Daniel Muxica - El vientre convexo
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– ¿Estás seguro de que va a venir…? -volví a preguntar incrédulo.
La espera comenzaba a estirarse. Zarza, diario en mano, leyó en voz alta un párrafo del discurso de Palacios en el Senado en homenaje a la revolución cubana. La alocución se salpicaba con noticias de la Capital, los cuestionamientos militares eran cada vez más fuertes, el Presidente tuvo que suspender la cena de camaradería de las Fuerzas Armadas y darle arresto a un almirante, un tal Rial, que cuestionaba a varios de sus asesores como extremistas de izquierda; un acto declarativo de menor importancia, pero la cosa pasó a mayores; Toranzo Montero, por cuestiones internas del ejército, se declaró en rebeldía, haciéndose fuerte en la Escuela de Mecánica.
– ¿Ustedes creen que éste aguanta? -preguntó Serrao refiriéndose al Presidente.
Las preguntas empezaron a rebotar; detrás de la esperanza, un aire de temor nos puso a todos en una súbita inmovilidad; queríamos cerrar los ojos o mirar de soslayo hasta que el milagro se cumpliera.
Julia tendió un mantel usado y acomodó la vajilla. Pesados, con la resaca de la noche anterior, tratábamos de mejorar nuestras dotes para la conversación. El Checho nos interrumpió tímidamente y habló de la Anahí.
– Estás caliente con la pendeja -le dijo el Eusebio.
– Con esa pendeja están calientes unos cuantos -retrucó su mujer.
La Roña, como todos los mediodías, venía a recoger las sobras; para su sorpresa esta vez eran un poco de sopa de tortuga, dos trozos de pechuga de pavita mechadas con ciruelas, una botella de mistela casi terminada y dos pedazos de torta galesa.
Mientras los hombres jugaban un truco, Julia se arregló para salir, se iba sola al cine de Avellaneda.
– Estrenan Tierras blancas, dirigida por Hugo del Carril -dijo, apoyando la mano derecha sobre el hombro de su marido.
Gauderio contó que los militares habían decidido la exhibición compulsiva de la película La cabalgata del circo, intentando disolver el aura de la abanderada, a la que mostraban como una actriz de segunda en un melodrama mediocre, cuando los comandos se robaron la copia de la cinta que se iba a proyectar para enviarla de regalo a Panamá.
En el diario se veía una foto del comandante Puma en el campamento de Santiago del Estero; se corrió la voz de que estaban todos presos. La voz respondía a una forma comedida del miedo.
– ¿Vendrán…? -preguntó el Vasco como eco de mis dudas.
Julia se acercó a una de las ventanas del bar e intentó cerrarla.
– Está cerrada -le indicó Eusebio.
– Entra frío igual -respondió Julia, colocándose un ramito minúsculo de florcitas celestes para adornar su pecho, flores que se usaban según el comentario de Serrao con la primavera, como agasajo y recordatorio de la madre.
No me olvides. No me olvides.
No me olvides.
Es el novio de la Patria,
de la Patria que le espera.
No me olvides. No me olvides.
Es la flor del que se fue.
No me olvides. No me olvides.
Con la flor del no me olvides
no olvidando esperaré.
declamó el Checho en un torpe ensayo de piropo hacia Julia mezclando los versos de manera antojadiza, mientras escapaban de su boca a la servilleta trozos del sándwich. ¿Quién le había enseñado a macanear estas cosas en voz alta?, se preguntó Eusebio, mientras un eco disminuido en los labios de su mujer completaban la estrofa con un "no me olvides, no me olvides, volveremos otra vez". El profesor le atribuyó los versos a un tal Jauretche, un campechano radical que unos cuantos años antes abrazó la causa.
La payasada del bobo nos hizo reír y olvidar que Gauderio había hecho crecer el marco la noche anterior, pero los postigos quedaron descuajeringados y para el atardecer las palabras del negro eran arpegios melancólicos.
