién llegado, por demás duro, al que acusó de expoliador igual que el dueño de la barraca; sin olvidarse de aclarar que las cosas dejarían de ser así, que sin duda iban a ser mejores, que en poco tiempo tendría más noticias sobre los alzados.

Los presentes no entendían mucho lo que escuchaban de boca del moreno, pero la sola mención de los Uturuncos hizo que las ventanas del bar se agrandaran levemente, ampliando los resquicios del vano, dejando entrar con los vientos del noreste aires de un mundo que, paradójicamente, por fuerza de una mística todavía no corroborada en sus almas, los hacía respirar más expansivos. Las ventanas crecieron, las paredes se limpiaron solas imprimiendo una claridad inusitada y las yemas de los dedos, que se deslizaban por manteles de papel, ahora lo hacían sobre bordados cabrilleantes, con motivos de lunares celestes suspendidos, tan almidonados y sedosos, que alguien brindó desde cárceles arcaicas por los esclavos. Las copas estaban más llenas y con mejores alcoholes; a tal punto que Eusebio comprobó cómo su vino común, convertido en un frutal elixir reserva sin arenilla ni lastre, bajaba suave por su garganta y aquello que antes sólo era quemazón, ardor en la boca del estómago, era ahora un suave chardonnay de delicado y prestigioso mosto.

Los campamentos de los Uturuncos estaban en Tucumán a la vera del Cochuna, un río helado que baja de las altas cumbres despeñándose por las laderas abruptas de las montañas, enmarañadas de bosque; un balcón semicircular que asomaba a un profundo abismo verde. También estaban en la Cuesta de Zapata, en la Sierra de Belén, en Catamarca; subían y bajaban faldeando el cerro, esquivando el cerco hecho por piquetes de policías y soldados.

Mientras Alhaja y Uturunco bajaban para establecer el contacto que habían perdido, se supo que un grupo se bandeó y cayeron detenidos, dicen que el menor contaba con quince años. El comandante Puma en tanto resistía en la selva y, seguro, junto a Zupay y los que quedaron agarraron las cosas necesarias, armas y documentos, para tratar de eludir el cerco policial. Creyeron que el grupo se dirigía a Catamarca y se extremó el patrullaje, pero subieron hacia el norte, a unos tres mil quinientos metros de altura, en la zona boscosa que ofrecía cobertura contra los vuelos. Empezaron a caminar, y a caminar, y a caminar forzando la marcha y, en un día, recorriendo cincuenta kilómetros, bajaron a la zona del ingenio Providencia donde fueron protegidos en casas de obreros y luego les dieron refugio en el prostíbulo de la Turca Fernández para terminar en una iglesia donde se reencontraron con el Gallego.

Se dice también que los hay en Santiago del Estero, describe Gauderio, que hablaba del tableteo de las ametralladoras, cifradas onomatopeyas de una lucha encarnizada entre árboles gigantes en los que a su sombra florecen lirios rojos.

Bajarán desde allí, prosiguió, la tarea era convocar a la resistencia y convertir el barrio en zona liberada, ya que éste sería el paso neurálgico y obligado de las fuerzas irregulares; ¿y los terrenos?, preguntó Eusebio; ¡qué importan ahora los terrenos!, ¡los expropiaremos!, gritó el profesor entusiasmado. Ellos bajarán por todas partes, discurría Gauderio, mientras Julia sacaba de la heladera de hielo un delicioso espumante tipo chianti. El vino entonó la garganta y los genitales del Vasco: el buen alcohol hace de las bombachas de las mujeres bolsitas húmedas, pensó, mirando a la Te tona; y decidiéndose, compulsivo, volvió rápido a su casa y despertó a su mujer.

Hay que estar preparados, esto no lo puede derrumbar cualquier mal tiempo, quizás el último tramo lo hagan por el Riachuelo, especulaba Gauderio, quizá vengan por el agua como los peces… ¿y el almacén?, ¡qué importa ahora el almacén, Eusebio! ¡También lo expropiaremos!, se escuchó, cuando sobrevino la carcajada general. Los hurones corrieron a su escondrijo. La rutilancia era completa, los caireles de una araña de dieciséis lámparas cambiaron la calidad de las luces que antes daban los tubos fluorescentes. Pepe Saldívar se quejó de los oídos y se metió el meñique tratando de llegar al tímpano para serenar un zumbido pegajoso que amenazaba dejarlo sordo.

El jolgorio místico se interrumpió cuando Ramón comentó, ante el entusiasmo general, que en el piringundín de la calle Rivadavia, las chicas tienen vestidos nuevos y en el frente hay un cartel luminoso que reemplaza al de chapa, en el que puede leerse con intermitencias mayúsculas la palabra BOITE.

La mayoría de los hombres conocía a las chicas que trabajaban en el keko. Era más barato y se podía exigir. Salmuera, el dueño, las tenía cortitas y si hacía falta era pródigo en cachetazos. Pensaban, con algún criterio, que Anahí iba a terminar conchabada allí, que la vendería como al niño. Era virgen y el himen es una tela que cotiza bien a las mujeres en cualquier parte del mundo.

Todos dejan la mesa y salen apresurados a comprobar el cambio. Eusebio no fue de la partida; pasado de alcohol, siguió disfrutando de su añejo elixir y soñó por primera vez con un gran cartel cuya fuerza cortara de un solo golpe lumínico la oscuridad del río.

III

Me acomodé bajo el ventanuco de la pensión para revisar papeles relacionados con Esther y escribir impresiones tan íntimas que no sabía si se trataban de un sentimiento o de un sentido. Ella no estaba, viajaba mucho; el único recuerdo lejano es una vieja, llevándome en brazos al Hospital de Niños en el tranvía; y el niño mirando, por el vidrio de la luneta trasera, el trabajo del guarda para colocar los brazos metálicos y paralelos en los rieles. El chisporroteo de la electricidad impresionaba como bengalas despedidas hacia todos los costados, me hacían abrir bien grandes los ojos. Nunca supe si ese viaje lo hacíamos un lunes, un jueves o un domingo; sin embargo, en aquella época, la noción del tiempo comenzó a filtrarse en mi infancia.

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