Daniel Muxica - El vientre convexo
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– ¿No será mucho? -repitió el profesor, mientras Gauderio agregaba la audacia de quienes habían bajado a la ciudad de Tucumán y habían tomado el puesto de la policía ferroviaria, los descarrilamientos de algunos trenes azucareros, el incendio de una avioneta francesa en apoyo a la revolución argelina.
Saldívar escuchaba sin querer dar crédito a la arenga del negro sobre los Uturuncos pero vio, más asombrado aún, crecer las ventanas, y cómo la mesa se cubría con un mantel de seda blanco y el Vasco servía una picada con palitos salados y quesos que, según le dijo Eusebio, eran camembert; el jamón crudo y las botellas de vermouth completaban la comilona, mientras desde los parlantes amplificados de un combinado alemán, que según decían, para la tecnología son los mejores, se perdía la voz de Pat Boone. El profesor Serrao prefería otra cosa, algo de Saint-Saëns, pero ante la vista de todos el dial se movió solo y se escuchó la voz de Margarita Palacios.
…aguacero pasajero
no me mojés el sombrero
que a vos no te cuesta nada
y a mí me cuesta dinero…
Gauderio insistió en demostrar el éxito de los insurrectos. Serrao relativizó la demostración, diciendo que tanto La Prensa como La Razón trataron el caso como un hecho meramente policial; pero Zarza, llevando maníes a su boca, con infalible retórica, retrucó demostrando la necesidad que tenía el gobierno de minimizar este tipo de acontecimientos.
– Recuerde, profesor, que en estos días nada está más lejos de una opinión libre que la de un periodista -dijo el farmacéutico.
La pertinaz insistencia del profesor por continuar una discusión vana y estéril aburría al resto; Saldívar se levantó y abandonó el almacén para irse a dormir a su casilla; el zumbido de su oído derecho lo perseguía sin tregua.
La reunión no se extendió mucho más. Eusebio se quedó cargando la heladera con cervezas "por si las moscas" y Gauderio me invitó junto al profesor a caminar para bajar la comida: ninguno de los tres tenía nada que hacer. La chatura del paisaje no ayudaba, charlamos largamente sobre la conveniencia del voto en blanco, la inflexibilidad de la estrategia blanquista y alguna posible abstención. Poca fue mi contribución. Gauderio mechaba la convicción revolucionaria con el dribbling enloquecido de Omar Orestes Corbatta o el quiebre del debutante Rojitas; pero fútbol era el de antes, aseveró el profesor.
La noche, estrellada como pocas, nos encontró sobre el puente.
– Tenga cuidado, Gauderio, si uno solo de los presentes se va, el milagro no se sostiene.
La visita del Káiser Carabela con algún sabueso, buscando husmear datos que certificaran o desvanecieran una presencia, se convirtió en el comentario obligado del barrio; se cuchicheaba en familia o en reuniones sociales sobre el niño. La vida de la mujer, que señalaban como "disipada", contaba con la aceptación callada de algunos y la envidia de los demás; los más duros, como el Lutero, decían que se trataba de una extorsión; los más benévolos, que ella se alejó de Dios, pero que todavía no se había acercado a nadie.
Serrao, guardando cierta piedad condescendiente, justificaba a la mujer: "Es la tentatio carnis", se explayó en dudoso latín agustiniano, "y hemos de sobrellevar con dificultad esa carga". Estaban también los que sostenían, más allá del misterio, que el niño no fue parido.
– El señor está incómodo con usted, Madame.
– Dígale al señor que no tengo nada que decirle.
– El señor desconfía de la situación.
– Dígale al señor que me lo diga personalmente.
– Él no está en Buenos Aires, se ausentó del país.
La ventanilla del auto es una frontera. Desean averiguar quién corre y descorre las cortinitas desde las sombras.
– Le hemos conseguido la pensión, Madame.
– Eso arregla muy poco.
– Era parte del acuerdo. Deseamos que un desliz no se convierta en una prioridad diplomática familiar; comprenda usted, el señor embajador está grande y quiere saber si verdaderamente el niño…
– ¿No le basta con mi palabra?
– Madame, los comentarios lo perjudican. Hay amigos en la diplomacia que piensan que todo es un invento para sacarle dinero, para nosotros sería fácil hacerla pasar a usted por otra cosa y…
– ¿Me está amenazando?
– De ninguna manera.