– Todas las revoluciones tienen alguna falla -comentó Zarza, que todas sus meriendas las tomaba allí, entroncando a los muchachos de Sierra Maestra con la lucha de los Mau Mau en Kenia, la de Patrice Lumumba, el enfrentamiento de los argelinos contra la política colonial francesa y la llegada de los Uturuncos. Repitió las palabras revolución y "para siempre" alentándose a desentrañar la fórmula de lo posible.
– Ése es el problema, Zarza -dijo el profesor-, la voluntad es a la mística como el pragmatismo a la política.
Julia, con cara de escuchar, se cambiaba las alpargatas mirando distraída la tardecita a través de la ventana. Se pintaba los labios trabajando sobre ellos con torpeza. Era junio, arreciaban lo seco y lo mojado; el cielo era una esponja a punto de desbordar.
– Va a ser un invierno lluvioso -dijo, señalando al este.
– El agua se corta allá y comienza acá, vamos a estar otra vez con el barro hasta los tobillos -respondió el Eusebio.
Cada huella era un faro para los policías que, se decía, venían desde la Capital para avivar a los hombres de Sherí Campillo.
Pepe Saldívar escuchó hablar a Gauderio y comprobó que sus palabras produjeron acciones de una eficacia inexplicable; cuando nombró al comandante Puma, un rugido convertido en zarpa atacó sus sentidos con un movimiento que no pudo describir. No eran alteraciones de índole natural para las que se podía encontrar alguna explicación; no entendía qué se había dicho, no sabía bien si esas palabras le produjeron envidia o miedo, pero para su desgracia, algo se instaló en sus oídos presintiendo lo definitivo.
Si bien podía dudar de Gauderio, no podía hacerlo con los Uturuncos, sobre los que se enteró por la radio y los diarios. Aunque las noticias sobre la guerrilla eran muy escasas, se informó de la presencia de agitadores en los centros urbanos y sobre un combate durante el copamiento a una comisaría en Las Lomitas, una pequeña localidad del Chaco Central.
Mi ansiedad cesó cuando entró Gauderio. Tranquilo, vaso de vino en mano, relató una versión distinta de los sucesos. Antes de entrar al pueblo, para ver cómo procedía, habían preguntado dónde quedaba el centro a un policía, que les indicó, ingenuo, el camino correcto. Ya en la jefatura, una vez bajados del camión, encararon a la guardia ordenándole la rendición: "¡Ríndanse, la revolución ha triunfado!". La situación, de índole gloriosa en los oyentes, me resultó hilarante, tanto que tuve que tapar, disimulado, mi boca con la mano. Sin prestar atención a mi escepticismo, Gauderio terminó con el relato: los desnudaron a todos y los metieron en el calabozo; uno de los milicos quiso irse con ellos, pero no lo dejaron. El balance del operativo fue que se alzaron con las armas, setecientos cincuenta pesos y un chancho asado que se comieron en el camino de regreso.
– ¿Los apoyaban los vecinos del lugar?
– Los Uturuncos sólo han hecho que la indignación deje de ser un acto de rebeldía, para convertirse en un hecho político. La radio y los diarios informaban que el copamiento se inició a eso de las seis de la mañana, para terminar a las seis y cinco con el juicio revolucionario, pero no hablaban de ningún ajusticiamiento.
La mesa del ventanal estaba concurrida. Saldívar inspeccionó con desconfianza, comprobó que los postigos seguían agrandados. Eusebio permanecía detrás del mostrador, metía el dedo en su ginebra pasándoselo por los labios y humedeciendo aquello que el frío de la razón disecaba.
Entusiasmado, traje a cuento a los esbirros de Fulgencio Batista para despacharme sobre los sucesos del 26 de julio en La Moncada, y agregué otras mitologías revolucionarias, para terminar comparando el asalto de los guerrilleros cubanos con la gesta de los Uturuncos.
– ¿No será mucho? -dijo el profesor.
Zarza repitió por lo bajo una frase que adjudicó a Abraham Serrano, un veterano de la guerra civil comprometido con el alzamiento: "Pasó el momento de la insurrección y ha llegado el momento de la lucha armada".
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