Daniel Muxica - El vientre convexo

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El vientre convexo: краткое содержание, описание и аннотация

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Un pequeño grupo peronista – los uturuncos – es el punto de partida real de la novela de Daniel Muxica, narrador y poeta argentino. El punto de partida y también el núcleo de la acción. Al funcionar como un ensayo de montoneros en una época de tolerancia cero, este "experimento nacional" proporciona ya algunas de las claves de lo que será el esplendor montonero de los tempranos setenta.

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IV

El Uturunco, también llamado Runa, era un hombre-tigre. Se trataba por lo general de un viejo indio que en horas de la noche se convertía en jaguar, revolcándose en la piel de este animal. Aparecía comúnmente en los caminos y atacaba por sorpresa a la víctima, ciego de furia, despedazándola con sus garras. Sus correrías duraban hasta el amanecer, hora en que recuperaba su forma, y si alguien lograba seguirlo comprobaba con sorpresa que las huellas de sus pezuñas se convertían en pisadas humanas.

Dicen que el diablo, a cambio de su alma, le entregó una piel mágica y que su odio estaba ligado a las injusticias sociales recibidas. Por esa razón se alejaba de los hombres y vivía entre los cerros sin otro objetivo que vengarse de los responsables de su desdicha. Cuando lo buscaban por acá, aparecía por allá y cuando lo buscaban por allá, aparecía por acá, sin que las balas le hicieran daño alguno.

Muchos mestizos se disfrazaron de tigres para cometer bajo dicha apariencia toda clase de fechorías, sirviéndose de esta vieja leyenda y acrecentando el mito. Dicen que los pobres están contentos porque saben que el Uturunco reparte lo robado entre ellos, que a los ricos les salió un domingo siete y que ya no pueden dormir tranquilos.

El dedo jugaba en el ojal del pullover, la lana se abrió deformando el trenzado del tejido; sentado en una silla de esterilla, con el dinero apretado en un puño y los pies cruzados hacia atrás haciendo palanca, yendo y viniendo hasta un poco más allá del cuadrado de la sentadera y un poco más acá de apretarse los testículos, el Checho se balanceaba maquinalmente y cuanto más nervioso, más se afirmaba en sus pies para adquirir una velocidad y una tensión inusitadas. Sentía vergüenza, pudor; bajó la mirada y escarbó con angustia el ojal de lana gris mientras ella se desvestía.

Anahí estaba molesta.

– ¿Puedo tocarla?

– No -respondió la Madame del Kimono-. Si querés, ella te toca a vos.

El Checho rehuyó de las manos pequeñas y blancas.

– ¿Y si me toco solo?

– Como quieras. El precio es el mismo.

La lana retorcida tapaba en sus pliegues la yema y la uña sucia del dedo índice que encogía o estiraba el tejido, escondiéndose y asomándose sin dirección premeditada. Anahí dejó caer su vestido rojo; sus pechos, apenas prominentes, asomaban como diminutas torres que no tenían asignada otra misión que el cuidado de un joven viñedo protegido en ese valle. Era hermosa. El Checho metió su otra mano dentro del pantalón, aplicando sentido a lo que rozaba.

El fingimiento de Anahí engendró mil sueños, todo era intermitencia volátil, suavidad, no soportó mirarla, deliró. La imagen de la niña, la bondad de la virgen, era una utopía negra, se trataba de un felino flexible que conocía sus movimientos al detalle. Checho la vio frágil, pensó que iba a herirla un poquito más; que la virgen iba a llorar, inmaculada, mientras continuaba con su operación. La tela se calentó, el miembro buscaba el exterminio o la salida.

Anahí terminó de vestirse y le dijo a su madre algo en guaraní. El pantalón del Checho tenía la mancha de lo orgánico que su cuerpo había segregado.

Las formas disgregadas recobraban sus líneas para hacer aparecer algo que, desde hacía mucho tiempo, estaba allí; la pregunta en juego tenía la apariencia de un hombre excluido, de un niño que lloraba en las faldas de la abuela y conforme a esa representación, a esa definición mínima del dolor, atravesaba un límite tan íntimo como ambiguo.