– Dígale a ése que no va a tener noticias hasta que no le vea la cara.
El edecán se retiró no sin antes decirle que lo pensara bien, que todo tenía una solución y que económicamente había posibilidad de conseguir algo más, no mucho, pero que para ella sería más que suficiente.
El Káiser Carabela está rodeado de gente que, vaya a saberse con qué valentía, se acerca hasta la ventanilla.
Está casi todo el Irupé, menos uno…
V
El movimiento de las horas dentro del conventillo es de una concupiscencia pesada. El Pardo, exonerado de la policía de la provincia, tomaba mate en los fondos oteando el descampado; el gallo se paseaba fuera del gallinero interrumpiendo su vista como si el infinito terminara allí.
Para el Pardo no había infinito, todo se terminaba. Ya fuera por falta, ya fuera por exceso, todo se reducía a una determinación tan simple como el disparo de su arma reglamentaria. Un día se quedó sin ella. Ahora cargaba en su cintura otra pistola 45 robada en la repartición cuya culata brillante sobresalía, con dos reparos de nácar marrón, grabados con la cabeza de un caballo negro y en sobrerrelieve las crines rematando justo en el seguro del arma, siempre descorrido.
El seguro soy yo, se jactaba con energía revanchista y altiva.
El gallo era una aparición, algo que se oponía vaya a saber uno a qué cosa. El Pardo sólo quería ver detrás, intuía que era posible ver detrás.
No sabía de perversión, le era ajena, lo suyo era algo más antiguo y más atávico. Sin titubeo se acercó, tomó el arma y sacó cinco balas que mandó al mismo bolsillo, dejando una sola en la recámara.
Empuñaba el arma rígido.
El disparo sonó seco. Sangre, plumerío y polvo dejaron en su rostro un gesto desaprensivo. Ya no había ningún obstáculo, nada le impedía ahora perder la mirada donde quisiera.
Aflojó los hombros y bajó un tanto la cabeza. Volvió a concentrarse en la pava y el mate: se concentraba en el agua tibia que hacía, al caer, un agujero cada vez más profundo en la yerba.
Chupó a cielo abierto. Entre las cosas que lo preocupaban estaba la de saber que no todos los días son para uno.
No era tu día, gallo, pensó ensimismado.
VI
No es que yo dijera otra cosa, abuela, que inventara nada, vi la mancha, ¿todavía no salió?, el eco sigue adentro, créame, es un aviso, la historia de un cuerpo que quiere contar su sorpresa, la panza cada vez más redonda, más hacia adelante, llena de agua de río, sangre, plasma; estoy llena de odio, con corrientes de furia; la panza es un peñasco enorme que aumenta de tamaño sin que le importe mucho; me carcome la duda por reconocer en la risa el festejo de los desposeídos; ¿se parecerá al padre?, presiento atrás mío la burla, voy a destilar miedo, voy a desaparecer en el miedo; conciencia desdichada de una mancha, una sombra; no voy a entregarme, voy a desaparecer en el miedo; este pibe tiene un padre, seguro, no soy la virgen María; eco para un nacimiento enorme, pero todavía es nonato, es un ahí ausente, ¿por qué no quiere salir el desgraciadito?, simplemente no hay nadie; no quiere salir, es terco, piensa crecer allí, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos patadas adentro, abajo del estómago; ¿se está colocando?; es mucha desmesura, abuela; es mucho el miedo; pídale a Santa Lucía que me lo deje ver, es el capitán de un barco hundido en lo miótico, pegajoso como este río; indíquele el resquicio, hay que guiarlo, abuela, debe salir, ser como los demás; la soledad nunca es medida, ¿la compañía tampoco?; no es dolor, abuela, es la contundencia en los tejidos; le prometí un traje de embajador, un autito de plástico, también un cachorro o un yapaé púrpura; trate de convencerlo de que todo está bien, que necesita de unos pocos ensayos y un peinado perfecto, llame a la matrona; ¿se dañó la placenta?, llame al padre, hay que convencerlo, tiene que salir, ¿un llamado telefónico?, ¿una caña de pescar?; las arrugas, las estrías; se me va la juventud, abuela, háblele usted, dígale de mi fastidio, que puse un plato más a la mesa, que está bien, que se tome su tiempo, que nadie lo obliga y menos yo, que si todavía está cieguito puede salir al tanteo.
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