Daniel Muxica - El vientre convexo

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Un pequeño grupo peronista – los uturuncos – es el punto de partida real de la novela de Daniel Muxica, narrador y poeta argentino. El punto de partida y también el núcleo de la acción. Al funcionar como un ensayo de montoneros en una época de tolerancia cero, este "experimento nacional" proporciona ya algunas de las claves de lo que será el esplendor montonero de los tempranos setenta.

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La bocina del Káiser Carabela sonó impaciente, el edecán interrumpió los recados de la curandera.

– Pregúntele a la señora si puedo pasar…

– Decile que entre -se escuchó desde la pieza.

Una vez adentro lo invadió el aroma del sándalo y el nardo con que la Madame del Kimono acababa de sahumar. Le pidió que no fuera descortés y que se quitara los zapatos. No dudó en hacerlo. El perfume lo ayudó a relajarse como para aceptar un vaso de agua de aquella mano tullida y le entregó el sobre. Los primeros sonidos que llegaron a sus oídos fueron de una fonética irreconocible, hiedra selvática mezclada con raspaduras de zinc; una fonética olorosa, deforme para la urbanidad que se practicaba en las clases altas y las embajadas.

– ¿Él está afuera?

– No. El señor embajador está de viaje. Mi presencia se debe a que el excelentísimo desea saber si…

– Dígale que no sé nada -interrumpió la Madame.

– Bien. ¿Desea que le manifieste algo más?

– No.

El edecán se retiró. La abuela Juana y la Rupe entraron como mandadas a llamar.

– Quería saber sobre el niño -les dijo.

El Káiser Carabela, por diseño propio, tenía algo de embajada ambulante; lustroso, señorial, cercano a la pomposidad solemne de los actos oficiales, seguramente terminará su vida útil prestando servicio para otras pompas. Al menos eso pensó el escribano Farnesio, mientras esperaba su turno para comprar malva y té de seda, cuando vio pasar frente a su puerta el rodado negro con tazas que imitaban diseños de platería peruana, una franja blanca circular en los costados externos de los neumáticos y un adorno en plomo representando una cabeza de ciervo en el capó. El auto dejó de ser un sueño y pasó a ser una obsesión.

Farnesio se había asociado al doctor Germano en el servicio funerario, un invento de la Capital que sacaba a los muertos de las casas. Pensó el negocio con meticulosidad y como todo lo bien pensado, como aquello que se razona desde sus costados más oscuros e imposibles, resultó un éxito desde el primer entierro. La sociedad jamás se hizo pública, la casa de velatorios era una especie de consulado del más allá, donde se pactan las minucias de los negocios de la muerte y las instancias terrenales de tales y tan delicados menesteres. Nadie mejor que el doctor para saber el estado de los futuros clientes, los desahuciados, y hablar, en forma disimulada pero convincente, de las bondades del servicio. Nadie mejor que él, el escribano, para solucionar a la familia los engorrosos trámites sucesorios o hereditarios.

Una carroza de dos caballos tan negros como el Káiser Carabela, acompañada en cortejo por un Chevrolet del mismo color, con los tapizados raídos, permitía a los deudos mostrar su clase, reconocida como "los de casa de material"; frase que los separaba de la canalla que vivía en el Irupé a expensas de los terrenos de los tranvías.

Al paso del auto por el empedrado, Farnesio reconocía que el viejo carro de caballos con pelaje de luto era un anacronismo; mantener esos animales en buen estado no era otra cosa que luchar con la comida, el olor de la bosta y el cansancio o la enfermedad de las bestias. En más de una oportunidad el sodero lo había sacado del paso, facilitándole alguno de sus percherones. El Káiser Carabela en cambio, con alguna adaptación, era lo que se llama una embajada ambulante y, después de todo, una embajada siempre tiene algo de glorioso oropel y todo lo glorioso algo de réquiem.

Esta actitud de indisimulada envidia lo llevó a encoger nerviosamente sus dedos, empañando con transpiración el frasco estéril que le vendió el boticario, para su análisis de orina.

Para el doctor Germano la diferencia entre un cadáver y un cadáver profesional residía, a su leal saber y entender, en la realización o no de la autopsia. Con claridad pedagógica explicaba a sus pacientes que una revisación, por ejemplo, un chequeo general, o cualquier estudio por simple o nimio que fuera, era lo más parecido a una autopsia anticipada.