Me quedé en la pensión esperando ingenuamente que alguien, enterado de mi búsqueda, me acercara información. Tendido sobre la cama, con las manos tras la nuca, observaba en el espejo del ropero el ángulo del techo, rosa viejo, con la pintura desflecada; mis estados de ánimo habían variado con el correr de los meses, pero no dejaba que la congoja me oprimiera el pecho.

Pensé en visitar al profesor a la mañana siguiente, seguramente con él estaría de la manera que soy. Fui a la cocina y me preparé un café; con el pocillo en la mano, me acomodé debajo del ventanuco con mis escritos, releía lento buscando encontrar alguna huella, las voces que me rodeaban marcaron regiones y fronteras que necesitaba traspasar. La verdad es fatigosa y además se la odia. La mía no era curiosidad frívola, no tenía ni lo visto ni lo oído; comencé a sumar, añadir, aumentar lo relevante; aferrarme a la memoria frágil, al goce lineal de la historia que se repetía en ese viaje al hospital sobre las faldas de una vieja; el deseo de acumular experiencia me llevaba a cosas contrarias a las anteriores, la experiencia no desentraña nada por sí sola y lo problemático se mantiene tapado, escondido.

Me acosté y tomé el libro de Cocteau sobre el opio; no vomitaba bilis como él, pero "aproveché el insomnio para intentar lo imposible: describir la necesidad".

Delante de la casilla del profesor Serrao en el Irupé hay un ciruelo octogenario, rodeado por un cantero pintado a la cal. Al costado de la persiana de mimbre, en caprichoso equilibrio, un montón de objetos obsoletos y desvencijados permanecían apoyados contra la madera mal barnizada. Me llamó la atención una palangana con ropa remojándose en jabón, los grumos tomaban el efecto de la manteca cortada, se olía que llevaban muchos días allí. Desde el interior Radio Nacional dejó escuchar un piano virtuoso, extraño.

Palmeé. La voz anuente del profesor me franqueó la entrada.

– Adelante, joven -dijo, reconociendo la visita a través de las maderitas faltantes en la persiana.

Arropado, tomando un té, entre temblores de fiebre, se concentraba en un libro de Tertuliano.

– ¿Liszt?

– No, El último adiós, de Marcial del Adalid.

– No sabía que amaba a los románticos, profesor.

– Los representantes ultraterrenos.

El profesor Serrao me detuvo con su mano mientras escuchaba la caída intimista de los arpegios finales. Lo puse al tanto de mi búsqueda: la mujer debió tener más o menos cincuenta y ocho años, no muy alta, de cara trigueña; el color de pelo era dudoso, nunca supe si se teñía. Calculé que como historiador debía tener mejor registro del lugar, pero se excusó:

– No sé qué pasa en este barrio, pero todo el mundo busca seguridad en asuntos fluctuantes y borrosos. ¿Vive en la Capital?

– No. En el exterior.

– ¿Para qué vuelve? -dijo tanteándose la garganta-, la gente debe volver si realmente se espera su regreso.

Buscaba su mirada indagando, quería dialogar con ella, pero los ojos del profesor se elevaron hacia la chapa del techo. Era un hombre sensible, pero daba la impresión de que ni siquiera lograr éxito con la aceptación de su batalla lo haría saltar de la cama.

– ¿Le gusta la música clásica? Es una de mis debilidades -continuó-. Lo que acaba de escuchar no es una obra difícil ni atrevida en su concepción, el tejido nunca degenera en confusión; el piano en el romanticismo es como las velas, acompaña a esa tradición, pero si las notas no azuzan el pabilo la construcción no sirve.

No tenía esperanza de que el profesor me confirmara ningún dato.

– No hace tanto tiempo que vivo aquí, joven, aunque la relatividad marca que hace mucho que muero aquí.

Seguía dispuesto a impresionarme o seducirme con su coloquio, hablaba de variaciones infinitas, dibujando en el aire un pentagrama para mi búsqueda, señalando que no debía confundir el hecho artístico de lo que se persigue en la vida, con un mero hecho policial.

– La va a encontrar si ése es su verdadero deseo.

El deseo. Estaba decidido a contarle la historia cuando se escuchó un nuevo golpe de palmas a la puerta. Otro asentimiento del profesor dejó entrar a Saldívar. Traía un tapón de gasa en el oído y, desabrochándose el gabán azul marino, se dispuso a saludar.

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