Los que tienen una piel dura, tirante y seca, mueren sin sudar, explicó; aquí no se abre nada pero se ve todo, dijo mientras con una cuchara aplastaba deformando lengua y paladar del Checho para auscultarle mejor la garganta.

– Tengo un buraco acá -dijo el Checho señalándose el centro del pecho.

– Esto es una angina. La pulmonía y la tuberculosis se presentan como fantasmas, aunque sin tos ni expectoración con sangre se puede pensar en daños menores.

El diagnóstico del doctor no lo convenció, no eran anginas ni nada parecido, se trataba de otra cosa, algo acerca de la naturaleza de los vientos, un aire en el interior del cuerpo de los animales, un aire que se instaló donde no hay nada.

– Tengo un grito.

– ¿Un grito?

– Sí. Un grito en La Menor -dijo, como si la sintética definición musical fuera de ayuda para la ciencia-. Un grito que no sale porque el aire se escapa por el agujero y no tengo fuerzas para sacarlo.

Hizo un círculo con el índice de su mano derecha en el medio del pecho. Los dedos pasaron del martilleo a palmadas afligidas y luego a golpes desesperados con el puño cerrado. El doctor Germano no veía ningún agujero. Para cerciorarse, le indicó que se levantara la camisa escocesa y colocándole una toallita blanca en la espalda le pidió que respirara hondo repitiendo treinta y tres, hasta dejar escapar todo el aire contenido en los pulmones.

– Exhala, carajo.

Un ronquido seco, no precisamente tabacal, le hizo insistir en la operación. El último treinta y tres fue un desafinado fragmento operístico.

– ¿Fumás? -preguntó apretándole la laringe.

– No.

– ¿Tenés hemorroides?

– No.

– Vestite.

El paciente terminó de vestirse. El doctor, de puro pensamiento hipocrático, sabía que la aparición de hemorroides es de buen pronóstico en los melancólicos.

– Si tuvieras un agujero allí -dijo, señalándole el pecho- estarías muerto…

El Checho lo escuchó con mucha atención. Con el pecho abierto y Anahí lejos, sin duda había algo de cierto.

Era difícil comprender las implicancias y los significados del as de oro invertido, ni qué sueños saboreaba don Grimaldo al despertar a un tesoro de tal naturaleza. Después de la visita, llamó al herrero que trabajaba en los carros municipales de recolección de basura para que realizara, en el comedor de su casa, el estilizado símbolo fijo de una heráldica singular.

En pocas semanas y sobre la pared más importante, detrás de la silla en la cabecera de la mesa, un escudo de dudosa genealogía era la vista obligatoria de todo comensal invitado. El blasón, de hierro forjado y pintura sin esmaltar, constaba de tres campos tan esotéricos como caprichosos: tres pelotas con forma de cápsulas copiadas del scudetto de los Médici -una roja, una amarilla y una verde, provistas vaya a saberse de qué ocultas sustancias- definían el campo superior izquierdo; mientras que el superior derecho delineaba tres bandas, parecidas a la bandera garibaldina, ostentando un contradictorio crucifijo sin la deidad. El campo inferior era uno solo y mostraba un plano alzado a mano de Valentín Alsina, con un dibujo amarillo de su casa atravesada en su centro por una línea horizontal donde se leía "Ecuador" y otra vertical donde se leía "Greenwich". En su base, dos cordeles bordó y cintas argentinas a modo de lazo imponían la presencia nacional junto a una leyenda de sello con letras góticas doradas, seguidas de otras minúsculas latinas demasiado borroneadas, que ni siquiera don Grimaldo sabía qué querían decir.

En el marco solemne de una pretendida alcurnia que el escudo no contemplaba, el cantonés, no desafecto a los placeres de aquellas cortes, acentuó en esos días sus extravagancias de hombre poco distinguido. ¿ La Madame del Kimono se habría equivocado? Con rostro más preocupado que severo, se preguntó por la identidad y la procedencia del vaticinio que lo sindicaba como el elegido. Un arrebato esperanzado de éxito le devolvió tranquilidad, pero, ¿y si fracasaba? Pensó en la muerte y en la resurrección; Dios sabe que no quiero decir nada, pero ella lo vio; el as de oro estaba sobre la mesa. El miedo sobre aquello que Dios no quiere que así sea le dio escalofríos, pensó en recluirse, mantenerse fuera de toda tentación. También por esos días pensó en ser sacerdote y llegar a Papa, cosa que lo llevó a hablar de cosas tristes y edificantes.

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